Gamer, una raza en peligro de extinción
Créditos ilimitados, vidas infinitas, enemigos facilones, innumerables checkpoints, regeneración instantánea de salud, apuntado automático… A cada año que pasa, los juegos se hacen más y más fáciles. ¿Queda algo de desafío en este entretenimiento que antaño ofrecía retos constantes al jugador?
El pasado miércoles saltó la liebre que muchos jugadores veteranos nos temíamos que acabaría haciendo acto de aparición tarde o temprano: Hideo Kojima anunciaba que el próximo Metal Gear se apuntará a la moda de la regeneración instantánea de salud. Entre las declaraciones al respecto de dicho genio de la industria y gurú de los videojuegos, este humilde servidor de ustedes se queda con una frase: “Un poco de traición con cierto control es necesaria y aceptada”. Lo de “traición” no osaré ponerlo en duda, pues de hecho así es como se sienten los fans de la saga: traicionados ante la implementación de algo que, sin saber bien por qué, se ha convertido en obligación para cualquier videojuego. ¿De verdad es tan necesario meter con calzador algo en una franquicia que ni mucho menos lo necesita? ¿En qué momento se convirtió en dogma el hecho de convertir a los personajes de videojuegos en seres prácticamente inmortales cual marine de Doom con el God Mode perpetuamente activado?
La regeneración automática de salud es algo así como la culminación a años de constantes concesiones al jugador. Han sido excesivas concesiones, y cada vez más radicales, las que han propiciado que los videojuegos tengan cada vez más de “video” y cada vez menos de “juegos”. En la actualidad, prácticamente lo único que diferencia a un videojuego triple A de un blockbuster cinematográfico es que el jugador debe empujar el stick analógico para avanzar y pulsar el gatillo de manera repetitiva en lugar de darle únicamente al Play. La acción, los eventos, los sucesos ya prácticamente transcurren ajenos a las interacciones del jugador; así, el juego se desarrolla de manera automática (o semiautomática en el mejor de los casos) puesto que los programadores se han centrado en hacer que el jugador no tenga que preocuparse por nada. La dificultad, el desafío o el reto han sido borrados de un plumazo de la mayoría de títulos de primera línea del mercado; y no digamos ya la penalización. La sensación de perder algo si fallas (ya sean diez minutos de avance, armamento, una vida, un crédito…) ofrecía al jugador un incentivo para hacer las cosas bien, para jugar mejor, para superarse a sí mismo. Eso también se acabó largo tiempo atrás, junto a tantas otras cosas.
¿Pero cuál es el origen de esto que unos llaman facilidad vergonzante y otros accesibilidad necesaria? En algún momento, que unos ubican al comienzo de la generación de los 128 bits y otros algún tiempo antes, un pánico aterrador, que nadie sabe de dónde vino ni por qué, sacudió a la práctica totalidad de la industria: miedo a frustrar al jugador, a hacer que se sienta superado, a ofrecerle retos que no pueda superar por sí mismo. Tradicionalmente, para eso estaban los niveles de dificultad y otros atajos como los clásicos trucos. Pero no, el riesgo era excesivo para la industria. Un jugador cabreado podía no seguir jugando al título en curso o a una futurible entrega de una misma saga, así que empezaron las concesiones. De esa manera acabaron cayendo el contador de créditos, el marcador de vidas, la dificultad de los enemigos, la barra de salud… Cuando Nintendo buscó con sus DS y Wii al jugador ocasional y lo encontró de forma masiva, la situación empeoró incluso más: al tratar con un jugador sin experiencia, se llevaron a cabo más concesiones en lugar de permitir que dicho nuevo usuario aprendiera a jugar y a superarse por sí mismo.
Ahora volvamos atrás en el tiempo, a las décadas de los 80 y 90, más en concreto a las generaciones de los 8 y 16 bits y a la edad dorada de las máquinas recreativas. Entonces los juegos eran difíciles, algunos incluso prácticamente imposibles. Se decía que esto era así para alargar la vida de títulos en su mayoría de escasa duración, puesto que la tecnología de la época no daba para mucho más, mientras que en el mercado recreativo lo que se buscaba era que el usuario viera la pantalla de Game Over cuanto antes para que así el suministro de monedas fuera constante. Pero olvidémonos de los motivos y centrémonos en un dato irrefutable: No había miedo ni temor alguno por parte de la industria a la hora de ofrecer al jugador un desafío que requería una gran habilidad por su parte para ser superado, ni éste salía corriendo despavorido a llorar a un rincón o renegaba de los videojuegos para dedicarse al parchís cuando se enfrentaba a dichos desafíos y fallaba en el intento.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando en las cajas se vendían videojuegos completos que incluso iban acompañados de algo llamado manual de instrucciones (prospecciones arqueológicas indican que dichos manuales solían ubicarse en el interior de las cajas, a la izquierda del disco), el jugador tenía que superar desafíos incluso en lo que a avanzar por el propio escenario de juego se refería. Las aventuras gráficas eran el perfecto ejemplo, pero ni mucho menos el único, de que los retos a la hora de avanzar no los ponían solo los enemigos a los que había que enfrentarse. Hoy día no hace falta que el jugador tenga que buscar el camino por sus propios medios, o deba resolver un molesto puzle para que la vía de acceso quede libre. Fuera agobios, fuera incertidumbre, fuera libre albedrío. ¿Quién necesita todo eso, cuando lo importante es avanzar y avanzar hasta ver el final?
Dicen que el asno no es un ser que destaque por su inteligencia. No nos vamos a poner aquí a medir el coeficiente intelectual de tan noble animal, aunque desde luego podemos asegurar que es todo un Einstein si comparamos su capacidad de raciocinio con la de la inteligencia artificial de la inmensa mayoría de juegos actuales. Bien es verdad que los juegos de antaño no podían ni mucho menos manejar las complejas operaciones que un sistema de la actualidad puede controlar sin despeinarse. La IA de los enemigos de un juego como el primer Doom daba para poco más que detectar la posición del jugador, enviar un proyectil a dicho emplazamiento y acercarse de frente, haciendo como mucho eses para tratar de esquivar las balas del protagonista. Sin embargo, uno no podía evitar mojar los paños menores cuando debía encararse con un Baron of Hell, un Spider Demon o un Cyber Demon. Ahora las cosas han cambiado. Las plataformas de juego actuales pueden generar ejércitos enteros que son conscientes de todo lo que les rodea. Se cubren, nos flanquean, se rascan el trasero cuando les pica y se hurgan la nariz cuando no tienen un pañuelo a mano.
A decir verdad, algo de dificultad en los juegos actuales hay: dificultad a la hora de morir. Con tanta ayuda, con tanta regeneración, con tanta guía y automatismo, morir es casi una empresa imposible. Pero todos tenemos un mal día, y puede que en un momento dado, a pesar de que las heridas de tu personaje se curan a una velocidad de infarto, es posible que llegues a morder el polvo. No te preocupes, a todos nos ha pasado, incluso en estos tiempos que corren. No hay problema, ya que vuelves a aparecer justo en el mismo sitio, con tu equipamiento intacto, e incluso puede que ese enemigo que te ha derribado haya sido eliminado por el propio juego. Por malo, por no seguir las reglas, por haber retrasado un nanosegundo tu continuo avance.
En generaciones pasadas los usuarios peceros, suertudos ellos, podían grabar su avance en cualquier momento. Los aficionados a las consolas no teníamos tanta suerte. Desde kilométricos passwords hasta tarjetas o pilas internas de muy limitada memoria, no existían medios suficientes para permitir otra cosa que no fuera como mucho dar la opción de grabar la partida al finalizar un nivel. Los juegos que brindaban la posibilidad de grabar en cualquier momento acababan haciendo más mal que bien (algunos recordarán el Hexen de PS1, cuya grabación de partida exigía una Memory Card entera), así que empezaron a utilizarse habitualmente los checkpoints, o puntos de salvado, para dar la opción al jugador de salvar su proceso en unos juegos cuyos niveles se hacían cada vez más y más largos.
Allá por el año 1983 llegó a los salones recreativos algo increíble, pasmoso, espectacular, sorprendente. Cuando la tecnología de la época daba para poco más que arrejuntar unos cuantos píxeles en pantalla hasta que dieran forma a algo parecido a un gorila cabreado, una nave espacial o un marciano, de pronto nos encontrábamos con un tal Dragon’s Lair, título cuyo apartado visual era idéntico al de una película de dibujos animados. Ah, pero resulta que aquello tenía truco. No es que Dragon’s Lair se viera igual que una película de dibujos animados, es que era una película de dibujos animados. La única diferencia residía en que sus secuencias, gracias a la por entonces revolucionaria tecnología digital permitida por el Laser Disc, podían saltarse de un punto A a un punto B en un instante, sin necesidad de rebobinado alguno. Ello permitió que se diera la posibilidad al jugador de controlar dichos saltos de secuencia (por ejemplo, pulsar la palanca hacia la derecha para activar una secuencia de avance en el juego, mientras que pulsar un botón erróneo activaría una secuencia de muerte).
En fin, que más que de videojuego habría que hablar de película interactiva. Pero el invento, gracias sobre todo a su espectacularidad visual, fue un éxito que permitió el desarrollo de más títulos. Luego llegó la era del CD, y los dibujos animados interactivos se convirtieron en películas interactivas (quién no recuerda aquellos casposos y horripilantes títulos que infectaron el catálogo del malogrado Mega CD), hasta que la moda pasó y eso de pulsar un determinado botón para que la secuencia siguiera su curso ya no gustaba a nadie. Pero he aquí que a finales de los 90 se lanzó un auténtico juegazo, de nombre Shenmue, que le dio una vuelta de tuerca a la fórmula Dragon’s Lair, rebautizándola como QTE (siglas de Quick Time Event). Con el QTE había nacido un nuevo engendro que no tardó en extenderse como la malaria. Y es que los programadores encontraron en ello la forma de camuflar espectaculares secuencias cinemáticas en forma de absurdos y sencillotes minijuegos (pulsa el botón X para que Kratos destripe a la quimera; pulsa el botón A para que Marcus Fenix abra en canal a un locust…).
Con el tiempo, esto de los QTE no ha hecho más que extenderse, siendo su abuso especialmente preocupante en los juegos que hoy día pueden considerarse herederos de las aventuras gráficas de antaño (Heavy Rain o cualquiera de los sobrevaloradísimos juegos de Telltale Games). En fin, que para resolver un puzle ya no hay que poner en marcha las neuronas, ni para matar a un enemigo hay que demostrar habilidad con el pad de control. Tú solo pulsa el botón A, que nosotros ya ponemos en marcha una secuencia con la que no podrás interactuar, pero que será espectacular de la leche, y nos encargamos del resto. Relájate, no te preocupes por nada. Estás en el tren de la bruja. Y sin escobas, no vaya a ser que al jugador le resulte incómodo y se nos agobie.
Y claro, pasó lo que suele pasar. La gran N apartó a un lado al jugador que ya no podía sostenerla, y se centró en ese usuario ocasional que gusta de jugar al tenis pulsando un único botón o de comprar tablas de ejercicio para almacenarlas en el armario. Que la mayoría de sagas Nintenderas tienen un look infantil y apastelado que tira de espaldas no es ningún secreto, con Mario y sus mundos repletos de colorines y nubes sonrientes como principal punta de lanza de este hecho. Sin embargo, da igual si uno tiene diez, veinte, treinta u ochenta años. Al igual que las películas de Pixar, los juegos de Nintendo han sido tradicionalmente para todas las edades, y desde luego eso es algo que nadie puede poner en duda. ¿El secreto? Pueden parecer infantiles, pero la jugabilidad que atesoran en su interior es muy, pero que muy madura. Sin embargo esto parece que ya no es así. Si analizamos los últimos títulos de Mario lanzados al mercado, nos damos cuenta de que cada vez son más fáciles. El desafío que antaño nos encontrábamos nada más comenzar a jugar en un Super Mario World o en un Yoshi´s Island ahora hay que buscarlo bien en niveles aislados o bien una vez muy avanzado el juego, siendo el resto un paseo diseñado para jugadores ocasionales.
Survival horror: dícese del término o género acuñado por Resident Evil en 1996, del que juegos como el primer Alone in the Dark ya eran partícipes. En esta clase de títulos, generalmente de temática terrorífica, es común la indefensión del jugador ante los retos a los que debe enfrentarse. Dicho de otro modo: el desafío a superar desborda a nuestro personaje. La munición escasea (si es que hay munición), a duras penas podemos mantener nuestra salud en niveles aceptables, y para colmo el escenario también juega en nuestra contra, planteándonos continuos retos y poniendo innumerables trampas en nuestro camino. Si encima un bicho de la categoría del Nemesis de Resident Evil 3 se nos pone delante, entonces ya sí que no queda otra: dar media vuelta y a correr por nuestras vidas. El survival horror era un género desafiante, casi podríamos decir que estresante, en el que tomábamos el rol de simples humanos claramente superados por las circunstancias. Como bien sabéis, hoy lo poco que queda de survival horror solo podemos degustarlo por vías independientes, ya que dicha disciplina ha sido fagocitada, como tantas otras, por el shooter descerebrado. Fuera la tensión, fuera la escasez de munición, adiós a la necesidad de sobrevivir ante un peligro que nos supera.
Desde tiempos inmemoriales, el hombre gusta de medírsela con otros hombres solo para demostrar que es él, y no otro, el que la tiene más grande. O, en el peor de los casos, para tratar de animarse al comprobar que aunque la suya no sea enorme, al menos se encuentra por encima de la media. Hablamos de la tabla de puntuaciones, por supuesto. Desde aquellos lejanos tiempos en que los más famosos parroquianos de los salones recreativos eran aquellos cuyas iniciales permanecían día tras día plasmadas en lo más alto de las tablas de records de los arcades de moda, al jugón le pone ver que su numerito es más grande que el del resto de la plebe. Con la llegada de Internet, ya no solo se puede ser el más famoso del barrio, sino del resto del orbe terráqueo, por lo que la obsesión por tenerla más larga que nadie se ha impuesto incluso al simple hecho de divertirse jugando. La jugabilidad ha pasado a un plano secundario. Da igual si el juego es un paseo por el parque, da igual si la IA da vergüenza ajena. Lo importante es amasar cuantos más puntos mejor y desbloquear logros a mansalva, para luego subirlo todo a la red de redes y aumentar nuestro ego. O en otras palabras: Me he aburrido como una ostra durante 30 horas, pero eh, ¡tengo el trofeo platino! ¡Yupi! Las compañías, cómo no, responden sin dudarlo a lo de sacar la pajita más larga, por lo que se centran en construir unas tablas de clasificación la leche de molonas en lugar de hacer sus juegos mínimamente desafiantes. Ya hemos citado anteriormente como ejemplo a los títulos de lucha, aunque obviamente esto se puede suscribir a muchos otros géneros.
Además, por si fuera poco los trucos siguen existiendo pese a lo sencillo que ya de por sí resulta todo, solo que en esta ocasión vienen en forma de DLCs de pago. Desde las gemas de Street Fighter Vs. Tekken hasta las armas más rimbombantes o el vehículo más cañero del último shooter de moda, si la tienes más gorda que el resto (la cuenta corriente, se entiende), puedes adquirir aún más ventaja ya sea en la parcela monojugador o en el terreno online. Cada vez son más los títulos que ofrecen estas ventajas extra previo pago. Los desarrolladores aseguran que no, que en realidad todo está regulado y un jugador no tiene por qué tener ventaja sobre otro a pesar de armarse hasta los dientes a golpe de DLC o micropago, pero la realidad, como bien sabemos, es distinta. Poniendo como ejemplo el reciente GTA V, a uno se le cae el alma al suelo cuando entra a un Ammu-Nation y se da cuenta de que existe toda una hilera de armamento, la cual cubre una pared entera, que no podemos comprar con dinero del juego. Aún no sabemos de qué armas se trata, pero ya se nos advierte previo mensaje que a no mucho tardar comenzarán a llegar los DLCs, y que si queremos acceder a dicho arsenal extra tendremos que poner nuestra tarjeta de crédito encima de la mesa en lugar de la de Michael, Franklin o Trevor.