Sudáfrica gana su cuarto Mundial de rugby y reescribe la historia
Los Springboks ganan su cuarto Mundial ante una Nueva Zelanda mermada por la expulsión de Cane y ya son el equipo más laureado de siempre en este evento.
Sudáfrica no juega finales, las gana. El viejo axioma seguirá siendo válido al menos durante cuatro años, porque este sábado los Springboks se hicieron en París con su cuarto entorchado Mundial en otros tantos partidos por el título. El que les desempata con Nueva Zelanda, su víctima propiciatoria (11-12) por segunda vez (ya batieron a los All Blacks en la de 1995), y les deja solos en lo alto del palmarés. Uno que reescribe la historia de este deporte, que da argumentos, a quién los quiera, para poner en entredicho la supremacía histórica de los kiwis.
Cómo un equipo que solo ha sido capaz de anotar dos ensayos entre cuatro finales ha alcanzado la condición de tetracampeón es algo que se explica a través de nombres como Eben Etzebeth, como Pieter-Steph Du Toit, como Siya Kolisi o como Duane Vermeulen. Un ADN especial. El oficio antes que el arte, la prosa siempre por encima de la lírica. A Sudáfrica le importa el resultado, no el camino hasta él, y de hecho ha ganado sus tres últimos partidos del Mundial por un punto. Y esa, la del superviviente nato, suele ser una aproximación inteligente a cualquier deporte. Novak Djokovic no será el tenista más estético del Big Three, pero es el que más Grand Slams ha ganado.
Esa analogía le encaja a Sudáfrica, que llevó hasta las últimas consecuencias su plan de juego: dominar los puntos de encuentro, renunciar a la transmisión y aplicar una presión inclemente en defensa. Y se lo intubó a los neozelandeses, perdidos en la primera parte en un mar de camisetas verdes, con la segunda y la tercera de los Bokkes de cacería a las órdenes de un Etzebeth omnipresente, imperial. Ayudaron sendas amarillas a Frizell y Cane, la primera al poco de comenzar el choque y la segunda pasado el ecuador del primer tiempo. Dos contactos a cada cuál más innecesarios, el de Cane finalmente sancionado con roja por el búnker.
Dice el historial de enfrentamientos entre ambos equipos que el que gana al descanso gana al final (con esta ya ha ocurrido ocho veces seguidas, 14 de las últimas 17). Así fue. Sudáfrica se fue con seis de renta al vestuario, todos los puntos en la pierna derecha de Pollard, que prácticamente no agarró un balón. Ni falta que hizo, porque la consigna era clara: los golpes de castigo, a palos. El compromiso Springbok con la premisa por momentos rayó lo dantesco, y les pudo costar el partido, porque regalaron hasta tres posesiones en intentos de drop de Willemse y Kolbe, y ofrecieron a los All Blacks posibilidades de contraataque con esa preferencia por la patada.
Tuvieron sus momentos en la segunda parte los isleños, coincidiendo con las amarillas a Kolisi, que se libró de la expulsión porque su placaje alto fue más fortuito, o al menos esa impresión dejó, que el de Cane, y a Kolbe por un adelantado intencionado para frenar una peligrosa ofensiva oceánica. Hasta en dos ocasiones pudieron tomar la delantera los hombres de negro, primero con la conversión de un ensayo de Beauden Barrett, el único de la final, errada por Mo’unga, y después con un intento a palos lejano de Jordie Barrett que se perdió a la izquierda de la H.
La Bomb Squad resiste
Se leyó en la cara de Ian Foster, el seleccionador neozelandés, que por ahí se le había escurrido la Copa Webb Ellis de las manos a su equipo. Intuía bien. La Bomb Squad sudafricana, ese pack de siete delanteros saliendo desde el banquillo, aguantó el pulso, por momentos una epopeya. Sudáfrica apretó los dientes, bajó el culo y continuó con la receta aplicada durante todo el partido (placaje, placaje y más placaje), maniatando a Mark Tele’a y a un Will Jordan que se quedó sin el noveno ensayo, que le habría dado una página en la historia de los Mundiales. El tope en una edición seguirá en ocho, de él mismo, Lomu, Habana y Julian Savea.
Sí escribieron la suya los Bokkes, dos veces indemnes en dos finales ante el que, hasta este sábado, se señalaba más o menos de forma unánime como el mejor equipo de este deporte, si no de cualquier deporte. En 1995 fueron los Du Randt, Wiese, Pienaar, Stransky, Small y cía. En 2007, los Botha, Matfield, Smit, De Villiers... Hace cuatro años, la primera oleada de esta generación, la de Etzebeth, Kolisi, De Klerk, Mbonambi o De Allende. Muchos de ellos en su último partido internacional este sábado (como el All Black Sam Whitelock, que podía convertirse en el primer jugador con cuatro oros), todos parte de una estirpe aparentemente sin fin. La de los Springboks campeones.
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