Brabender: “Agarré al doctor y le dije: ‘Tengo que volver a jugar como sea’”
El escolta llegó a España en 1967, había firmado solo por un año con el Madrid, y aquí sigue 57 después. Leyenda del baloncesto español, máximo anotador de la historia del club blanco.
Wayne Brabender (Montevideo, Minnesota, EE UU, 1945) no es solo una gran leyenda del baloncesto español, sino una pieza absolutamente determinante en el devenir del Real Madrid más histórico (el de finales de los sesenta y los setenta) y de la Selección española. Un escolta-alero duro como una roca, enorme tirador y anotador con un gran primer paso y también defensor y reboteador. Talentoso y a la vez humilde y sacrificado, con un hambre por jugar que le llevó a superar todos los contratiempos. En 1973, en el Eurobasket de Barcelona, aventajó a las estrellas yugoslavas y soviéticas para alcanzar una plata vibrante. Allí se escuchó el boom antes del boom, del apogeo definitivo de nuestra canasta. Su historia vital, además, transformada en un gran viaje, es alucinante, desde una granja de Minnesota al estrellato en Europa.
A España, al Madrid, llegó en el verano de 1967 para aprovechar la oportunidad y darse impulso, firmó solo por un año, la NBA estaba ahí, acababa de elegirlo Philadelphia en el draft. Sin embargo, nunca regresó a América. Más de 57 años después aquí sigue, nuevo integrante ilustre del Hall of Fame español.
En octubre de 1968 se nacionalizó español renunciando a ser estadounidense. Había iniciado una carrera plena de 18 temporadas en la Liga nacional, 16 de ellas en el Real Madrid (608 partidos en todas las competiciones entre 1967 y 1983) y las dos últimas en el Cajamadrid, donde se retiró en 1985. Con España jugó 190 partidos y colgó la camiseta roja después de la cuarta plaza de Cali 82, donde Yugoslavia nos arrebató la primera medalla mundial con polémica arbitral. En la actualidad, Wayne todavía es noveno en el ranking de internacionalidades, con solo tres menos que Calderón y una por detrás de Marc Gasol. Aquella plata de 1973 resultó una enorme conquista, como lo fueron las cuatro Copas de Europa que ganó con el club blanco, a las que añadió cuatro Intercontinentales, trece Ligas y siete Copas. Luego probó en los banquillos: Real Madrid, CB Canarias, Valladolid e Illescas.
Hay un dato incontestable que subraya la grandeza de Wayne Donald Brabender Cole (su nombre completo) y que era desconocido, pero que ha rescatado del olvido histórico en una ardua labor de documentación @RealmadridBBALL (cuenta de X). El rubio tirador de pelo ensortijado y característico bigote es el máximo anotador de la historia del Real Madrid por encima de Sergio Llull, al que se ha situado a veces en cabeza por falta de datos. Wayne, en 608 partidos, anotó 12.479 puntos, una media extraordinaria de 20,5 por encuentro. Mientras que Llull, que acaba de superar los 11.100 tantos, anda muy cerca de los 1.100 partidos de blanco.
Este 16 de octubre Brabender cumplió 79 años y, apenas unos días antes, nos sentamos con él en el colegio Aristos de Getafe (allí ejerció de director técnico del baloncesto, mentor y profesor de educación física durante cerca de dos décadas) para repasar su vida, un viaje fantástico no exento de dificultades, incluidas las lesiones, alguna muy grave que casi le retira en sus inicios. Y es que, en mayo de 1969, en su tercer partido con España y en pleno contraataque su rodilla se le quedó clavaba en el parqué, salió despedido varios metros con la articulación destrozada: ligamentos, meniscos…
Unos días después entraba en el quirófano: “El doctor López Quiles me explicó antes de la intervención que era posible que no jugara más al baloncesto. Me entró una sensación de enorme frustración y le agarré para decirle: ‘Ábrame entera la rodilla y arréglemelo todo lo mejor que pueda, que tengo que volver a jugar como sea. Inténtelo’. El médico cosió el ligamento cruzado, uno de los afectados, en la parte superior de la rodilla. Estuve dos meses y medio escayolado y, aunque no paré de levantar la pierna ejercitándola, cuando me retiraron el yeso me había quedado sin musculatura. Y no tenía meniscos. Eduardo Pedraza era el preparador físico del Madrid y también recuperaba las lesiones. Me iba flexionando la rodilla hasta que logré, después de meses, el ángulo suficiente para poder correr, de 90 grados a 110. Tuve una gran fortaleza mental y trabajé muchísimo. Es posible que a mi vuelta estuviera más preparado, pero físicamente nunca volví a alcanzar el nivel previo, cuando saltaba sin carrera casi 90 centímetros. Estaré eternamente agradecido a los dos, al doctor y a Pedraza”.
Ahí no quedaron los contratiempos: “Cuando ya me había recuperado, me fracturé un dedo de un pie en Bulgaria al ir a colocar en el suelo un somier del hotel, porque era pequeño y no podíamos dormir. Se me cayó encima. Más tarde, ya de vuelta, la rodilla se me llenaba de líquido, pero continuaba entrenándome y antes de los partidos me lo sacaban, hasta dos jeringas grandes, y con otra jeringuilla me infiltraban con cortisona. ¡Funcionaba! No me encontré realmente bien del todo hasta que pasaron dos o tres temporadas. Y una vez restablecido, estuve en el Madrid hasta casi los 38 años y me retiré el año que cumplía 40″.
La lesión le puso a prueba con solo 23 años. Había aterrizado en Madrid con apenas 21. “Mi adaptación no fue sencilla, únicamente podía jugar la Copa de Europa junto con el otro extranjero Miles Aiken, un gran pívot. Cuando el equipo viajaba por España, me quedaba en Madrid, entrenándome en el gimnasio, aunque en teoría no se podían hacer pesas, y en el pabellón, donde pasaba horas, a veces casi sin luz. Estaba prohibido encender la iluminación y le pedía al operario que hiciera alguna excepción. En Minnesota, en la granja de mi familia, me había acostumbrado a lanzar a oscuras en una canasta de madera que construimos nosotros y pensaba que eso afinaba mi puntería”.
Se sentía arropado por el equipo pese a que desde fuera lo miraran con recelo: “Puse mucho empeño y me adapté después de unos meses, lo hice gracias a mis compañeros, que me apoyaron, y a la confianza del entrenador, Pedro Ferrándiz. Comencé sin acierto en el tiro, hubo críticas en la prensa y Ferrándiz no me decía nada, pero sentía su respaldo y eso fue muy importante. Recuerdo un partido contra el Maccabi, en la liguilla de cuartos de la Copa de Europa, en el que estaba Tal Brody, un All America, y cuando lo descubrí en la plantilla, porque entonces no se conocían los equipos como ahora, le dije a Ferrándiz que me encargaba yo de su defensa. Solo anotó 5 puntos cuando solía hacer 30 o más y yo sumé 8. Al día siguiente las crónicas decían que el americano del Madrid metía pocos puntos. Nos clasificamos para la semifinal frente al Zadar de Pino Djerdja y para la final de Lyon donde vencimos al Spartak de Brno, de los más poderosos de la época. Por mi labor previa defensiva me asignaron marcar a Frantisek Konvicka, uno de los mejores tiradores de Europa. Pararlo era imposible, pero lo incomodé y reduje su impacto mientras yo sumaba 22 puntos. Esa cuarta Copa de Europa del club fue muy importante para el Madrid y me abrió, definitivamente, las puertas del baloncesto europeo y de la Selección. A partir de ese momento, como español, pude jugar ya tanto la Liga como el torneo continental, aunque al final de esa segunda temporada sufriría mi grave lesión de rodilla. La razón principal de mi nacionalidad es que estaba encantado con España, me gustaba mucho la gente, viajar a las distintas provincias, algún compañero me invitó a su pueblo. A partir de ahí algunos veranos incluso ni volvía a EE UU. Me nacionalicé sabiendo en mi fuero interno que era para quedarme. Tuve la enorme fortuna de coincidir con muchísimos jugadores de un grandísimo nivel que eran buena gente, y con un presidente como Santiago Bernabéu. Imposible imaginar un escenario mejor”.
Unos años antes, cuando aún estudiaba en el instituto, un codazo le había provocado una fractura en el cráneo por encima de la ceja, que lo tuvo un tiempo hospitalizado. La marca de aquel percance aún es visible en el rostro de Wayne. “Era mayo de 1963 y, cuando me planteaba hacer el servicio militar, me llamaron al despacho del director, que me informó del interés por mí de una universidad: Willmar Junior College. Estaba a unos cien kilómetros de mi casa. Les dije que no tenía ni un céntimo y que debía ayudar en la granja a mi padre, para el que el trabajo lo era todo. Éramos cuatro hermanos, dos mayores que yo, muy fuertes y con grandes brazos, como mi padre, y una hermana tres años más pequeña. Eso sí, era más alto que mis hermanos y los ayudaba a apilar bultos de alfalfa hasta en seis alturas. Los vecinos nos pagaban algo, un dinero muy bien recibido porque había mucha escasez, veníamos de momentos complicados en los que mi padre casi lo pierde todo”, recuerda Brabender, que no olvida tampoco lo que le dijo su progenitor cuando se planteó quedarse España: “Hazlo, aquí en las granjas hay mucha miseria”. Su madre, noruega de nacimiento, sí estaba preocupada por la aventura al otro lado del charco, aunque posteriormente pudo volar a Madrid para verlo jugar. Su hijo había triunfado.
El salto a la universidad fue el inicio del camino, uno en el que tocaba aceptar las curvas. Así lo rememora nuestro protagonista: “En mi primer año seguía viviendo en casa y debía recorrer a diario bastantes millas en coche con cuatro o cinco compañeros de las granjas de al lado. Le dije a mi padre que tenía que buscar trabajo. Lo hice. Una constructora que levantaba una residencia necesitaba gente. Me puse la ropa de trabajo de la granja, con las botas para la tierra, y me miraban de arriba abajo. Habían contratado antes a chavales que no se esforzaban, pero cuando me vieron así pensaron: ‘Este trabaja’. Y vaya si lo hacía. Pagaban bien. También arbitraba partidos los sábados, en los colegios de la zona”.
Dos años en Willmar (“campeones de la región de los cinco estados”, apunta Wayne) y otros dos en otra universidad, Minnesota Morris, más al norte, aunque a una distancia parecida de su casa, en la NAIA, la asociación de universidades pequeñas. Allí estudió educación física y acabó ejerciendo muchos años después en España. “Al segundo año en Willmar tenía ofertas de universidades mejores, pero no estaba preparado para algunas cosas, mental y físicamente, era muy delgado aún, y mi entrenador me aconsejó que no me fuera lejos, que podía perderme y que lo intentara en la cercana Minnesota Morris, que me querían de verdad e iba a jugar. Me consiguieron unos préstamos que estuve pagando incluso cuando ya estaba en España. Ese año también obtuve un dinero extra alquitranando las carreteras. ‘Nos vas a dejar mal, Wayne’, me decían los otros trabajadores, porque me esforzaba mucho. En Morris pasé dos años fantásticos con compañeros maravillosos. Anoté una media cercana a los 24 puntos con buenos porcentajes, el último curso promedié 12 rebotes con mi 1,93 de altura y terminé líder de asistencias en la conferencia. Deseaba ser lo más completo posible”.
Estaba a punto de dar el salto de su vida, uno que ni intuía. Y no, no era la NBA: “En 1967 me eligen los Sixers, que tenían a Wilt Chamberlain, pero llegué a un acuerdo con el Madrid en junio y si quería ir a España debía decidirme de manera inmediata. Pedro Ferrándiz había hecho su aparición en el pequeño pueblo de Morris de madrugada después de un larguísimo viaje con parada en Filadelfia de unos 8.000 kilómetros. Al día siguiente, repartía insignias y relojes del club entre los vecinos, un gesto que despertó la curiosidad de todos. Se organizó un partido improvisado con compañeros y otros estudiantes. Al verme, pensaba que el jugador del que le habían hablado era más alto; pero, al finalizar, dio su veredicto, uno positivo. Así comenzó mi carrera en el Madrid que se prolongó durante 16 temporadas. En España podría desarrollar mi potencial y alcanzar mis expectativas”.
Una trayectoria que comenzó con el citado Ferrándiz al mando del equipo blanco y continuó con Lolo Sainz: “Un entrenador parecido a Pedro, aunque con ideas nuevas, un estudioso del baloncesto. Respecto a Ferrándiz, que tenía un carácter muy especial, siempre le estuve agradecido por intuir mi calidad como jugador. Y por respaldarme en los primeros meses cuando todo el mundo me criticaba. En mi cabeza no había dudas, sabía que las cosas funcionarían. El Madrid tenía el mejor equipo al contraataque de Europa con Emiliano, Sevillano y Lolo Sainz, con Clifford Luyk y Aiken por dentro, también Cristóbal Rodríguez. Y Vicente Paniagua, Ramón Guardiola, José Ramón Ramos... Todos se portaron de maravilla conmigo. Pero era un escenario difícil, el Madrid era tres veces campeón de Europa... Clifford Luyk tenía carácter, mandaba, reboteaba, anotaba bajo alero, de gancho, desde fuera… era la repera. Un jugador enorme. Emiliano fue igualmente el mejor de Europa varios años, no le paraba nadie en carrera. Había unos mecanismos colectivos y resultaba complicado entrar de nuevas, aunque veía sitio para mí. Sabía que podía jugar al baloncesto en ese equipo, además, no era el típico americano anotador, mi juego era otro, podía ayudar en otras facetas y defender. Un escolta capaz de hacer de alero por fuerza y salto en unos entrenamientos que eran más duros que los propios partidos, porque esa era la única manera de poder ganar a equipos como el Maccabi, el Spartak checo, el CSKA y, luego, el gran Varese italiano. En mi segunda temporada jugamos la final ante el CSKA de Moscú en Barcelona con el público local animando a los rusos. Los jugadores rivales, como Serguei Belov, no lo entendían y nos preguntaban cuál era el motivo de que los apoyaran a ellos”.
Un recuerdo amargo frente a un rival de la URSS y otro muy dulce contra la selección soviética, también en Barcelona, a la que España tumbó en las semifinales del Eurobasket 73. “Llevaban ocho oros seguidos y los derrotamos. Ese éxito ayudo muchísimo a la popularidad del baloncesto. Por fin estaba físicamente bien de la rodilla y me eligieron MVP, algo que mereció también el gran Nino Buscató. Pudimos ganar a los soviéticos en la semifinal porque Luyk, Santillana, Estrada y Rullán, nuestros pívots, pudieron con ellos en algunas fases y porque Vicente Ramos hizo un partidazo de base y a Carmelo Cabrera no le podían quitar el balón en la presión. Éramos un verdadero equipo con Antonio Díaz-Miguel en el banquillo y su magnífico cuerpo técnico: Lluís Cortes, Manolo Padilla, el médico Jorge Guillén y el gran O Bruxo (José Luis Torrado), recuperador físico. Qué grandes recuerdos”.
La España de Brabender volvió a vencer a la temible URSS en el Eurobasket de Turín en 1979. Aquel torneo marcó el comienzo de una nueva generación con Epi, Llorente, Iturriaga y De la Cruz inicialmente. La batuta la llevaba Corbalán. “Fue un orgullo formar parte como veterano, junto con Santillana, Flores y Rullán, de este equipo joven y talentoso, lleno de calidad, ganas, intensidad y una actitud inquebrantable. Fue el inicio de una nueva era, en la que la incorporación de otros grandes jugadores como Andrés Jiménez, Fernando Arcega, Sibilio, Romay y Fernando Martín, todos por encima de los dos metros, impulsaría al baloncesto español hasta conseguir dos medallas de plata valiosísimas, la europea de 1983 y la olímpica de Los Ángeles al año siguiente. Mi retirada de la Selección llegó justo antes, en el Mundial 82 con un cuarto puesto en el que merecimos el bronce. En esos años, entre 1981 y 1983 coincidí en el Madrid con dos genios de este deporte, Mirza Delibasic y Fernando Martín, con los que trabé una gran amistad y facilitaron mi juego en las que fueron mis dos últimas campañas en el club blanco”.
Wayne Brabender iba a cumplir entonces, en 1983, 38 años, aguantaría dos más en activo, antes de poner fin a una carrera legendaria en la que fue elegido seis veces para la selección de Europa y otras seis como mejor jugador español. La etapa posterior, la de los banquillos, lo llevó a dirigir a su hijo David, nacido en 1970, en Valladolid. Una gran experiencia para esta leyenda del baloncesto español, el máximo anotador de la historia del Real Madrid.