Ciclismo | Tour de Francia | 5ª etapa
Escapada milagro
Voeckler ganó al prosperar una fuga que parecía condenada
Los milagros existen y venden cupones. A más cupones, más posibilidades de ser rescatado por un coro de ángeles o de azafatas. Thomas Voeckler compró los suyos. Se escapó en el kilómetro ocho y se le unieron cinco soñadores. Por delante, un mundo, todo el que cabe en 188 kilómetros de sol y asfalto, el ardiente Languedoc-Rosellón, vestido de fiesta con sus banderas de barras rojas y amarillas, vestigio de la Corona de Aragón.
La ventaja de los escapados alcanzó rápidamente los ocho minutos y se redujo demasiado pronto a los cuatro. Y la cosa fue empeorando. Cuando todavía faltaban 50 kilómetros para la meta, la diferencia se reducía a 1:45. Nadie en su sano juicio hubiera apostado por los rebeldes, ni madres ni abuelas. Pero ellos siguieron pedaleando a buen ritmo.
Controlada la fuga, por detrás discurría otra novela. La tramontana ("más allá de las montañas") amenazaba con formar abanicos y los favoritos hicieron lo posible por asomarse a los primeros puestos. No todos lo consiguieron. El larguirucho Gesink (1,87 y 68 kilos), gran esperanza del ciclismo holandés, rodó por el suelo y perdió el tren. También Menchov se vio cortado, aunque consiguió enlazar en compañía de Boonen. Tanto el ruso como el belga andan medio afligidos, como si fueran conscientes de que una fuerza superior los rechaza. El Tour es caprichoso y las conciencias también.
A 30 kilómetros de Perpiñán la ventaja de los rebeldes era de un minuto, una minucia. El pelotón parecía jugar con ellos como los leones con las gacelas. No había duda: en cuanto el Columbia de Cavendish tomara el relevo del Astaná la escapada sería engullida como hemos visto tantas veces, bravo muchachos, adiós muchachos.
Rendido.
Pero nunca llegó ese momento. Una extraña pereza se apoderó del pelotón, harto, quizá, de luchar contra el viento sin más víctima que Gesink, luego retirado. No apareció Columbia, ni tampoco esos equipos secundarios con velocistas terciarios que se apuntan a la caza del zorro. No entró nadie.
Por delante todavía no se había comunicado el milagro. Es posible que las referencias, ya cifradas en segundos, se tomaran como una crueldad perversa. El secreto fue ignorarlas, aislarse.
En los últimos diez kilómetros los escapados repitieron la habitual coreografía de ataques y engaños. El ruso Mikhail Ignatiev (Miguel Nacho, en versión castellana) lo probó con decisión un par de veces, pero no basta con la buena voluntad, aunque sea doble. En ese instante se necesita, además de energía, intuición. Es preciso evaluar con una mirada las fuerzas, los egos y los piques personales.
Voeckler fue el más listo y al salir de una rotonda demarró con rabia. Tomó ventaja rápidamente, primero metros y luego segundos, cinco, diez, bingo. Cinco años después de su liderato en el Tour (diez días desafiando a Armstrong), el menudo alsaciano volvía a ser recogido por un coro de ángeles o de azafatas.
En la última recta, Voeckler tuvo tiempo de acordarse de familiares, amigos y conocidos. Tras cruzar la meta esperó con los brazos abiertos al resto del equipo, el de toda la vida, el viejo Bonjour, siempre dirigido por Bernaudeau, el ciclista que parecía negro de tanto que le tostaba el sol.
No fue impostado el entusiasmo de los franceses, especialmente si recordamos que el primero en la clasificación general ocupa el puesto 49 Jerome Pineau, a 3:17.
Hoy el Tour se desliza hasta Barcelona, donde ganó, hace 44 años, el ciclista que mejor podía fusionar lo español y lo galo: Pérez Francés. Nada es casualidad.