Dragon Age: The Veilguard y la precipitación como enemiga del concepto de viaje fantástico
La fantasía debería vetar el teletransporte como opción de partida, auténtica kriptonita de la inmersión en un mundo.
¿Por qué Gandalf no les dio el anillo único a las águilas para que lo arrojaran a Orodruin? Pues, seguramente, porque eso hubiera sido un libro muy aburrido y nos habríamos perdido uno de los viajes más emotivos e influyentes de la literatura fantástica, La fantasía y la aventura están estrechamente ligadas al concepto del viaje, un viaje que no es cómodo y suele ser penoso, guardando peligros, triunfos y fracasos. Es por ello que, en el contexto de una gran aventura, el hecho de que te planten un medio de teletransporte a primeras de cambio me resulta, a mí por lo menos, anticlimático.
En The Veilguard, al poco de comenzar ya tenemos medio para entrar en el cruce de caminos, un lugar desde el que podemos acceder a toda clase de lugares lejanos. El tránsito desde un lugar a otro se realiza a través de este atajo, que nos permite plantarnos en cualquier ciudad o escenario principal del mapa. A efectos prácticos, y como pasa en tantos juegos, una vez que ya hemos visitado la localización, podemos movernos hasta ahí con el viaje rápido dentro del mapa, así que apenas tenemos que recorrer este espacio. Saltamos entre reinos sin haber experimentado un viaje más convencional para llegar por ellos, lo que desprecia el concepto de viaje y genera esa sensación de precipitación y de desconexión.
En Dragon Age: Origins, se apostaba por la fórmula clásica del mapa con varias localizaciones que se iban descubriendo. El viaje era por tierra y desde un punto a otro te podían asaltar. Sólo el hecho de ver a nuestro grupo avanzando por un mapa ya servía como conexión con el mundo en el que nos encontrábamos. Además, Origins es mucho más denso y coherente al centrar la acción en una región concreta del mapa que salpica con numerosas localizaciones que tienen sentido entre ellas. The Veilguard, en cambio, apuesta por un territorio extensísimo en el que sólo visitamos localizaciones clave, magníficas, pero con poco que ver entre ellas.
Es una pena, porque los juegos de esta índole ganan cuando nos sentimos conectados al mundo y al viaje con los compañeros. Nos viene a la cabeza, como ejemplo obvio, Baldur’s Gate 3, en donde la llegada a la mítica ciudad llega en un punto culmen después de muchas horas, lo que le da una potencia añadida enorme. Más recientemente, encontramos el caso de Metaphor, en donde existe el teletransporte como una excusa de viaje rápido. Pero antes de poder ir a un sitio, hay que tirarse varios días de viaje en un bello mapa, interactuando con tus compañeros en el surcador, cocinando y, de vez en cuando, luchando. Metaphor tiene además un detalle magnífico, que demuestra lo mucho que hacen pequeños detalles. En cada viaje, siempre hay un punto de interés en el que los protagonistas se bajan, sin otro motivo que admirarlo; es una pantalla estática, preciosa y levemente animada, en donde los personajes comentan, y en donde el jugador se siente partícipe de un gran viaje repleto de belleza, misterio y descubrimiento.
El nuevo Dragon Age, bendecido con unos gráficos estupendos y gran apuesta artística, es muy bonito, pero su estructura nos saca un poco del mundo y nos lo deja, en ocasiones, como en un bello escenario en el que luchar y tener diálogos, principalmente. Con un poco de esfuerzo, y de entender lo que hicieron otras grandes aventuras con la forma en la que transitamos su mundo, quizás hubiera ganado enteros en este aspecto.