Los Futbolísimos - El misterio del córner más largo del mundo - Capítulo 4
El misterio del córner más largo del mundo

Esa noche dormí muy mal.
Tuve una pesadilla: un montón de adultos invadían el campo de fútbol cuando estaba a punto de terminar el partido.
Gritaban e insultaban al árbitro, que tenía que huir corriendo.
Y después… ¡también me gritaban a mí!
—¡Pakete, que eres un Pakete!
—¡Vergüenza te debería de dar!
—¡Por tu culpa no vamos a ir al Tirirí!
—¡Nos vamos a perder el viaje al Caribe!
Yo solo estaba en el córner, con el balón delante de mí, y no entendía qué ocurría.
—Pero ¿por qué os metéis conmigo? ¿Si yo no he hecho nada?
Los adultos parecían muy enfadados.
Comenzaban a tirarme cosas: latas de refrescos, almohadillas, piezas de fruta.
Yo echaba a correr.
Quería escapar de allí.
Pero no podía avanzar. Aunque lo intentaba, mis pies no se movían.
Ya he dicho que era un sueño, y en los sueños pasan cosas muy raras.
Para colmo, llegaba la entrenadora Schröeder y me gritaba:
—Das mötche ich lieber nitch!
O sea:
—¡Preferiría no hacerlo!
Yo gritaba:
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Entonces… una luz me despertó.
Eran los primeros rayos de sol del día, colándose por la ventana de mi cuarto.
Me incorporé de golpe y respiré hondo.
Estaba sudando.
Menos mal que había sido un sueño.
Miré el despertador: 07:05.
Era lunes y había colegio, así que me puse en marcha.
Salí de la cama y me fui directo a la ducha.
Después, cogí mis cosas, las metí en la mochila y bajé las escaleras. Abajo se podía oír a mis padres en la cocina, cuchichear.
No podía quitarme de la cabeza lo que me habían dicho la noche anterior en el coche.
O más bien, lo que no me habían dicho.
Cuando les pregunté si ellos también habían invadido el campo de fútbol, mi madre que iba al volante, respondió:
—Francisco, eso son cosas de mayores.
—¡Si era un partido de la liga infantil! —protesté.
—Ya me entiendes —siguió ella—. Quiero decir que no es tan sencillo.
—Es muy sencillo —repliqué—: o invadisteis el campo y gritasteis al árbitro o no.
Ellos dos se miraron y mi padre intervino:
—Lo que tu madre quiere decir es que no es un sí ni un no.
—Exacto —corroboró mi madre—. Estábamos ahí en medio de todo el jaleo y, entre unas cosas y otras, nos vimos arrastrados al terreno de juego.
—Pero eso no significa que invadiéramos el campo —se justificó mi padre.
—Y aún menos que gritásemos cosas feas al árbitro —añadió mi madre—. O sea, que tal vez algo le gritamos, pero sin ánimo de insultar, solo por la tensión del momento.
—Vamos, que sí invadisteis el campo —resumí yo.
—Que no, que no —rebatió mi padre—. Digamos que nos vimos envueltos en medio de todo el lío sin querer.
—Invadir el campo a propósito, eso nunca —zanjó mi madre—. Fue más bien un empujón por aquí, un agarrón por allá, un «vamos a saltar que nos caemos», un «vaya la que se está liando»… Y sin darnos cuenta, como quien dice, terminamos rodeados de otros aficionados, saltando sobre el césped.
—Así ocurrió, Juana, ni yo mismo lo habría explicado mejor —resopló mi padre—. Te quiero tanto, cariño mío.
—Pues anda que yo, amorcito —suspiró mi madre.
En resumen: que no me quedó nada claro.
Y para colmo, mi hermano Víctor… ¡Me pegó una colleja!
—¡Ay! ¿Por qué me pegas tú ahora? —pregunté.
—Porque siempre estás preguntando cosas raras —contestó él—. Y, mira, por tu culpa, ahora están papá y mamá haciéndose cariñitos, puaj.
Y me soltó otra colleja.
Las dos especialidades de Víctor son protestar por todo y pegarme collejas.
Ah, bueno, y decir que es un incomprendido.
Algún día se le pasará la adolescencia y empezará a portarse como una persona normal.
Eso espero.
El caso es que la noche anterior no me aclararon lo que había ocurrido durante la invasión de campo.
Aquella mañana, cuando bajé las escaleras, me dije a mí mismo:
Voy a averiguar qué hicieron exactamente.
Estábamos en huelga hasta que todos los que invadieron el campo pidieran disculpas.
Necesitaba saber si mis padres eran unos de los que tenían que pedir perdón en público.
Enfilé la puerta de la cocina y nada más cruzarla, los dos me miraron con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Has dormido bien, pequeñín? —preguntó mi madre.
—Mira, hemos hecho tu desayuno favorito: tortitas de avena y miel —anunció mi padre.
Uy, uy, uy, aquello me sonaba rarísimo.
¿Un lunes normal y corriente habían hecho tortitas para desayunar?
Algo estaba pasando.
—Qué bien —dije, y me senté en la mesa.
Mi madre me sirvió zumo recién exprimido.
Mi padre me puso delante las tortitas que acababa de hacer.
—He añadido sirope de caramelo —explicó—. ¿Quieres que le ponga un poco de nata?
Eso ya sí que era demasiado.
¿¡Nata!?
¿¡Un lunes a las ocho de la mañana!?
Los miré con los ojos muy abiertos.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —pregunté.
—Naaaaaaada —dijo mi padre—, que hemos hecho un desayuno rico para empezar bien la semana.
—Sí, eso es, todo muy normal —aseguró mi madre—. Deberíamos hacerlo todos los días, ejem.
Negué con la cabeza.
—Tenéis que contarme algo, ¿verdad? —dije.
Se miraron nerviosos.
Como no arrancaban, corté un trozo de tortita y me la llevé a la boca.
La verdad es que estaba buenísima.
Pude notar el sabor del caramelo deshaciéndose en la boca, ¡me encantaba!
Mi padre le dio un pequeño codazo a mi madre y le dijo:
—Venga, Juana, dilo tú, que tienes un pico de oro.
Ella suspiró.
—A ver, Francisco, esto es algo delicado —murmuró—. Tú sabes muy bien que en esta familia siempre te hemos inculcado valores muy importantes: la sinceridad, la empatía con los demás, el respeto al prójimo, la sinceridad…
—La sinceridad lo has dicho dos veces, mamá —señalé.
—Es que la sinceridad es esencial —reconoció mi madre—. A lo que iba. Lo que pasó ayer en el campo de fútbol fue un acto de violencia inaceptable.
—Totalmente inaceptable —corroboró mi padre.
Se notaba que ellos dos lo estaban pasando regular.
Yo seguí comiéndome la tortita por lo que pudiera pasar.
—Dilo de una vez, Juana, por favor te lo pido —suplicó mi padre.
—Está bien, Emilio, lo digo. Hala, allá voy —aceptó mi madre.
Me miró muy seria y dijo:
—Francisco, tenemos que decirte que…
¡DING, DONG! ¡DING, DONG! ¡DING, DONG!
Alguien estaba aporreando el timbre de la puerta.
—Ahí va, llaman, qué lástima —se justificó mi madre, que se había quedado a mitad de frase.
Aunque disimulara, parecía encantada de que la hubieran cortado.
Se dirigió hacia la puerta a toda velocidad.
Miré a mi padre, que estaba allí incómodo, sonriendo, sin saber qué hacer o decir.
—¿Quién vendrá tan temprano? —musitó—. Qué raro. Será mejor que vaya yo también a ver…
Y salió disparado.
¡DIN, DONG! ¡DING, DONG! ¡DING, DONG!
—Ya va, ya va.
Mi hermano se asomó desde el piso de arriba.
—¿¡Es que no se puede dormir en esta casa!? —gritó—. ¿¡A quién se le ocurre llamar a las ocho de la mañana!?
—Víctor, espabila, que al final llegarás tarde al instituto —le advirtió mi padre.
¡¡¡DING, DONG!!!
—¡He dicho que ya va! —exclamó mi madre—. ¡Seas quien seas, deja de aporrear el timbre, hombre, ya!

Me asomé desde la puerta de la cocina, yo también tenía curiosidad por saber quién sería.
Mi madre abrió la puerta al fin.
—¿¡A qué vienen tantas prisas por la mañana temprano!? —dijo.
A continuación, se quedó muda.
Mi padre, que estaba a su lado, también se quedó perplejo.
—¿Quién es, quién es? —preguntó mi hermano, desde lo alto de las escaleras.
—Víctor, ¿¡qué has hecho!? —le gruñó mi padre.
—No hemos venido por Víctor, hemos venido por Francisco —dijo una voz desde el umbral de la puerta.
En ese momento, entró en mi casa Antonia Bermejo seguida de otro agente, ambos de uniforme.
La jefa de la policía del pueblo me buscó con la mirada y me señaló.
—Francisco García Casas, tienes que acompañarme —dijo muy seria.
—¿¡Yo!? ¿¡¡¡Por qué!!!? —exclamé, atragantándome con la última tortita que me estaba tomando.
—Te lo explicaremos en la comisaría —contestó ella, sin inmutarse—. Como eres menor, la ley exige que te acompañe un tutor.
—Yo voy con el niño, que para algo he sido policía muchos años —dijo mi padre.
—De eso nada, voy yo —aseguró mi madre—. Emilio, que tú te pones muy nervioso, déjame a mí.
—Sí, casi mejor —dijo mi padre, agarrándose al perchero de la entrada para sostenerse en pie—. Espero que no sea nada grave. Antonia, mujer, ¿no puedes adelantarnos algo?
—Lo siento, pero ya sabes que las normas son las normas —se excusó ella—. En comisaría le haré unas preguntas al niño en presencia de su tutor y le explicaré todo.
—Ay —suspiró mi padre.
—Vamos, Francisco, no te preocupes de nada —dijo mi madre, cogiéndome de la mano.
—Un poco sí que me preocupo —admití.
Según salíamos a la calle, pude oír la voz de mi hermano al fondo.
—¡Ya la ha liado el enano, y luego siempre el malo soy yo!
Ni en un momento así podía estar callado.
Subimos a la parte trasera del coche patrulla.
Y el automóvil se puso en marcha.
Según cruzábamos las calles del pueblo, pensé en la cantidad de veces que había ido con mi padre en su coche de la policía.
Pero esta vez era muy distinto.
Yo iba atrás.
Observé a Antonia Bermejo, al volante. Y al otro agente, con la gorra ajustada.
Iban en silencio.
Mi madre me cogió la mano.
—Todo irá bien, ya lo verás —me dijo.
Me alegré de que estuviera allí, a mi lado.
Una vez dentro de la comisaría, nos hicieron esperar un rato sentados en un banco de un pasillo.
Y luego, al fin, pasamos a un despacho.
—Podéis sentaros —indicó Bermejo.
A un lado de la mesa, estaba la jefa de policía, revisando unos papeles.
Al otro lado, había dos sillas que ocupamos mi madre y yo.
En medio, había una máquina grabadora y unos micrófonos.
Bermejo accionó un botón rojo y se acercó al micrófono.
—Lunes, ocho y veinticinco de la mañana —dijo—. La inspectora Antonia Bermejo se dispone a interrogar al menor Francisco García Casas, de once años de edad. Se encuentra acompañado de su madre, Juana Casas…
—Juana Casas Guerra —añadió mi madre.
—Juana Casas Guerra —repitió la inspectora.
Todo aquello me impresionó bastante.
Era como estar en una película policíaca o algo así.
—¿Estoy detenido? ¿De qué se me acusa? —pregunté.
—No estás detenido… por ahora —explicó Bermejo—. Esto es solo un interrogatorio.
—¿¡Cómo que «por ahora»!? —exclamó mi madre—. Mi hijo solo tiene once años, no se le puede detener.
—Bueno, eso es un poco relativo —contestó Bermejo—. Evidentemente, no puede ir a la cárcel. Pero si fuera necesario, se le podría poner un castigo, o derivar su caso a los servicios sociales. De momento, como he dicho, esto solo es un interrogatorio. Como tutora, si lo prefiere, puede pedir la presencia de un abogado.
—Qué abogado ni abogada —replicó mi madre—. Antonia, que aquí en el pueblo nos conocemos todos, ¿de qué va esto?
—Espera un segundo, enseguida lo comprenderéis —dijo Bermejo, consultando los papeles que tenía delante—. Solo serán unas pocas preguntas. Francisco, responde con sinceridad, por favor. Ayer a las 20.00 horas, ¿te encontrabas en la carretera de salida de Sevilla la Chica, la C-311?
—Sí —afirmé, un poco agobiado.
—Pues claro que se encontraba allí —dijo mi madre—, si tú misma lo viste.
—Por favor, Juana, déjame continuar —pidió Bermejo—. Todo esto se está grabando para el informe. A ver, Francisco, ¿qué hacías en esa carretera?
Miré a mi madre buscando ayuda.
Ella asintió con la cabeza.
—Tú cuenta la verdad, mi amor, no hay nada que esconder —me dijo.
—Pues estaba allí con mis amigos del Soto Alto —respondí—. Habíamos ido desde la plaza, dando un paseo. Después de la que se había liado en el partido, decidimos ponernos en huelga. Como nadie parecía tomarnos en serio, cortamos la carretera, como una acción de protesta.
—Entonces, ¿admites que cortaste la carretera C-311? —siguió Bermejo.
—La cortamos entre todos —comenté—. La violencia en los campos de fútbol va a más y queríamos protestar…
—¿Sabes que cortar una carretera es ilegal? —me interrumpió.
Me encogí de hombros.
—Responde al micrófono, por favor —me pidió Bermejo.
—Supongo, no estoy seguro —dije.
—Esto es absurdo —intervino mi madre—. Si has traído al niño para darle una lección por lo que hicieron, que sepas que su padre y yo ya le hemos regañado.
—No pretendo dar una lección a nadie —negó Bermejo—. Se han presentado más de treinta denuncias por cortar una carretera pública, con el consiguiente perjuicio y riesgo para los coches que circulaban por allí.
—Lo siento, no pensábamos que se fuera a montar un atasco tan gordo —dije.
—¿Quién ha puesto esas denuncias? —preguntó mi madre.
—Eso no te lo puedo decir, Juana —rebatió Bermejo, y volvió a mirarme a mí—. ¿Quiénes cortasteis la carretera exactamente?
—Nos viste ayer en medio de la carretera con la pancarta —dije—. Los nueve integrantes del equipo Soto Alto.
—¿En algún momento tuviste la sensación de que había algún peligro?
—No. Al principio no venía nadie. Luego llegó Genaro en su furgoneta y se detuvo sin ningún problema.
—Pero hubo pitidos y gritos.
—Sí, claro, algunos protestaban por el atasco; otros, sin embargo, nos apoyaban. Aurelio puso en medio su tractor para ayudarnos.
Bermejo hizo una pausa, como si estuviera pensativa.
Cogió un bolígrafo y repasó uno de los papeles que tenía en la mesa.
Tras unos segundos que se me hicieron eternos, levantó la vista.
Me miró fijamente.
Y dijo:
—Al parecer, la idea de cortar la carretera fue tuya.
Casi me caigo de la silla al oír aquello.
—Yo… o sea…
—¿Tuviste tú la idea, cariño? —dijo mi madre, sorprendida.
Traté de recordar cómo había ocurrido todo.
Ya no estaba seguro.
Puede que sí, yo había sugerido hacer el corte de la carretera.
—Pakete, digo Francisco, responde la verdad, por favor, es importante —me pidió Bermejo—. ¿Quién propuso cortar la carretera?
Me acerqué al micrófono y con un hilo de voz, dije:
—Yo lo propuse.
—¡Francisco! ¿¡Cómo se te ocurre algo así!? —exclamó mi madre.
—Porque los adultos habían invadido el campo de fútbol y queríamos protestar —me justifiqué.
—¡Pamplinas! —soltó mi madre—. ¡La invasión de campo y la violencia en el fútbol son intolerables! ¡Pero eso no te da derecho a cortar calles o carreteras en mitad de la noche! ¡Podía haber ocurrido una desgracia! ¡Ay!
Bajé la cabeza, un poco avergonzado.
Me fijé en la luz roja de la máquina. ¿Quién oiría aquella grabación? A lo mejor se reunían un montón de policías para analizar mis respuestas.
Me estaba agobiando bastante.
Levanté la mano.
—Perdone, señora Bermejo —dije—. ¿Podría decirme cómo ha sabido que la idea de cortar la carretera fue mía?
—Varios de tus compañeros me lo han contado —contestó, como si fuera lo más normal del mundo.
Aquello me dolió aún más.
—¿Quién se lo ha contado? —pregunté—. ¿Toni? ¿Camuñas…?
—No te lo puedo decir —dijo Bermejo—. Por el momento, estamos intentando aclarar lo que sucedió, vamos paso a paso. Como ya os he dicho, hay muchas denuncias. Tenemos que investigar. Después, ya veremos.
—¿Y por qué no investigan también lo que pasó en el campo de fútbol por la mañana? —dije.
—Francisco, no le digas a la policía lo que tiene que hacer —me reprendió mi madre, y después se dirigió a Bermejo—. Bien pensado, el niño tiene razón: eso también habría que investigarlo, digo yo.
—Muy interesante vuestras sugerencias —zanjó Bermejo—. Bueno, por hoy hemos terminado el interrogatorio.
—¿Ya? —preguntó mi madre—. ¿Y ahora qué?
—Pues ahora seguirá la investigación y veremos —respondió la policía—. Este es un asunto muy serio.
Bermejo me lanzó una última mirada antes de salir del despacho.
—Puedes irte —me dijo—. Pórtate bien. Ah, y a ver si metéis un gol el domingo y ganáis el partido. Vaya tela con el córner…
