La problemática de Assassin’s Creed y el “regreso a los orígenes”
Mirage, la próxima entrega de la saga de Ubisoft, promete regresar a la esencia original. ¿Pero qué significa eso realmente y qué dificultades implica?
Todo empezó con una idea bastante sencilla, hacer juego sobre asesinos. Pese a la tan lucrativa como cuestionada tendencia de Ubisoft de capitalizar en innumerables secuelas cuando sus sagas triunfan, Patrice Désilets, el director creativo de Las Arenas del Tiempo, pudo abandonar Prince of Persia para convertir dicha idea en una franquicia nueva. Una todavía conectada a través del parkour en Oriente Medio, pero con libertad para moverse a un diseño de mundo abierto y una narrativa basada en eventos y personajes históricos mientras otros desarrolladores se encargaban de dar continuidad a las aventuras más lineales y fantasiosas del príncipe.
Ahora, irónicamente, es Assassin’s Creed la franquicia grande. Y por bastante, además: con una docena de entregas principales, y más de 200 millones de copias vendidas, ya multiplica varias veces las cifras totales de Prince of Persia a pesar de llevar menos de la mitad del tiempo entre nosotros. Patrice Désilets dejó atrás un éxito para crear un fenómeno absoluto, esa parte es indiscutible. Pero también lo es que la idea original derivó en muchas otras, transformando la saga una y otra vez hasta hacer que muchos fans se preguntasen por qué algunos de esos juegos no se convertían en franquicias nuevas como ocurriera con la propia Assassin’s Creed en su momento.
Una identidad voluble
Por eso el anuncio de Assassin’s Creed Mirage, próxima entrega principal fechada para 2023, se ha recibido como una noticia tan significativa a pesar de que la saga nunca ha estado de verdad ausente: desde Ubisoft prometen un regreso a los orígenes. Un intento de recapturar eso que hizo de Assassin’s Creed un nombre importante en primer lugar, cuando la generación de Xbox 360 y PlayStation 3 todavía era joven y los estudios se empezaban a aclimatar al desarrollo en alta definición.
Y todo eso suena bien y lógico, aunque resulta algo menos sencillo en la práctica porque Assassin’s Creed en el fondo siempre ha sido un cúmulo de ideas pegadas con cinta adhesiva. Manejar a un asesino tan ágil como el famoso príncipe fue quizá la primera y más importante, la que puso los raíles en dirección hacia una saga diferente; pero Désilets también imaginó un argumento paralelo en la actualidad, conectado a través de un artilugio, el Animus, que permitía explorar de forma bastante literal memorias almacenadas en el ADN de los sucesores de esos asesinos antiguos.
Entonces, en el camino hacia el original de 2007, Désilets probablemente ignoraba muchos de los pasos que daría la saga de allí en adelante, pero ya preparó el terreno para saltar entre épocas y avatares gracias al Animus y el interminable conflicto entre asesinos y templarios. En Assassin’s Creed II y La Hermandad, entregas aún dirigidas por él, el sirio Altair dejó paso al italiano Ezio gracias a la “casualidad” de compartir sucesor en Desmond, estadounidense que servía como hilo conductor para argumentos vagamente entrelazados y un puzle con piezas vendidas por separado.
Fue una idea cuanto menos interesante (si bien nunca necesaria porque el jugador está entrenado para asumir la artificialidad intrínseca de un videojuego), pero con una creciente cantidad de fisuras a medida que Ubisoft aprobaba secuela tras secuela, con el tiempo dejando atrás tanto a Désilets como a Desmond. Se convirtió en parte de la identidad (abriéndose incluso paso hacia la olvidable adaptación cinematográfica), y se ha mantenido así durante ya casi 15 años, alargando arcos ininteligibles sin jugar a varios juegos y abriendo otros cuando el anterior había dado todo de sí.
El regreso de Desmond, no obstante, difícilmente va implícito en esa celebración por el regreso a los orígenes. Porque Desmond como tal nunca fue importante, a pesar de tratarse del protagonista teórico. El Animus, Abstergo, la rivalidad entre asesinos y templarios... Aunque con una base de usuarios tan grande todos esos y otros elementos narrativos hayan encontrado fans, lo que hizo que Assassin’s Creed se convirtiese en un hit fue justo lo mismo que se podía ver antes del lanzamiento: la exploración de detalladísimas ciudades históricas (en concreto las Jerusalén, Acre y Damasco del S. XII, en plenas cruzadas) y la movilidad acrobática de Altair.
El componente de ciencia ficción fue omitido en el material promocional más allá de pequeñas pistas en forma de glitches, en parte para sorprender a aquellos que no lo descubriesen de antemano a través de análisis o filtraciones, en parte porque la jugabilidad real (más allá de caminar, escuchar conversaciones y examinar algunos dispositivos) se concentraba en la época antigua. Cabalgar hacia las ciudades, fundirnos entre multitudes, escalar atalayas para detectar misiones, recabar información sobre futuras víctimas y, llegado el momento, abalanzarnos sobre ellas cual ave de presa para ejecutarlas con la cuchilla replegable de la mano.
Ese es el concepto que vendió Assassin’s Creed. Pero ahí, también, es dónde empiezan los problemas de Assassin’s Creed. Porque en sus orígenes reales, antes incluso del lanzamiento, el equipo capitaneado por Désilets quería hacer más con la propuesta. Quería incluir caza de animales por el reino para prepararse mejor (idea que se retomaría e implementaría a finales de generación en Assassin’s Creed III); e incluso el componente RPG que caracterizaría a los más controvertidos (para puristas de las primeras entregas) Origins, Odyssey y Valhalla durante la generación siguiente.
Pero construir ciudades en alta definición, con decenas de personajes simultáneos en pantalla y una reactividad física convincente en todo ello se reveló como un reto más que suficiente para acometer en la primera entrega, que pasó del plataformeo milimétrico de Las Arenas del Tiempo a un entorno sandbox donde el jugador podía correr, saltar y escalar en casi cualquier dirección en cualquier momento. Fue esta limitación, de forma no tan irónica, lo que llevó a una pureza de planteamiento que con el tiempo muchos echarían de menos. Porque Assassin’s Creed iba sobre matar a nueve personas, y casi todo lo demás era simple accesorio para ello.
Donde Sam Fisher (protagonista de Splinter Cell) tuviera la oscuridad como aliada, Altair tenía las multitudes. Caminar despacio frente a guardias, mezclarse entre eruditos de túnicas blancas, sentarse en bancos junto a otros NPC... El equipo de Ubisoft catalogó de forma bastante apropiada estas mecánicas como “infiltración social”, y servían de perfecto contrapunto a la intensidad del parkour por los tejados. Pero toda moneda tiene dos caras, y la otra de esta pureza conceptual fue una repetición como pocas veces vista, antes o después, en un juego triple A.
Poco, y a la vez mucho
Porque todos los asesinatos principales tenían su propio contexto, diferentes justificaciones relacionadas con su impacto en la ciudad o el conflicto a mayor escala. Pero en la práctica, el desarrollo era casi idéntico y consistía en activar puntos de interés desde las atalayas y cumplir al menos tres tareas de una selección que siempre consistía en sentarse a escuchar conversaciones, robar documentos, seguir y extorsionar a informadores o cumplir recados para que un aliado también compartiese su información. Así una y otra vez, con pequeñas variaciones (y mayor dificultad al incrementar vigilancia) desde la segunda hasta la penúltima hora.
A su llegada, no pocos notaron paralelismos entre Assassin’s Creed y Shadow of the Colossus, título de la recta final de PlayStation 2 (2005) donde el desarrollo también se limitaba a encontrar y asesinar dieciséis criaturas. Pese a transcurrir en un mundo abierto de verdad, no fragmentado en bloques como el de Assassin’s Creed, el juego del Team ICO prescindió de cualquier otra tarea —de forma obligatoria al menos— que no fuese específicamente cabalgar hacia el siguiente coloso y buscar la forma de acabar con él localizando puntos débiles, habilitando rutas por sus cuerpos y gestionando con cuidado el limitado medidor de resistencia que permitía escalar.
Este foco en la distinción práctica de cada combate mantuvo el juego fresco a pesar de rozar el doble de objetivos que Assassin’s Creed. En el de Ubisoft, disponer de tres ciudades con diferentes arquitecturas (y filtros de color) mantenía el primer tercio más interesante, y algunos de los asesinatos ofrecían ideas propias como la detección de la víctima entre varios objetivos vestidos igual, o la persecución de otra a través de barcos en un puerto; pero a la larga, la monotonía jugable era imposible de ignorar. Así que en Assassin’s Creed II, el equipo volvió atrás y reformuló la propuesta.
Assassin’s Creed II heredó casi todo lo destacable de su antecesor, desde ciudades históricas llenas de detalles (ahora en la Italia renacentista, mucho más distintiva no solo ciudad a ciudad, sino barrio a barrio) hasta parkour por los tejados (más ágil y pulido en las detecciones). Pero la secuela, además, hizo mucho más énfasis en la historia de Ezio y la vida más allá del conflicto entre asesinos y templarios, planteando un desarrollo donde los asesinatos no eran una simple lista de tareas a completar, sino parte de un arco narrativo más grande y denso, con progresión más orgánica y lugar para misiones más variadas y abundante drama interpersonal.
O en otras palabras, y salvando las evidentes distancias, Assassin’s Creed II se acercó más al molde de los GTA que también sirvieran como referencia durante la creación del primer juego, aunque de forma bastante superficial. Como resultado, la secuela fue un producto más completo y superior en prácticamente todos los sentidos (gráficos, doblaje, combate, sigilo, mecánicas nuevas como el reclutamiento de aliados, la gestión opcional de una villa para generar recursos, etc.), pero también algo más genérico en el contexto de los mundos abiertos. No fue un cambio mal recibido, todo lo contrario, pero sí introdujo un pequeño dilema para el futuro.
La evolución que quedó atrás
Porque esto nos trae a la disyuntiva actual, bastantes años después de aquellos primeros dos juegos y con ideas como rol, caza, defensa de zonas, multijugador o navegación en mar abierto implementadas a lo largo de múltiples entregas. ¿A qué momento y lugar exacto hay que regresar para que un Assassin’s Creed nuevo sea “fiel a los orígenes”? ¿A la trilogía de Ezio, que todavía se construía principalmente sobre las mecánicas básicas, pero añadía mucha más historia y variedad entre medias? ¿O la aventura de Altair, cuando investigar y asesinar era el inequívoco foco jugable?
No hay, por supuesto, una respuesta correcta porque cada fan tiene la suya, pero sí vale la pena pararse a pensar sobre el hecho de que el original nunca tuvo realmente la clase de evolución directa que sí han tenido otras sagas a lo largo de las décadas. Un juego que aportase una tras otra nuevas capas de profundidad y versatilidad sobre ese núcleo. Un sandbox de asesinatos que se pudiese llamar así no solo porque los escenarios son grandes y permiten emboscar a la víctima desde muchas direcciones para luego escapar por otras tantas, sino por la cantidad de herramientas y planes viables puestos al servicio del jugador. Un juego, en resumidas cuentas, como Hitman.
Aunque la saga precede por bastante a la de Ubisoft (la primera entrega data de 2000), no fue hasta el año anterior al estreno de Assassin’s Creed Origins cuando IO Interactive materializó a la virtual perfección el concepto de “infiltración social”. Cierto, aquí no había recreaciones de siglos pasados o parkour, ni un mundo abierto como tal; pero sí entornos amplios y complejos, merodeados por decenas de personajes que podían funcionar tanto como mera multitud entre la que fundirse y desaparecer, o tener funciones mucho más específicas como revelar vía conversaciones casuales las rutinas de los objetivos, apuntar hacia otros planes o posibilitar su suplantación al noquearlos y robarles la indumentaria.
Cada misión no solo iba sobre encontrar y matar a una o más personas, sino también sobre encontrar las mil y una formas de hacerlo, algo hacia lo que el diseño nos empujaba tanto con las limitaciones del “camino obvio” (correr directamente hacia el objetivo y pegarle un tiro solía equivaler a acabar con nuestro asesino convertido en colador pocos segundos después), como con la aparición de multitud de objetos, diálogos y notificaciones contextuales apuntando hacia alternativas que pedían ser exploradas. La improvisación tenía cabida, pero la capacidad de tomarnos nuestro tiempo para investigar resultaba en asesinatos mucho más elaborados y eficientes.
Huelga decir que Hitman es Hitman, que Assassin’s Creed es Assassin’s Creed, y que en las diferencias reside parte de su atractivo. Tampoco es que la segunda no haya dado a menudo sus propias alternativas, diferentes métodos o puntos de acceso para emboscar a nuestras víctimas. Pero ese aspecto sandbox más centrado en las herramientas que en la cantidad de arena contenida en la caja es algo de lo que Ubisoft podría tomar nota, especialmente si va a mantener varias ramas paralelas y no quiere quemar todavía más una licencia que ya ha padecido altibajos importantes.
Qué significa exactamente “los orígenes” de Assassin’s Creed es algo abierto a debate, pero el hecho de que la fórmula del primer juego admite una clase de mejoría que no han ofrecido siempre sus secuelas, al menos cuando se trata del bucle de investigación y preparación para el asesinato, no tanto. Sea con el venidero Mirage, sea algo más adelante, es una faceta esperando a ser retomada y potenciada más allá de lo que hemos visto en estos 15 años. Si la saga quiere volar alto, y no fundirse entre otros action RPG o mundos abiertos del mercado, el salto de fe es necesario.
Fuente adicional: Assassin’s Creed: An oral history (Polygon)
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- Aventura
Assassin's Creed Mirage es una nueva entrega de la saga de aventura y acción histórica y mundo abierto a cargo de Ubisoft Bordeaux y Ubisoft para PC, PlayStation 4, Xbox One, PlayStation 5 y Xbox Series. Vive la historia de Basim, un astuto ladrón callejero que busca respuestas y justicia mientras recorre las bulliciosas calles del Bagdad del siglo IX. La antigua y misteriosa organización de los Ocultos cambiará su destino de una forma que nunca habría imaginado y lo convertirá en un Maestro Asesino letal.