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‘Operación Biting’. Un asalto de comandos británicos que cambió el rumbo de la Segunda Guerra Mundial

Un golpe de mano contra una estación de radar alemana en la Francia ocupada consiguió solventar algunos de los problemas de la RAF.

Operación Biting
Roberto Hernández
Director de MeriStation y subdirector de AS. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense, llegó a AS en 1996 tras 8 años en Diario 16. En 2020 fue nombrado de director de MeriStation y subdirector de AS. Desde 2024 es responsable de la información no deportiva de la web.
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En febrero de 1942 la Segunda Guerra Mundial aún era muy favorable a los alemanes: habían ocupado en el Frente Occidental toda Europa y, en el Frente del Este, aunque habían sido detenidos por el general invierno a las puertas de Moscú, habían conquistado mucho terreno y destruido varios ejércitos rusos. Las derrotas se acumulaban en el lado aliado. Inglaterra, que se había impuesto en la batalla aérea durante el verano de 1940, se mantenía como único bastión en Europa. Churchill, que temía una invasión alemana de la isla, no renunció a mantener una actitud ofensiva y, nada más evacuar Dunkerque, ordenó la creación de Operaciones Combinadas, una organización de carácter “piratesco” cuyo objetivo era obligar a los alemanes a vigilar cada punto de la costa francesa, belga y holandesa.

Aunque durante 1941 hubo varios raids menores sobre las costas de Normandía, Biting supuso la primera gran operación de comandos británicos en el continente tras la invasión de Francia.

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Una operación necesaria

El golpe de mano sobre Bruneval surgió porque durante 1941 los bombarderos de la RAF que atacaban las ciudades alemanas empezaron a sufrir mayores pérdidas. Esto hizo sospechar que los alemanes tenían instalaciones de radar que avisaban a los cazas enemigos. Una fotografía de una extraña antena junto a una mansión en Normandía, unida a mediciones de varios ingenieros, confirmó las sospechas. El análisis científico estuvo liderado por el Dr. R. V. Jones, figura clave en la inteligencia británica, y contó con información aportada por agentes de la Resistencia francesa.

Durante varias semanas se preparó una operación cuyo objetivo era capturar esa tecnología. Se descartó llegar por mar y se optó por lanzar una fuerza de 120 paracaidistas (C Company del 2º Batallón del 1ª Brigada Aerotransportada), bajo el mando del Major John Frost, que aterrizarían tras las líneas alemanas, se acercarían al objetivo, neutralizarían a los defensores, desmontarían los aparatos y huirían hasta la playa donde serían recogidos por lanchas de desembarco.

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El plan era prácticamente un suicidio, lleno de variables inciertas, pero se llevó a cabo la noche del 27 al 28 de febrero de 1942. Desde el principio los planes se vinieron abajo porque los paracaidistas se dispersaron en un área demasiado amplia. Aun así, fueron llegando en pequeños grupos, incluso de solo dos miembros, hasta el objetivo.

Los errores se sucedieron también en el lado alemán: los centinelas del faro vieron descender a los paracaidistas, pero primero pensaron que eran maniquíes. Cuando finalmente advirtieron que eran tropas enemigas, avisaron a la guarnición de Bruneval—integrada por soldados de la Wehrmacht—pero no a los que vigilaban las instalaciones del radar, que eran de la Luftwaffe. Esto permitió conservar el factor sorpresa. A la vez, parte del comando capturó unos fortines sin protección para asegurar la ruta de escape.

Los defensores alemanes, a diferencia de las películas bélicas clásicas, no se caracterizaron por su valor y huyeron de la instalación al poco de iniciarse el combate; incluso alguno se lanzó por el acantilado y tuvo que ser rescatado por los británicos. El comando consiguió hacerse con el dispositivo intacto: el único alemán que intentó destruirlo fue abatido.

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La huida

Los atacantes lograron abandonar las instalaciones gracias a que los alemanes pensaron que el objetivo final era Bruneval y organizaron su defensa allí, en lugar de contraatacar en dirección al radar. Esto se vio favorecido por la dispersión de las zonas de aterrizaje de los paracaidistas, ya que los alemanes recibían avisos de avistamientos de tropas desde diferentes lugares, lo que les hizo sobreestimar la fuerza atacante: una lección que los aliados aplicarían el Día D.

Llegar a la playa fue lo más complicado: tuvieron que tomar un fortín que obstaculizaba el paso, lo que les llevó más de una hora de combate. A los lados, dos acantilados convertían la ruta de escape en un cuello de botella en el que las tropas alemanas disparaban a los comandos en fuga.

El último tramo hasta las cinco lanchas de desembarco fue una carrera bajo intenso fuego enemigo, pero la operación se llevó a cabo con éxito: los británicos sufrieron 2 muertos, 6 heridos y 6 prisioneros; los alemanes, 5 muertos, 2 heridos, 2 capturados y 3 desaparecidos.

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El estilo

Max Hastings no es un historiador al uso; sus recreaciones tienen más de novela que de estudios sesudos. Compone sus libros a partir del testimonio de los participantes, sin obviar una exhaustiva documentación. La recreación de la operación es milimétrica, pero en mitad de la descripción salpica el relato de anécdotas para hacerlo más humano, como cuando cuenta que lo primero que hacen los paracaidistas nada más tomar tierra es mear, o cuando relatan la historia de cómo le quitan el reloj a un prisionero alemán de la Luftwaffe.

El libro está acompañado de mapas y fotografías de época que facilitan seguir las evoluciones de las diferentes compañías de paracaidistas que participaron, algunas de las cuales solo tomaron parte en la fase final de la operación.

La tecnología recuperada por los ingleses, junto al desciframiento del código Enigma, fue clave en el desarrollo posterior de la guerra: por un lado, permitieron desarrollar contramedidas, y por otro, conocer los movimientos del Eje.

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