La increíble historia detrás de los diamantes Cullinan que llevará la reina Camilla en su corona
Provienen de una sola piedra, encontrada en una mina de Pretoria, que fue dividida en varias piezas que llevan más de un siglo formando parte del joyero real
Los calendarios marcaban el año 1905. Un trabajador picaba en una mina de la lejana Pretoria sudafricana. Entre los golpes sonoros de su pico, en las entrañas de una tierra azotada por los horrores de dos cruentas guerras civiles, se topó con una tupida piedra preciosa. No obstante, las desmesuradas proporciones del mineral llevaron al obrero a la conclusión de que no se trataba, en realidad, de un diamante, sino de alguna otra clase de material carente de valor. Así, como un deshecho entre los escombros, comenzó la historia de una de las joyas más famosas de la historia de la humanidad.
Por fortuna, los responsables de la compañía minera acabaron reparando en el deslumbrante objeto que había ido a parar al montón de la basura. Fue, por lo tanto, la suerte azarosa lo que impidió que volviera a quedar sepultada y olvidada. 3106 quilates que han adornado con bruñido orgullo los atuendos y abalorios de la casa de Sajonia-Coburgo y Gotha. Más conocida como la casa Windsor.
Fue entregada a los inquilinos de Buckingham como una ofrenda de paz. El territorio de Transvaal, que tan solo unos años atrás se había declarado en rebeldía y librado una sangrienta contienda contra la corona, adquirió la joya y se la envió al monarca Eduardo VII como muestra de fraternidad entre los dos pueblos. No obstante, los méritos de este supuesto acto de reconciliación palidecen si se puntualiza que el ejecutivo arquitecto del gesto era, en realidad, la administración colonial que los propios británicos habían colocado después de sofocar los levantamientos de los Bóer.
Pero en el siglo pasado los medios de transporte eran lentos y costosos. La prensa de la época encendió el interés de las gentes comunes de todo el imperio. El diamante más grande jamás conocido iba a embarcarse en un viaje a través de todo el territorio africano primero y del viejo continente después. Las crónicas de la época lo narraron como el preludio de una apasionante historia verniana. Como si Phineas Fogg en persona fuera el encargado de supervisar la travesía. Se montó un operativo de máxima seguridad integrado por escoltas militares. Los periódicos hicieron un minucioso escrutinio del itinerario de la comitiva. Cada etapa del camino era analizado con lupa.
Quizás para siempre
Nadie sospechaba que toda la parafernalia desplegada no era más que un señuelo. Una forma de disuadir cualquier tentativa de extravío o asalto. La piedra verdadera no estaba siendo guarecida por las pomposas tropas que cruzaban el globo a paso marcial. De hecho, había sido enviada a Londres a través del correo ordinario. Así, todos acabaron contentos. Los rotativos tuvieron su apasionante expedición y la corona pudo conducir el verdadero traslado con absoluta discreción. Era otra época, cuando el hombre de a pie se preocupaba más por la épica del relato que por las facturas de la monarquía.
Inicialmente, Eduardo VII se inclinaba hacia dejar el brillante en su estado natural. Sus rasgos en bruto, un portal hacia los intestinos de la remota y guerrera Sudáfrica, poseían, según se cuenta, una belleza primitiva y cautivadora. Finalmente se determinó, empero, que sería pertinente un fino proceso de pulido y acondicionamiento antes de que el joyel pasara a nutrir el joyero real. Le fue confiada la tarea a Joseph Asscher, que de inmediato partió a Ámsterdam, sede de una de las casas más prestigiosas del mundo en este campo. El proceso fue duro. El mineral se negaba a doblegarse. A los primeros golpes del cuchillo de Asscher, la hoja se rompió quedando el diamante intacto.
Tras concienzudos empeños por parte del equipo de joyeros, la pieza acabó siendo dividida en dos. Con el tiempo, la primera y más grande volvió a fragmentarse en varios trozos. Dando así lugar a una familia, la Cullinan, que durante cien años ha sido preciado tesoro de reyes y reinas y, un poco, también de los súbditos. A lo largo de los años, se han podido ver en broches y cetros, atrayendo miradas y suspiros. Ahora vuelven a ser motivo de crónicas y reportajes. Serán parte de la corona que la nueva reina consorte, Camila Parker, llevará durante la ceremonia que proclamará a Carlos III cabeza de la Commonwealth. Y fue la fortuna lo que separó a esta inmensa piedra del olvido y la catapultó a la grandeza de la aristocracia. Una palada de tierra podría haberla enterrado en los subsuelos africanos quizás hasta nunca. Quizás para siempre.