La historia de Charles Osborne, el hombre que tuvo hipo durante 68 años seguidos
Este granjero de Iowa sufrió la condición ininterrumpidamente desde 1922 hasta 1990. Ningún médico fue capaz de solucionar su problema
Estaba Charles Osborne, un día como cualquier otro, en su granja de Iowa. Intentaba colgar de un gancho a un cerdo de 158 kilos para sacrificarlo. No hace falta estar muy familiarizado con lo agrario para suponer que a los gorrinos de ese tamaño -ni a los de ninguno, en realidad- no les suele gustar que los ensarten hasta la muerte. Pataleó por su vida el animal, tratando desesperadamente de librarse de su aciago destino. Tan intenso fue el forcejeo que el verdugo acabó cayendo violentamente al suelo.
Al principio, el hombre no sintió ninguna secuela reseñable tras el rapapolvo. Al menos hasta que se incorporó. Fue entonces cuando empezó una pesadilla que duraría 68 años. “¡Hip!”. “Vaya, me ha entrado hipo”, debió pensar. Pero los días, las semanas y los meses se sucedían. Y, metódico como el tic y el tac del reloj, acudía el “¡Hip!” a sus fauces desde lo más hondo de su pecho. Esta es una historia de desesperación primero y resignación después. Una historia sobre vivir la vida con las cartas que te han dado.
Es indudable que, en los años 20, por felices y alocados que fueran, la medicina no estaba todavía en su apogeo. La negligencia médica era rutina y los doctores a menudo empleaban curas que mataban más rápido que las enfermedades. Muchos de los medicamentos que hoy se consideran básicos o no se conocían o aún no tenían una distribución universal. Así que no resulta demasiado extraño que, por mucho que buscara aquí, allí, más allá y más acá, el desesperado Osborne no consiguiera encontrar a un solo médico que consiguiera mitigar su dolencia.
Disimulando espasmos
A decir verdad, hubo uno que le propuso un rompedor método. Beber oxígeno y monóxido de carbono. Lo que pasa es que este tratamiento tenía un punto en contra de cierta envergadura. Que probablemente te morías. Así que el Iowano se terminó de convencer. Aquel espasmo iba a ser, le gustase o no, su compañero de viaje por tiempo indefinido. Pero, como a todo se acostumbra uno, acabó por desarrollar una hábil técnica de respiración que minimizaba el impacto del violento “¡Hip!”.
Casi siete décadas. En el momento del accidente, en 1922, el presidente de Estados Unidos era Warren G. Harding. La ley seca estaba en vigor y al mundial de fútbol le quedaban todavía ocho años para nacer. Para cuando se mitigó el hipo, en 1990, la Casa Blanca estaba habitada por George H.W. Bush, la primera Guerra de Iraq estaba a punto de estallar y la Alemania Federal iba a alzarse con su tercera copa del mundo tras una épica final contra la Argentina de Maradona.
La vida, en contubernio con la muerte, a veces hace gala de un macabro sentido del humor. Por razones aún hoy desconocidas, este granjero dejó de hipar una mañana de febrero. Tan solo unos meses después, murió. Al menos tuvo un breve respiro. Un adiós a la existencia tal y como era entes de ser maldita. Más que sentido del humor, parece que alguien -o algo- tuvo un arranque de compasión hacia aquel pobre hombre, que caminó, durante 68 años, caminó por el mundo disimulando espasmos.