Verónica Lichtenstein, experta en salud mental, sobre los videojuegos de los 90: “Superaste niveles, memorizaste patrones y finalmente viste el final”
Un análisis sobre cómo las consolas clásicas fomentaban esfuerzo, concentración y logros duraderos en la infancia.

Para quienes crecieron en los años 90, pocos momentos igualaban la adrenalina de derrapar en Rainbow Road en Mario Kart o de descubrir, sin ayuda de internet, un pasadizo oculto en Pokémon Rojo. Aquellos juegos llegaban en cartuchos robustos, tenían finales claros y exigían algo esencial: mejorar. No había atajos. Si fallabas, tocaba volver a empezar.
Ese contraste con la experiencia actual no es solo una cuestión de nostalgia, sino una diferencia profunda en cómo los videojuegos influyen en el desarrollo del cerebro infantil. Así lo señala Verónica Lichtenstein, consejera de salud mental licenciada y ex maestra, quien observa con preocupación la transformación psicológica que ha acompañado la evolución tecnológica del sector.
Lichtenstein recuerda con nitidez la sensación de triunfo que ofrecían los títulos clásicos. “Superaste niveles, memorizaste patrones y finalmente viste el final”, dijo a Newsweek. “[Era] una verdadera victoria… Sentías que habías logrado algo. Tu cerebro te proporcionaba una dosis sólida y duradera de satisfacción, como terminar un proyecto difícil”. Esa combinación de esfuerzo, aprendizaje y recompensa —explica— era lo que hacía que la experiencia resultara tan gratificante y cognitivamente estimulante.
Hoy, la fórmula es distinta. Muchos de los juegos más populares se sustentan en sistemas de monetización que, bajo una apariencia de gratuidad, invitan al jugador a gastar dinero real para avanzar más rápido o personalizar su experiencia.
“Todo esto crea un círculo vicioso para la adicción”, advierte. “No hay un final definitivo, así que nunca se llega a un cierre”. Lo llama “dopamina de comida chatarra”: estímulos rápidos y efímeros que entrenan a los niños a buscar gratificación instantánea, desplazando la satisfacción más profunda que generaban los juegos tradicionales.

La experta también subraya cómo la accesibilidad inmediata a información —y soluciones— ha reducido la necesidad de pensamiento crítico. En los 90, estancarse en un nivel significaba insistir, preguntar a un amigo o consultar una guía física. Hoy basta con una búsqueda. Su propio hijo le ha señalado ejemplos: Pokémon Rojo y Verde (1996) ofrecían solo un breve tutorial opcional antes de soltar al jugador en la aventura; Pokémon Sol y Luna (2016), en cambio, guiaban minuciosamente durante buena parte del inicio.
Melissa Gallagher, trabajadora social clínica y directora ejecutiva de Victory Bay, coincide en que el cambio ha sido drástico, aunque lo observa desde otra perspectiva. Según explica, los juegos de los 90 ofrecían “experiencias de entretenimiento limitadas”: comienzos y finales definidos, puntos de pausa naturales y un diseño que favorecía la interacción social presencial. Tras jugar, los niños se iban a jugar al aire libre o a hacer otra cosa; no existía la presión de las redes sociales ni la necesidad de compararse con una comunidad global.
Los juegos actuales, sin embargo, están concebidos para erosionar esos límites. “Todo es un juego o una tarea, y la necesidad de clasificar les crea un complejo de inferioridad”, afirmó a Newsweek. Esta dinámica, asegura, alimenta la presión social, altera los patrones de sueño y contribuye a un estado general de confusión emocional.
Para Gallagher, la diferencia fundamental entre eras es filosófica: mientras en los 90 el diseño se centraba en la diversión y la finalización, en la actualidad se prioriza la retención y la monetización. Entender esta transición —sostiene— es clave para que las familias tomen decisiones informadas sobre el tiempo de juego de sus hijos.
Lichtenstein cierra con una reflexión contundente: “Los videojuegos de los noventa son un reto para desarrollar tus habilidades. Los videojuegos de hoy suelen poner a prueba tu resistencia psicológica. Muchos están diseñados para rastrear, explotar y generar adicción”.
En un mundo donde los videojuegos forman parte integral de la infancia, la mirada de estas profesionales invita a replantear una pregunta crucial: ¿Qué tipo de experiencia queremos que forme la mente de los jugadores del futuro?

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