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La mujer en Yeda: gimnasios, piscinas y centros comerciales

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El recepcionista me mira acongojado y musita un "no" que casi no se oye pero suena a portazo. Acabo de preguntarle si puedo usar la piscina del hotel. "No, no". "¿Pero no tiene, acaso?", escucho mi voz. Otra vez la congoja, la respuesta de ojos bajos. "Sí, pero usted no puede usarla". Yo. En los ocho días de estancia en Yeda para cubrir la Supercopa. Yo, mujer. El bañador nunca saldrá de mi maleta. Mi sexo es su candado. Gimnasio sí puedo utilizar, pero el recepcionista respira a medias. "Tenemos uno pequeñito, sólo para ladies, abre de 08:00 a 23:00 y está en la sexta planta. Si quieres ir, yo debo acompañarte, para abrirlo". Llevo 24 horas en Arabia y es la primera vez en toda ellas que siento que mi cuerpo es mi cárcel.

"Es Yeda la ciudad más cosmopolita de Saudí", José Galán no ha dejado de decírmelo. Y yo no había dejado de sentirlo desde que el domingo aterricé en Arabia Saudí. Manga larga, pantalón ancho, un largo pañuelo negro sobre los hombros por si debía taparme el cabello. Pero no, no hizo falta. Ni en la cola de la aduana, ni en el control posterior, ni dentro del hotel, ni fuera de él. Era la única mujer que ayer por la tarde iba en pantalones vaqueros en un centro comercial de Yeda. Si había otros los tapaba la larga tela negra de la abaya, hasta los pies. Ellos visten túnicas blancas, pañuelo a cuadros rojo sobre la cabeza. El complemento de ellas se llama niqab y de su rostro sólo permite que se les vean los ojos. Hoy, mientras comía, coincidí en el aseo con una mujer saudí que se limpiaba la cara. No se quitó el niqab ni delante de mí. Sólo lo levantaba, un poco con una mano, mientras con la otra se pasaba un pañuelo de papel por la piel. Pienso en esa frase del libro que me estoy leyendo, 'Máquinas como yo', de Ian McEwan. "Los antropólogos no juzgan. Observan y dan cuenta de la diversidad humana. (...) Lo que era malo en Warwickshire no tenía la menor importancia en Papúa Nueva Guinea". Lleva requiteando en mi cabeza desde que ayer la leí en el avión. "En el ámbito local, ¿quién podía decir lo que era bueno y lo que era malo?". No me miran extraño por mis vaqueros y mi camiseta occidental en un centro comercial en el que solo se pueden comprar abayas.

Yeda es una ciudad de aires acondicionados infernales, tráfico horrible y claxons impacientes. En la que se mezcla el lujo con edificios devastados en las calles desde las que ya es difícil ver la fuente del Rey Fahd, en la que llenar un depósito de gasolina de un coche grande son 20 euros al cambio y resulta raro encontrarse mujeres por la calle. Sólo se ven hombres. Salvo allá donde hay niños, el paseo marítimo cercano al hotel del Real Madrid y ese grupo a media tarde en la sombra de un edificio semiderruido, cercano a un centro comercial. Sólo a ellos. Pero yo no me siento diferente a otros países del mundo. No he sentido aún que mi cuerpo puede ser mi cárcel. Aún no ha llegado la noche.

La noche y esa puerta del McDonalds en la que yo no puedo entrar. Sólo hombres. La mía es la que está un poco más allá. "Familias". Allí están los niños, los matrimonios y las amigas. Una pared divide el local. Mis compañeros comen al otro lado. La puerta corredera que comunica ambos espacios sólo pueden cruzarla los empleados. Aún así sigo sin sentirme extraña o, mejor dicho, aún no debo. Vine de Warwickshire, esto es Papúa Nueva Guinea. Aún no he vuelto a mi hotel. Tengo dos preguntas que hacerle al recepcionista. Bueno, en realidad son tres. La piscina, el gimnasio y cómo se desactiva el maldito aire acondicionado de la habitación. Una noche, un resfriado. El primero es no, el segundo a medias y lo tercero no se puede. Es Yeda una ciudad con aceras impolutas (no hay colillas, ni una sola, por las calles) y parques de atracciones con montaña rusa en la tercera planta de un centro comercial, que se quiere abrir al mundo con el deporte pero en sus hoteles no han construido piscinas para que las usen las mujeres. Ellos sí. Son hombres. Sus cuerpos aquí no encarcelan.