Revisitando Dark Souls II: ¿oveja negra o entrega infravalorada?
Tras las alabanzas a Elden Ring, revisitamos el juego más controvertido creado por From Software en los últimos años. ¿Bajó el nivel o fue un incomprendido?
Un detalle curioso que quizá sorprenda a bastantes fans de la trilogía: con un 91 de media en Metacritic (común a las versiones de PS3, Xbox 360 y PC), Dark Souls II es la entrega mejor puntuada por la prensa. Ni Dark Souls antes (89), ni Dark Souls III después (87) lograron mantenerse por encima del noventa. Y aunque pueda ser un pequeño shock para algunos, tiene su razón de ser. En 2011, el Dark original era una incógnita para la mayoría, bien por no haber jugado a un Demon’s Souls todavía de culto minoritario, bien por la incertidumbre del cambio de título y productora.
A su llegada en 2016, el clima en torno a Dark Souls III era muy diferente. La saga había explotado, el nombre era inescapable y cada entrega vendía varios millones de copias con facilidad. Bloodborne, además, había demostrado que la fórmula tenía futuro más allá de la fantasía medieval. Fue el segundo de la serie capaz de auparse por encima del noventa (92) y a su lado, el extremadamente refinado cierre de la trilogía logró menos impacto aunque la calidad y las ventas estuviesen a la altura de lo esperado. Comparativamente, en 2014 Dark Souls II lo había tenido un poco más fácil. Dark Souls era un fenómeno todavía joven y su primera secuela hizo lo que debía hacer. Más escenarios, más armas, más jefes. El 91 era lógico.
El síndrome del hijo mediano
La historia, sin embargo, ha acabado dejando a Dark Souls II en un lugar bastante más complicado. Su pre-lanzamiento ya vino acompañado por la controversia del cambio en la iluminación, originalmente mostrada con mayor grado de realismo y contraste para dejar zonas en total penumbra y sacar partido a la posibilidad de encender antorchas en las hogueras para explorar en la oscuridad con ellas. Dicha mecánica sobrevivió, pero su uso se volvió anecdótico cuando From tuvo que revertir a una iluminación más plana para que el rendimiento ya de por sí inestable en 360 y PS3 no fuese todavía peor. Aunque ese acabó siendo casi el menor de los problemas.
Hoy por hoy, es difícilmente cuestionable que Dark Souls II se cuenta como la entrega más divisiva entre los Souls. Un fenómeno que empezó ya en 2014, cuando algunos fans consideraron que aspectos como el diseño de Drangleic, la variedad de los jefes o las hitboxes (detección de impactos y agarres durante combates) no estaban a la altura del primer Dark Souls; y sigue en la actualidad, después de que el juego haya sido ampliado y revisado de forma considerable en la versión Scholar of the First Sin, y desde que From haya enlazado éxito tras éxito con Bloodborne, Dark Souls III, Sekiro y Elden Ring. Una trayectoria en la que, para algunos, Dark Souls II desentona un poco.
Pero para otros no. Para otros es un incomprendido, un Souls tan bueno como cualquiera, si no mejor, al que se dio un trato injusto porque no fue dirigido por Hidetaka Miyazaki. El creador de la saga, pronto convertido en desarrollador estrella, pasó de trabajar en la expansión Artorias of the Abyss a crear un proyecto nuevo y exclusivo de PS4. El desplante con Demon’s Souls, distribuido por otras compañías fuera de Japón ante la negativa de Sony, quedó atrás y se forjó una segunda alianza que daría lugar a Bloodborne. Pero Namco Bandai no esperaría su secuela por ello: la creciente ola de éxito hacía viable desarrollar dos juegos en paralelo.
Con el tiempo esto dio lugar a la designación coloquial del grupo de Dark Souls II como “equipo B”. El impacto que pudo haber tenido la ausencia de Miyazaki siempre quedará a la especulación; el turbulento desarrollo, en cambio, fue algo abiertamente reconocido. Tomohiro Shibuya, exmiembro de Capcom con experiencia en Monster Hunter y Resident Evil Outbreak, tomó el mando para hacer una secuela más grande en escala; pero a mitad de proyecto, Yui Tanimura (veterano de From que acabaría codirigiendo Dark Souls III y Elden Ring con Miyazaki) asumió el liderazgo para hacer un pequeño reinicio: el juego no terminaba de cuajar, pero debía salir a principios de 2014, así que se dieron nuevos lugares y propósitos a elementos ya creados.
Dark Souls y el “sentido de lugar”
Huelga decir que esta clase de cambios o replanteamientos son un fenómeno frecuente, y ni siquiera el primer Dark Souls se libró de ellos. Zonas como Izalith Perdida siempre quedarán como recordatorio de que el juego podría haber sido incluso más legendario con unos meses extra de desarrollo. Pero viniendo de los niveles más lineales e independientes de Demon’s Souls, el diseño interconectado de Lordran logró un gran impacto incluso en su forma imperfecta. La exploración ya no solo involucraba los viajes entre la Archipiedra y el siguiente jefe, el mundo era un gran espacio continuo que se abría poco a poco en todas las direcciones, descubriendo nuevas rutas, atajos y secretos durante decenas de horas.
A diferencia del Nexo, el Santuario de Enlace no solo era un lugar de reposo, era un enclave estratégicamente situado desde el que podíamos partir hacia el Burgo de los no muertos, las catacumbas o las ruinas de Nuevo Londo, a su vez conectadas con Ciudad Infestada y la Cuenca Tenebrosa a través del Valle de Dragones si habíamos elegido la llave maestra como regalo inicial. Pero el diseño no solo era ramificado, también circular, así que el Burgo conectaba de vuelta con Enlace a través de la Parroquia, con la Cuenca Tenebrosa y con las Profundidades que llevaban hacia Ciudad Infestada por otra ruta. Y aunque escrito así puede sonar confuso, bajar al fango a luchar, abrirse lentamente camino y entender cómo conectaba todo, cómo zonas a las que íbamos o de las que veníamos se podían ver en la distancia, dotaba al mundo de Dark Souls de una fuerte presencia física a pesar de su naturaleza virtual.
Por supuesto, había algunos truquillos involucrados, como juegos de perspectivas para “forzar” la vista de localizaciones que no se alineaban de forma tan exacta en realidad o cambios dramáticos en la iluminación para crear diferentes ambientes a pesar de la cercanía de todas estas zonas. La citada Cuenca Tenebrosa y el contiguo Jardín Tenebroso, por ejemplo, recibían ese nombre por su nocturnidad constante, pero podían ser avistados a plena luz del día desde el Burgo. Sin embargo, la capacidad de caminar de un punto hacia otro sin cortes —más allá de excepciones como la secuencia de vuelo hacia Anor Londo— mantenía la ilusión de coherencia.
En rejugados, el cuidado puesto en los entornos también permitía que los observadores recontextualizasen mejor la estructura general. Los Archivos del Duque, por poner otro ejemplo, se alzaban tan por encima del resto de Anor Londo que podían ser vistos al poco de empezar, desde el puente en el que nos emboscaba el dragón rojo del Burgo. E incluso cuando la segunda mitad introducía el teletransporte y abandonaba el diseño circular, el estudio todavía dejaba algunos puntos de referencia para preservar la ilusión. Así, aunque la ruta a través de la Tumba de los Gigantes fuese lineal y parase en seco tras alcanzar a Nito, al menos podíamos conocer su posición en relación a las Ruinas de los Demonios y el Lago de la Ceniza.
Aquí podríamos fantasear con la posibilidad de ver a la From actual rehaciendo el primer Dark Souls con más recursos para sacar todo el partido posible a su potencial. Dar vida a una Lordran donde la segunda mitad estuviese igual de interconectada, donde el jugador pudiese bajar por el gran Hueco hacia el Lago de la Ceniza para luego subir de vuelta hacia el Santuario de Enlace por la Tumba de los Gigantes y las catacumbas —o a la inversa—. Pero serían eso, fantasías, porque el teletransporte vino para quedarse y Dark Souls III, de nuevo con Miyazaki al frente, optó por un diseño mucho más amplio y horizontal, aunque también menos interconectado.
Derrotar a Vordt, uno de los primeros jefes, y ver el resto del mundo desde el muro de Lothric era un gran golpe de efecto, aunque a la hora de la verdad el jugador no necesitaba saber realmente cómo conectaban las diferentes partes entre sí. El backtracking se centró en el diseño intranivel, en aprovechar las diferentes rutas hacia una misma hoguera que se volvían viables tras la apertura de nuevos atajos. El desarrollo como tal fue más lineal a pesar de algunas ramificaciones notables, pero la sensación de que Lothric y sus alrededores formaban un todo coherente se mantuvo.
El caso de Dark Souls II, no obstante, fue algo más complicado. Como dijimos antes de irnos un poco por las ramas , el equipo responsable de esta primera secuela se vio intentando dar sentido a una serie de ideas y localizaciones que, por algún motivo, bastantes meses después de empezar el desarrollo todavía no acababan de encontrarlo. Majula, la crepuscular y apacible aldea costera, sirvió como nuevo enclave central y empezó a unificar el nuevo reino bajo una aparente temática marítima que permitió al juego distanciarse con éxito del primer Dark Souls.
Desde allí, los jugadores inicialmente podían tanto ver —si bien a una distancia no proporcional al recorrido a pie que nos separaba ellas— como acceder al bosque de los Gigantes caídos y a la torre de la Llama de Heide, localizaciones en extremos opuestos que conducían por diferentes rutas, y tras algunos pasos intermedios (además de un paseo en águila o barco), hacia la Loma de los pecadores, prisión que seguía con el motivo marítimo y escondía al primero de los cuatro jefes principales: la Pecadora Perdida. Poseedora de una de las grandes almas necesarias para acceder al castillo de Drangleic. Tras derrotarla, la hoguera primigenia situada justo después nos llevaba automáticamente de vuelta a Majula para iniciar la búsqueda de las tres siguientes.
Aquí cabe matizar, antes de que algún fan de Dark Souls II levante la mano, que sí, Majula ofrecía a acceso a otras regiones y el alma de la Pecadora Perdida no era necesariamente la primera que podíamos conseguir, aunque el resto tenían cierto “truco” que las bloqueaban a novatos para empujarlos primero en otra dirección:
Pararse a detallar esto puede parecer otro rodeo innecesario, pero ilustra cómo el juego, a pesar de emular y subvertir la búsqueda final del primer Dark Souls (cuatro almas de cuatro jefazos), no aprovechaba del todo la flexibilidad que podía brindar en comparación con la a priori más limitada búsqueda de las dos campanas que abrían la entrega previa. Es quizá un “problema” menor, y lo entrecomillamos porque alguno ni siquiera lo tiene por qué considerar tal, pero se apilaba sobre otro como es la total independencia de las rutas entre sí: una vez tomado uno de los cuatro caminos hacia esos jefes —cinco si contamos la ruta doble hacia la Pecadora Perdida—, seguirlos solo nos llevaba hacia ellos y su posterior hoguera primigenia para regresar.
O lo que es lo mismo, Dark Souls II adoptó como estándar lo que en el primer Dark Souls había surgido por limitaciones de calendario. Sin ninguna Izalith Perdida o Lecho del Caos, por suerte, pero también sin esos puntos de referencia en el horizonte que al menos nos permitían llenar los huecos dejados por el diseño de Lordran. Drangleic solo tenía las primeras zonas costeras que apuntamos antes, y luego el castillo homónimo, que se elevaba hacia el cielo en el centro del mapa para ser visto desde Majula y algunas de las otras regiones. Era el faro que atraía las miradas, el gran objetivo que nos esperaba mientras buscábamos las cuatro grandes almas. Pero también el último intento de ofrecer un contexto geográfico coherente.
El eslabón entre Demon’s Souls y Elden Ring
Alrededor del castillo de Drangleic solo había montañas y fenómenos paranormales. El camino hacia el Viejo Rey de Hierro probablemente sea el caso más infame, ya que nos hacía pasar al lado del Purgatorio de no muertos, un enorme edificio circular coronando un bosque; seguir subiendo hasta el interior del Pico terrenal, una gran torre rodeada por molinos; y desde ella, tomar un ascensor hacia el Torreón de hierro, fortaleza asentada sobre el mar de magma donde esperaba el jefazo de este tramo.
Nada de ello era visible desde Majula o zonas colindantes y evidenciaba que Dark Souls II había sido construido uniendo niveles en vez de a partir de una visión de conjunto. El primer Dark Souls, por supuesto, también había tenido revelaciones más inesperadas y fantasiosas como la llegada al Lago de la Ceniza, que funcionaba más como una representación onírica que como un espacio concreto y tangible. Pero en Drangleic esa cualidad se extendía casi por todo el mapa, incluso después de dejar atrás el castillo y peregrinar hacia las grandes formaciones rocosas o el Santuario de dragón que se elevaban más alto en el cielo. Aun tras decenas de horas explorando, o varias partidas completadas, muchas de las piezas seguían sin encajar de forma lógica.
Lo que nos lleva al título de la sección. Porque Dark Souls basó gran parte de su encanto en la construcción de Lordran como un espacio continuo y coherente, pero en Demon’s Souls no había sido el caso. El primer juego de la serie también había estado formado por una colección de niveles sueltos, también tenía teletransporte desde el inicio, y también nos había hecho regresar al enclave central para subir de nivel. Retomar la figura de la Dama de Negro (aquí llamada Heraldo de Esmeralda) fue otra decisión controvertida por hacernos pasar por varias pantallas de carga para realizar un trámite que las hogueras del primer Dark habían resuelto con más eficiencia.
Pero fue un trámite extra que Dark Souls III también repitió con la nueva versión de Santuario de Enlace porque Miyazaki, a su regreso para otra secuela, consideró una inconveniencia contrarrestada por el beneficio de tener algo a lo que llamar “hogar”. Un sitio seguro y familiar donde invertir las almas en niveles, mejorar las armas y el equipo, hacer compras y recibir a los nuevos personajes que se establecían antes de emprender una nueva expedición o retomar la que habíamos dejado a medias.
El Santuario de Enlace del primer Dark Souls había desempeñado parte de esa labor. Era un lugar clave, el centro neurálgico del diseño circular de Lordran, un cruce real de caminos y no solo un punto de partida para ellos. También servía como lugar de reunión para caras amigas, y para mejorar el frasco de estus. Pero sin teletransporte durante la primera mitad, ni su propio herrero, nunca llegaba a ser lo mismo que Majula o el Santuario de Dark Souls III. Aunque sería precipitado por ello saltar a la conclusión de que Dark Souls III fue el refinamiento y culminación de Dark Souls II.
Aun con sus deslices, Dark Souls II mantuvo opciones como la mejora de cada pieza de equipamiento (luego descartada para simplificar la progresión) e introdujo ideas no presentes en Dark Souls III como la posibilidad de realizar nuevos combos al equipar a dos manos armas que fuesen compatibles o las comentadas antorchas a pesar de su limitada implementación final (algunos enemigos huían de ellas y el camino hacia El Podrido sí les daba valor). Eso sin olvidar que fue el primero en subir de dos a cuatro el número de anillos equipables (útil teniendo en cuenta que también recuperó de Demon’s Souls la penalización de vida al morir) y permitió reiniciar atributos para cambiar el personaje o hacer correcciones sin necesidad de empezar otra partida.
También es difícil obviar cómo las piedras de cierre de Pharros, objetos coleccionables que activaban mecanismos y revelaban paredes falsas, han sido relevadas por las llaves de espada pétrea que ahora permiten acceso a infinidad de lugares en Elden Ring. O cómo uno de los jefes más originales de Dark Souls II, el Carro del Verdugo, ha sido readaptado como trampa común para algunas mazmorras de ese mismo juego.
¿Infravalorado o mediocridad Souls?
Vale la pena recordar, de paso, que no todas las ideas buenas de Dark Souls II fueron repescadas. Quizá la más original de todas se quedó allí: las ascuas de la adversidad. Como en el resto de Souls, el juego ofrecía la posibilidad de empezar una partida 2 (NG+) tras completarlo, pero gracias a estos objetos, también podíamos adelantar la zona alrededor de una hoguera (jefe incluido) a la siguiente partida antes de tiempo. De este modo, el reto subía, pero también la cantidad de almas conseguidas, y en algunos casos aparecían objetos nuevos como versiones potenciadas de los anillos.
Por otro lado, aunque la selección de jefes difícilmente se encuentra entre las más recordadas o celebradas de la saga a pesar —o por culpa de— su incrementada cantidad, a veces Dark Souls II también tomó notas de Demon’s Souls, juego donde el conocimiento o el ingenio eran más importantes que rodar en el momento justo, e hizo que la exploración condicionase algunos de estos combates:
Esto más allá de picarescas como usar balistas contra El Perseguidor (tras atontarlo con un parry) o hacer que un Jinete de dragón tirase a otro de su plataforma cuando el castillo de Drangleic nos enfrentaba a dos a la vez. Pero regresando a Mytha y el molino, es el ejemplo perfecto de que una buena idea también necesita una buena ejecución o se queda en eso. Una buena idea. Tanto sobre el papel como en la práctica, e incluso siendo revisitado en un mundo post-Elden Ring, Dark Souls II tiene demasiados destellos como para ser considerado una mediocridad en un contexto que no se limite a los Souls de From. Pero en medio de ellos, una lista selecta donde las haya, los deslices se notan más y nutren un debate imposible de zanjar.
Porque mucho de lo que “hace” o “rompe” a Dark Souls II para los fans de la saga no se expresa en términos de si este escenario tiene sentido o no, de si este jefe está mejor planteado o peor. Hay un componente táctil no siempre fácil de articular, o incluso entender. Pero que se nota. Si tenéis experiencia con el juego, es probable que recordéis esta situación pese a ser algo que en otras entregas pasaría desapercibido: yendo desde Majula hacia el bosque de los Gigantes caídos, poco después de empezar, un tablón de madera conducía a hacia un cofre rodeado de agua. Si lo encarabais en línea recta desde el principio, no había problema; pero si lo habías tomado en ángulo y queríais corregir la dirección sobre la marcha, la posibilidad de caer era bastante alta.
Aquí, si no antes, quedaba patente que el control de Dark Souls II no era como el de sus antecesores. Por algún motivo, el estudio implementó un pseudo sistema de movimiento octogonal que no lo era realmente, pero podía dar la sensación de serlo: el juego seguía registrando 360 grados en el analógico, pero no empezaba a cambiar la dirección hasta superar cierto umbral, momento en el que aplicaba sobrecorreción y, en casos puntuales como el de la imagen, privaba al jugador de la precisión necesaria. ¿La solución? Mantener el analógico y aplicar la corrección con la cámara, más sensible al giro. ¿Se creó esta situación tan temprana específicamente para demostrarlo? Es posible. ¿Qué se ganó con el nuevo sistema? Quién sabe.
Más fácil de adivinar, probablemente, fue la intención detrás de la adaptabilidad. La infame, infame (con esto van cuatro las veces que usamos la palabra, pero merecía duplicado) adaptabilidad. Una estadística nueva, destinada a convertir la trivial resistencia de Dark Souls en un atributo valioso, en el que prácticamente cada tipo de personaje debía invertir algunos puntos. Porque en Dark Souls II había más regiones y más jefes. Más escala. Más horas de juego. Así que lo normal era que también subiésemos más niveles y, a poder ser, que repartiésemos más esas subidas.
Un problema, siguiendo con el cripticismo habitual de la serie, es que el juego no comunicaba exactamente qué mejoraba la adaptabilidad: con las resistencias a estados alterados (veneno, petrificación, etc.) no había dudas, pero el concepto de “agilidad” quedaba más difuso. Otro problema, es que eso mismo que se mejoraba era algo que por defecto se había empeorado respecto a Dark Souls para darle validez ahora. O lo que es lo mismo, al empezar, teníamos menos frames de invencibilidad al rodar y tardábamos más tiempo en consumir frascos de estus porque debíamos invertir primero en un atributo que muchos ni sabrían para qué servía.
La otra cara de la moneda es que con vistas a tomarse Dark Souls II como RPG, esta gradualidad permitía más control sobre una variable que antes era estática: sí, empezábamos más abajo y al principio el control no se adecuaba de forma tan natural a la memoria muscular viniendo del juego previo (de nuevo esa idea de que algo se nota diferente aunque no sepamos por qué); pero a la larga podíamos subir más arriba, crear una build más centrada en la agilidad. Sin embargo, con vistas a tomarse Dark Souls II como juego de acción, se creó un nuevo espectro de posibilidades, complicó equilibrar los ataques y agarres enemigos (de ahí, quizá, los más notorias inconsistencias con hitboxes) y probablemente también condujo a las gemas de vida.
Aunque las hierbas curativas de Demon’s Souls habían servido bien a su propósito, cuando Dark Souls introdujo el estus, cambió todo. No era un simple método para curarse, era como un reloj de arena que indicaba cuánto podíamos explorar antes de regresar a una hoguera o encontrar la siguiente. Solo que no bajaba con el tiempo, sino con los errores. Dark Souls II mantuvo el estus, pero lo ralentizó y lo convirtió en un coleccionable preciado (tardábamos un buen rato en alcanzar los cinco frascos iniciales del primer Dark Souls) y lo acompañó de las gemas. Abundantes, mucho más rápidas de consumir, pero también más lentas a la hora de curar.
El equilibrio sobre el papel era razonable. Los dos sistemas se complementaban y daban pie a algunas situaciones nuevas, como caminar sobre fuego o pinchos contrarrestando el daño con la curación. Pero a la larga, cambió las cosas por el simple hecho de cambiarlas sin poner sobre la mesa algo realmente superior: pronto podíamos explorar con 99 gemas en el bolsillo, vendidas de forma infinita y a precio asumible en Majula, así que esa sensación de reloj de arena vacío casi se esfumó.
Scholar of the First Sin: Master Quest impuesto
Aunque esto se ha alargado más de lo esperado (un Souls no se despacha en pocas palabras, y menos uno tan controvertido), no podemos echar el cierre sin recordar que hoy por hoy, al menos en consolas actuales, los jugadores ya no pueden comprar el Dark Souls II original. De 2015 en adelante, From Software lo relevó por la edición Scholar of the First Sin, un remaster con mejor rendimiento que incluía las tres expansiones post-lanzamiento (versión corta: muy buenas, pero difíciles, como toda expansión de Souls que se precie), un nuevo jefe y final, además de sacar más partido a la iluminación —aun sin llegarse a ver como la versión originalmente prometida—.
Es la edición que queda para la posterioridad y, aunque en base a lo dicho atrás pueda parecer para bien, requiere matices. Porque Scholar no es simplemente Dark Souls II con mejoras, es una campaña rediseñada que cambia enemigos de sitio y añade otros nuevos donde antes había menos o ninguno. Los ogros de los Bosques Sombríos y los soldados de la Fortaleza perdida se adelantan al bosque de los Gigantes caídos para ofrecer algo más de reto; el Perseguidor hace honor a su nombre y reaparece en varios lugares nuevos; los caballeros blancos de Heide que antaño abandonaran su hogar y merodeaban el mundo ahora se agolpan allí y corren a por nosotros después de derrotar al Jinete de dragón... La lista es tan larga como para hacer un texto aparte.
Algunos de estos cambios fueron positivos, como el puente que podemos tirar de una patada en el muelle de nadie para crear un atajo hacia el jefe. Otros, más arbitrarios, como la aparición de más enemigos petrificados que requieren usar ramas de ataño fragantes o las escaleras que hacen que nos saltemos casi toda la Atalaya del dragón. Y otros, más cuestionables, como el sustancial aumento de invasiones offline o enemigos en lugares como Pico terrenal o Torreón de hierro. Desde siempre, se ha tendido a acusar a esta entrega de un exceso de emboscadas y multitudes al lado del primer Dark Souls y, si bien es cierto que hay algo de ello en cualquiera de las versiones, Scholar acusa más esa tendencia. Dark Souls II, el original, es bastante moderado, incluso fácil en comparación. Sobre todo si regresamos después de acostumbrarnos a los ritmos y exigencias de juegos como Dark Souls III o Sekiro.
Rejugando ambas edicios del tirón esta semana, ha sido difícil no pensar en Master Quest. Ya sabéis, la versión alternativa de Ocarina of Time que alteraba las mazmorras y subía la dificultad. En su origen se diseñó para el periférico japonés 64DD, aunque luego pudimos jugarla en Europa gracias a una versión coleccionista de The Wind Waker, y más tarde se incluyó en el remake de 3DS como un modo extra. Y esa es la palabra clave: “extra”. Master Quest no reescribió el original. Fue una subversión específicamente creada para que los fans se volviesen a poner a prueba desde que conociesen bien el original. Scholar of the First Sin por momentos parece eso mismo, la versión que uno juega de segundas, no en la que se inicia desde cero.
Probablemente sea tarde para pedir un selector inicial. No es que alguien de From vaya a leer esto. Y si lo hace, que proponga retocarlo a estas alturas. Pero el hecho de que no haya una versión definitiva —o al menos que sume el diseño de encuentros original con las mejoras de iluminación y rendimiento posteriores— le pega a un juego como Dark Souls II. Divisivo por naturaleza, y con razón. ¿Merecía ese 91 del que hablábamos al principio? En el contexto de 2014, por qué no. ¿Es mejor o peor que otros juegos con los que comparte nombre o estudio? Eso ya queda al gusto de cada uno.
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- Acción
Dark Souls II, desarrollado por From Software y distribuido por Namco Bandai Games para PlayStation 3, Xbox 360 y PC, es la secuela de Dark Souls, uno de los grandes RPG de acción de la actual generación.