Zorrilla expresa sus primeras dudas
La afición del Real Valladolid pitó por momentos el mal juego de su equipo ante el Alcorcón y lo castigó vaciando la grada antes del silbatazo del árbitro.
Hay silencios que resultan más atronadores que los altos decibelios, muestras de indiferencia más dolorosas que el ruido, que se clavan dentro como puñales cuando uno parece decir “otra vez”. Otra vez el Real Valladolid, como tristemente tiene tan acostumbrada a su afición en las últimas temporadas, volvió a tropezar en una cita en la que no debía, si es que alguna vez debe hacerlo en casa, ante un Alcorcón que dejó atrás un aroma a déjà vu al marcharse con los tres puntos en una noche tirando a fría, más otoñal que de agosto, aunque el mes vaya muriendo como lo hace, de forma inexorable, la capacidad de cambiar piezas en el mercado.
El inicio, tirando a estimulante, no por ocasiones, ausentes, sino por la dominancia, presente, llamó a que los 16.301 espectadores pensaran en una jornada de esas dentro de “lo normal”, como si no fuera Zorrilla un sitio en el que el Cádiz ganó el año pasado sin saber muy bien cómo o del que el Ibiza se escapó con un punto hace dos de la misma manera. En realidad, lo de no saber cómo es una manera de hablar: como el Alcorcón, lo hicieron bien; ejecutaron bien su plan de partido, tanto que no se puede negar que merecieron que el marcador les fuera favorable.
De esos más de 16.000 aficionados que había cuando se cerraron los controles de acceso, ciento y pico minutos después, cuando Fuentes Molina decretó el final, eran unos cuantos miles menos los que quedaban en la grada. A muchos, ya antes del 0-2, recibido en el añadido, pero también después de él, en los segundos que se siguió jugando, les pudo la apatía que su equipo les había contagiado al ser incapaces de inquietar de verdad al equipo que llegaba como colista.
A decir verdad, el runrún fue una tónica bastante generalizada durante el partido, no con fuerza, pero sí como ese susurro con el que Zorrilla juzga cuando lo hace como solo Zorrilla sabe. La tímida promesa de los primeros minutos dejó paso a las dudas y la incertidumbre al ver que el conjunto de Pezzolano no disparaba a puerta, al desconcierto cuando Jacobo González mató la araña que colgaba de la escuadra de John y a la inquietud cuando, en la segunda mitad, el Pucela insistía en los errores que provocaron el gol y que le hacían ser inofensivo, empezando por la posición de Escudero, pero no solo; lo que había que mejorar era bastante más.
Poco a poco, entre el murmullo se fue colando sonido de viento, silbado a un volumen claramente más alto en momentos determinados como en el cambio del debutante Gustavo Henrique, así como los gritos de protesta contra Ronaldo Nazário, con los que la frustración por el mal juego (y algo más) salió a relucir. Sin ser nada que resultase atronador, el rumor de la grada fue como lo en el templo blanquivioleta “en esas tardes”; como ese soniquete que se te mete en la cabeza y que no acabas de darte cuenta de que lo tenías y de lo molesto que era hasta que calla.
Sucede que, al contrario que el arrullo de la paloma que anida en la ventana del patio interior, pero en la del vecino, uno casi prefiere que esté antes el ruido que el silencio con el que desfilaron esas miles de almas, dando la espalda no al sentimiento, que ese lo mantienen vivo los más de 22.000 abonados con los que cuenta el club, sino a un equipo al que su reconstrucción no le ha de valer como pretexto para perpetrar una actuación tan decepcionante ante un Alcorcón al que solo el cansancio de Castro, la falta de fe de Artola o el desacierto de Víctor García le privaron de darle un tortazo aún más ensordecedor que ese silencio.