Da algo de vértigo pensarlo pero los límites de lo retro, siempre difusos, avanzan con rapidez propiciando que títulos que alcanzaron hace ya tiempo los altares de los clásicos vayan cumpliendo no ya años, sino décadas. Veinte años cumple Castlevania: Symphony of the Night, un nombre ahora mítico que pisó el mercado en un momento de rechazo casi total a su estilo gráfico, pero que traía consigo un mensaje del futuro mucho más allá de su apariencia de epígono de una saga en decadencia.
En 1997, las cosas no pintaban muy propicias que digamos para los juegos bidimensionales. La tríada formada por PlayStation, Saturn y Nintendo 64 tenía obsesionados a todos los desarrolladores del mundo con una transición definitiva, universal y sin retorno hacia los juegos poligonales de perspectivas tridimensionales. Apoyados por una incipiente prensa online a la que también seducía esta idea, todos los estudios del globo, y bastantes jugadores, parecían pensar que las 2D estaban acabadas más allá de unos salones recreativos que también comenzaban a ser cosa del pasado.
Como las grandes obras de arte
Koji Igarashi no fue el máximo responsable inicial del desarrollo en este proyecto, pero terminó convirtiéndose en la cara visible de la saga Castlevania tras el mismo. Convertido tras este juego en toda una referencia del mundillo, ha explicado desde entonces en multitud de entrevistas casi todo lo que aconteció entre bastidores en aquel proceso. La pretensión del equipo de aumentar la duración de los juegos de la saga Castlevania, de proporcionar al jugador más contenido que el de un sidescroller al uso, y la voluntad de acercarse a Zelda, más que a Metroid, se han referido en multitud de ocasiones. Aun así, por más curiosidades que nos pueda contar ahora Igarashi, hay algo mucho más llamativo entre todo lo que ha tenido a bien relatar cada vez que se le ha preguntado sobre su gran obra. El diseñador nipón ha dicho en ocasiones que, ocupados como estaban en sus maratonianas sesiones de trabajo, ni él ni el equipo tenían plena conciencia de la trascendencia de lo que tenían entre manos. Se habla mucho ahora, con los videojuegos ya mucho más consolidados y normalizados en el imaginario popular de muchas personas, de si los juegos son o no obras de arte. El debate tiene su enjundia y continuará durante años, pero el arte lo hacen las grandes obras, y muchas de ellas han surgido de manera inesperada del talento de sus creadores, llevando las cosas mucho más allá de lo que ellos mismos esperaban. Castlevania: Symphony of the Night es una gran obra del videojuego, y trasciende con mucho lo que su equipo esperaba de ella, cedamos o no a la tentación de considerarla arte. El outsider bidimensional de Konami lanzado en 1997 es ahora un título que aparece en todas las listas de “los mejores juegos de la historia” que vemos periódicamente, y no es raro para nada verlo en las posiciones de honor. No es sorpresa para quienes lo jugamos en su momento, pero en este hecho nos encontramos con el mensaje en la botella que venía con la aventura de Alucard.
Castlevania: Symphony of the Night llegó por la puerta de atrás, cosechó buenas críticas en su momento y exhibe hoy orgulloso un seguimiento de culto acorde con su calidad. Otros juegos que aparecen en las listas de los mejores de todos los tiempos irán cambiando seguramente con los años, pero la influencia de la obra de Igarashi parece tan inmortal como el propio Alucard. El tiempo ha terminado poniendo las cosas en su lugar, y los juegos nacidos en los sistemas de transición al mundo poligonal, tan valorados y omnipresentes hace dos décadas, aguantan mucho peor el paso del tiempo a nivel visual que los entonces anticuados gráficos del castillo de Drácula. El juego, con su clasicismo tan atemporal, ha llevado más que bien el paso de los años y aún hoy transmite sensaciones de obra grandiosa, por más que ahora puedan parecernos más evidentes sus puntos menos brillantes, como algunas armas más bien demasiado poderosas que alteraban el juego en exceso. Son pequeñas lagunas que en ningún caso pueden empañar, incluso para quienes lo jueguen hoy, los impagables momentos que esta obra maestra brinda a quien se pone a sus mandos. Es imposible borrar de nuestra memoria esos diálogos introductorios que son historia del medio, el momento de encontrar el doble salto que nos permitirá acceder a nuevas zonas que hasta ahora se nos resistían, o la sensación de asombro al conseguir abrir el castillo invertido y comprender que aún nos quedan horas de disfrute, y finales alternativos, por delante. Felicidades.
El mejor Castlevania jamás creado. La saga pega un giro y como protagonista tenemos a Alucard, hijo de Drácula, que aliado con los humanos decide acabar con la vida de su padre. El látigo inicial desaparece, dándonos la excusa perfecta para poder usar un buen número de armas y protecciones a lo largo del juego.