Es posible que se haya mirado con ojos más críticos a Carmelo Anthony que a la mayoría de jugadores durante los últimos años. Esa impresión al menos podía sacarse en ocasiones buceando un poco por Internet. No había piedad con él. Era culpable de todo. Destacar más sus defectos que sus virtudes se convirtió en un deporte de moda, hasta el punto de etiquetar al alero como alguien difícil de encajar en cualquier vestuario debido a su incapacidad para aceptar, supuestamente, un rol secundario una vez pasada su época de máximo esplendor. Nada podía salir bien con Anthony en tus filas. Rompía la química y no elevaba el nivel competitivo de sus equipos. Y además estaba en claro declive. Esa fue la teoría que encajó como un guante en el imaginario colectivo tras los últimos batacazos del alero con los Oklahoma City Thunder y los Houston Rockets, un runrún que ya venía de antes tras unos últimos años decepcionantes a nivel colectivo en los habitualmente decepcionantes Knicks.
Muchos pensaban que un jugador del talento del diez veces All Star merecía todavía un sitio en la NBA, aunque fuera con un papel limitado, pero la mayoría de ellos preferían que fuese a otro equipo y no al suyo. Por si acaso. Al menos en los que a los aficionados respecta. Así, el máximo anotador de la liga norteamericana en 2013 pasó de estrella a estrellado y de ahí, al paro. Viendo los toros desde la barrera ha estado más de un año, trabajando y manteniéndose en forma en silencio a la espera de una oportunidad para reivindicarse que cada vez parecía más improbable. Sonó en ocasiones, por ejemplo, para Los Angeles Lakers de su amigo LeBron James. Pero nada. Sólo ruido. Nadie se lanzaba de verdad a por Melo…
Hasta que las circunstancias de unos Blazers que arrancaron mal la temporada y que no encontraban opciones sólidas para el puesto de cuatro tras la lesión de Zach Collins y la marcha en verano de Al-Farouq Aminu y Maurice Harkless llevaron a los de Portland a llamar a su puerta. Con él podían tapar ese agujero y conseguir además a un tercer anotador que ayudase a Damian Lillard y a C. J. McCollum, los dos jugadores principales del equipo de Oregón. El riesgo podía merecer la pena, tal y como estaba la situación, pese a los peligros que casi todos los analistas y seguidores de la competición barruntaban (su pobre defensa, la posibilidad de que exigiese un papel más importante del que debía asumir, sus 35 años de edad, la larga inactividad, las malas últimas experiencias que había tenido en la liga...).
Y lo cierto es que, a falta de conocer el desenlace de esta historia de redención, el experimento está saliendo mejor de lo previsto inicialmente por una gran mayoría de escépticos. Tras un inicio irregular, Carmelo Anthony está demostrando que no ha perdido su talento ofensivo, que puede seguir siendo una pieza útil en la NBA. Incluso se ha permitido el lujo de conseguir un galardón de Jugador de la Semana de la Conferencia Oeste (el primero que gana desde 2014). Muy cerca de entrar en 2020 y cuando todo el mundo le había enterrado para el baloncesto de élite, algo que no imaginaba ni su mayor fan.
Pero su mayor premio, no obstante, está siendo recuperar el respeto perdido a base de recordarnos con su estético juego que un día fue una estrella que vendía camisetas como churros y que deslumbraba en competiciones internacionales con Estados Unidos. El mismo jugador que fue incluido dos veces en el Segundo Mejor Quinteto de la liga (2010 y 2013) y cuatro en el Tercero (2006, 2007, 2009 y 2012), algo que demasiado gente parecía haber olvidado. Está demostrando, en definitiva, que la calidad no caduca y que su sitio sigue siendo la NBA. Y como él mismo espera y desea, aún por tiempo. Porque en sus planes estará seguir intentándolo si la temporada con los Blazers finalmente no termina bien y sus caminos se separan. No piensa en retirarse ni en rendirse, ya ha avisado. Hay Carmelo para rato.