El ladrón que se coló en El Prado para robar dos cuadros de Goya y acabó estampado contra el suelo: “¡Madre, madre!”
Un ladrón colgado de una cornisa, un plano secreto, un museo sin vigilancia y una historia que parece escrita por Berlanga. El Prado ha vivido robos reales, simulados y legendarios, pero ninguno tan insólito como el que protagonizó este hombre en 1961.


El domingo 19 de octubre de 2025, el arte vivió su propio thriller en el Louvre. A las 9:30 de la mañana, justo después de la apertura al público, un grupo de ladrones disfrazados de obreros se coló en la Galería Apolo, rompió vitrinas y se llevó nueve joyas de valor incalculable de la Corona francesa. Todo sucedió en siete minutos.
Mientras el mundo se echaba las manos a la cabeza y los expertos discutían sobre la seguridad en los grandes museos, recobró actualidad un episodio que había ocurrido más de medio siglo antes en Madrid. Una historia tan surrealista como cierta, protagonizada por un ladrón que quiso llevarse las majas de Goya y acabó gritando “¡Madre, madre!” mientras se retorcía de dolor en el suelo del Museo del Prado.
Era 1961. El Prado aún se recuperaba de las heridas de la Guerra Civil y funcionaba con una seguridad rudimentaria. Vigilantes mal pagados, cerraduras que chirriaban y una confianza excesiva en la solidez de sus muros. En ese contexto, un hombre decidió que podía entrar, descolgar dos de las obras más famosas de Goya y salir sin dejar rastro. No estaba improvisando. En su bolsillo llevaba un plano del museo con instrucciones para llegar a “La maja desnuda” y “La maja vestida”, cómo sacarlas y dónde entregarlas.
El plan se torció casi desde el principio. El ladrón escaló la fachada del museo con una agilidad que sorprendió a los investigadores. Llegó sin incidentes hasta una cornisa, pero entonces se desprendió una solapa de piedra y se quedó colgado, literalmente, del edificio. Tras varios intentos desesperados, logró soltarse, pero cayó a plomo desde varios metros de altura. El golpe fue seco. Y el grito, escalofriante: “¡Madre, madre!”. Lo escucharon los trabajadores del museo que hacían labores de mantenimiento nocturno.

Uno de ellos, José Manso Gómez, reentelador del Prado, lo recordaría años después en una entrevista para el archivo oral del museo: “No sabíamos si era un loco o un ladrón. Pero gritaba como si se le fuera la vida”. La escena era tan absurda como inquietante. El hombre estaba tendido en el suelo, retorciéndose, dolorido, pero consciente. En su bolsillo, los vigilantes encontraron un plano que parecía sacado de una novela de espías. Indicaba cómo colarse, cómo llegar a las obras de Goya, cómo sacarlas y dónde entregarlas. Todo apuntaba a que no actuaba solo. De hecho, según Manso Gómez, “la policía vio que unos individuos pasaban deprisa y corriendo hacia otro sitio. Debe de ser que había alguien más esperándole”.
Nunca se identificó a ningún cómplice. El ladrón fue detenido, pero el caso se cerró sin demasiada repercusión. No hubo titulares escandalosos ni portadas alarmistas. Quizá porque no logró llevarse nada. O quizá porque, como dijo un antiguo director del museo, “el Prado tiene sus propios fantasmas, y este fue uno más”. El episodio sirvió para revisar la seguridad del museo. Se reforzaron las medidas de vigilancia, se instalaron nuevas cerraduras y se revisaron los protocolos de acceso. Pero el recuerdo del hombre que cayó del cielo para robar a Goya quedó como una anécdota entre bastidores.
No fue la única vez que el Prado quedó en evidencia. Cuatro años después, en 1965, dos periodistas llevaron a cabo una “hazaña periodística” para denunciar la falta de seguridad en el museo. Uno entró como visitante, descolgó un cuadro y se lo pasó por la ventana a otro que esperaba fuera con una escalera, disfrazado de albañil. Lo fotografiaron todo, lo notificaron ante notario y lo publicaron como denuncia. El museo, por supuesto, no hizo declaraciones. Pero el mensaje quedó claro: si querías llevarte un cuadro, bastaba con parecer que estabas trabajando allí.

Más grave fue lo ocurrido en 1918, cuando desaparecieron 18 piezas del Tesoro del Delfín, una colección de orfebrería única en Europa. El robo fue obra de Rafael Coba, celador del museo, que las usó para saldar deudas de juego. La investigación fue dirigida por el comisario Ramón Fernández Luna, apodado el “Sherlock Holmes español”. Se recuperaron algunas piezas, pero once nunca aparecieron y otras 35 fueron mutiladas, despojadas de piedras preciosas y metales nobles. El escándalo fue tal que provocó la dimisión del director del museo y obligó a revisar toda la seguridad.
Tras el golpe en el Louvre, el Ministerio de Cultura no ha querido esperar a que alguien grite “¡Madre, madre!” en el Prado. En tiempo récord, ha puesto en marcha una licitación de 9,7 millones de euros para reforzar la seguridad. El plan incluye más de 200.000 horas de vigilancia, cámaras en cada rincón, alarmas de última generación y controles de acceso que harían sudar a un agente del MI6. Pero lo más llamativo es el despliegue humano: vigilantes armados, entrenados no solo para apagar fuegos sino para custodiar obras en vuelos internacionales. Son personal AVSEC, especializados en seguridad aérea. Goya, por si acaso, ya tiene quien lo escolte hasta la puerta del avión.
Cada día, desde las seis y cuarto de la mañana hasta casi medianoche, 33 vigilantes patrullarán los pasillos del Prado. En 2026 serán 39, y no solo cuidarán el Villanueva y los Jerónimos: también vigilarán almacenes en Alcalá de Henares, donde descansan obras que no caben en las salas. Cada vigilante debe estar habilitado por el Ministerio del Interior, y el museo pagará hasta 28,4 euros por hora por sus servicios. Los responsables de El Prado han preferido no dar más detalles, pero los papeles hablan claro: blindar el museo como nunca antes. Porque si algo enseñó el ladrón de 1961 es que, cuando menos te lo esperas, alguien puede caer del cielo con un plano en el bolsillo y una idea en la cabeza.
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Y aun así, por muy sofisticado que sea el sistema, siempre quedará la imagen del hombre que quiso robar a Goya y acabó gritando por su madre. Un ladrón que dejó una historia inolvidable. Porque hay robos que no necesitan tener éxito para entrar en la memoria.
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