Lima Site 85: uno de los mayores héroes de Vietnam no era soldado y no fue reconocido hasta 42 años después
La cima de Phou Pha Thi era invisible en los mapas, pero albergaba un radar vital. El ataque fue brutal, la defensa desesperada y el silencio posterior duró décadas. Solo mucho tiempo después se reconoció el valor de un hombre que ni siquiera tenía formación de combate.


Hay lugares que no aparecen en los mapas. No porque estén perdidos, sino porque alguien decidió que no debían existir. Phou Pha Thi, en Laos, era uno de ellos. Una montaña sagrada para los locales, un secreto para los americanos y un objetivo para los vietnamitas.
En 1966, el mayor Richard Secord vio por primera vez Phou Pha Thi. “El lugar parecía sacado de un cartel turístico”, dijo. Un valle lleno de amapolas de opio, una cresta afilada como una cuchilla, y una vista perfecta para dirigir bombardeos. En lo alto de esa cresta, a 1.786 metros de altura, se construyó en secreto Lima Site 85, una base que oficialmente no existía. Todo fue llevado en helicóptero: generadores, antenas, contenedores de acero para vivir, hasta una caseta de madera que hacía de baño. No tenía pista de aterrizaje, ni soldados uniformados, ni banderas. Solo un puñado de técnicos “disfrazados” de empleados de Lockheed Corporation, un radar TACAN que guiaba bombardeos sobre Hanoi, dentro del operativo secreto conocido como Heavy Green, y la orden de “aguantar a cualquier precio”.

El radar era parte del programa Commando Club, que permitía bombardear de noche y con mal tiempo. Desde noviembre de 1967, Lima 85 dirigió más de 500 bombardeos, casi un tercio de las misiones sobre el norte de Laos y Vietnam. Pero el sitio violaba el acuerdo internacional de neutralidad de Laos. Por eso, los técnicos fueron dados de baja del ejército y contratados como civiles. Ni siquiera sus familias sabían dónde estaban.
Stan Sliz, uno de los técnicos, lo recuerda así: “Era como vivir en una estación espacial, pero con mosquitos, opio y miedo”. “Nos sentíamos élite. Pensábamos que íbamos a acortar la guerra. Pero sabíamos que los vietnamitas también nos veían”.
Y vaya si lo hicieron.

El 10 de marzo de 1968, 3.000 soldados del Ejército Popular de Vietnam y del Pathet Lao rodearon la montaña. Atacaron con artillería y enviaron 33 comandos entrenados durante nueve meses para escalar acantilados de piedra caliza de 75 a 90 grados. Su líder, el teniente Truong Muc, había estudiado cada grieta de la montaña.
Esa noche, los técnicos estaban cocinando filetes cuando dio comienzo un ataque de mortero, artillería y cohetes. “Justo cuando íbamos a cenar, hubo una explosión junto a la puerta”, recordó Sliz. “Los filetes volaron por los aires. Y nosotros también”.
Mientras se producía el bombardeo, los comandos escalaban en la oscuridad, como sombras entre la piedra. Atacaron al amanecer. El comandante Clarence Blanton intentó mostrar su identificación de Lockheed. Lo mataron en el acto. Los técnicos se refugiaron como pudieron. Algunos en cuevas, otros bajo salientes de roca. Uno de ellos, Jack Starling, fingió estar muerto mientras los vietnamitas saqueaban los cuerpos. “Sentí cómo me pisaban la mano. Pero no me moví. No respiré. Pensé en mi hija”.

Varios hombres lograron esconderse en una repisa de roca. Uno de ellos era Richard Etchberger, jefe de mantenimiento, que había cumplido 35 años seis días antes. Era un tipo tranquilo, con cara de contable y sin formación de combate. Cuando los vietnamitas los encontraron, Etchberger fue el único que no resultó herido. Defendió la posición con un M16, pidió apoyo aéreo y ayudó a subir a sus compañeros a un helicóptero de rescate. “Nunca vi a nadie tan sereno en medio del infierno”, dijo John Daniel.
Sliz, Daniel y McMurray, tres de los supervivientes, contaron después cómo fue el infierno. “Nos metimos en una cueva para dos personas. Éramos cinco. Etchberger vigilaba el sendero. Cuando vio a los vietnamitas, me dijo: ‘Stan, vienen’. Le dije: ‘Cuando estén cerca, dispara’. Y lo hizo. Entonces todo estalló”.
Sliz fue herido en las piernas. Otro técnico, Hank, murió. Etchberger interpuso su cuerpo entre una granada y sus compañeros. “Cuando desperté, tenía pedazos de Hank encima. Pero estábamos vivos”. Resistieron durante horas, pidiendo ayuda con radios de emergencia. “Pensé: ‘Ya está. Esto es morir. Me pregunto qué se siente el final’”, escribió Sliz. Cuando llegaron los A-1 Skyraider con bombas de racimo, pidió que las soltaran sobre ellos. “Estamos muertos igual. Que caigan”.
El silencio que siguió fue absoluto. Luego llegó un helicóptero. Etchberger ayudó a subir a todos. Cuando por fin lo hizo él, una bala atravesó el suelo. Lo mató en el aire. Murió salvando a sus compañeros. Y durante décadas, nadie supo su historia. La misión era tan secreta que ni sus hijos sabían cómo había muerto. En 2010, el presidente Obama le otorgó la Medalla de Honor, 42 años después. “No era un soldado. Pero fue un héroe”, dijo en la ceremonia.

El ataque a Lima 85 fue la mayor pérdida terrestre de la Fuerza Aérea de EE. UU. en la Guerra de Vietnam. De los 19 estadounidenses que estaban en la cima de Phou Pha Thi, solo seis sobrevivieron al ataque. Fueron evacuados en helicóptero bajo fuego enemigo, gracias a la coordinación de Sgt. Roger Huffman y la defensa heroica de Etchberger. Los otros 13 murieron o desaparecieron, algunos tras ser hechos prisioneros. Los cuerpos de varios de ellos fueron arrojados por los vietnamitas a una repisa 160 metros más abajo.
¿Por qué se silenció todo? Porque Laos era oficialmente neutral, y EE. UU. no podía tener tropas allí. La existencia del radar violaba acuerdos internacionales. Por eso, los técnicos eran civiles. Por eso, la CIA dirigía la operación. Por eso, la historia de Etchberger fue clasificada hasta 1998, y su medalla no se entregó hasta 2010.
Hoy, Phou Pha Thi es un lugar de senderismo. Los restos de la base siguen allí, como cicatrices en la piedra. Las piezas del radar, los contenedores, las huellas de una guerra que oficialmente nunca ocurrió. “Cada noche, cuando cierro los ojos, vuelvo a esa montaña”, dijo Sliz en una entrevista de 1998. “Y siempre veo a Etchberger, de pie, disparando, mientras nosotros gritábamos. Nunca he visto a nadie tan valiente. Nunca he sentido tanto miedo”.
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Así lo reconoció también el Congreso de los Estados Unidos, al concederle la Medalla de Honor: “Su gallardía, sacrificio y profunda preocupación por sus compañeros, arriesgando su vida más allá del deber, reflejan el más alto honor para sí mismo y para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos”.
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