NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA
Actualizado a

Ahí estaba, bajo el árbol de Navidad. No era un balón cualquiera, sino un Adidas Tango, es decir, un ‘balón de reglamento’, en el argot oficial de mi infancia a principios de los 80. Los Reyes no se habían tomado la molestia de envolverlo. ¿Cómo se empaqueta un esférico? Está hecho para la libertad: no se deja embalar.

Corrí a por él y lo cogí como si pudiera serme arrebatado en el último momento, aunque después pensé que ninguno de mis hermanos estaba poseído por la misma locura. Solo a mí podía estar predestinado. Me pasé un buen tiempo acariciándolo: los cosidos de sus pentágonos me parecieron de una perfección inigualable. Ignoré el resto de regalos, como cuando entras en la sala donde está la chica que te gusta y no ves nada más a su alrededor.

Impaciente, bajé a la calle a estrenarlo. Tuve que esperar un buen rato, dado que ninguno de mis amigos se había apresurado tanto, lo que me confirmó que ellos no habían tenido tanta suerte. Jugué ese día con la misma sonrisa con la que años después vi jugar a Ronaldinho.

En Náufrago, Tom Hanks llora desesperadamente cuando ve cómo desaparece en la inmensidad del océano Wilson, la pelota que ha sido su única compañía en la isla. La escena es emocionante y verosímil, especialmente si has dormido abrazado a un balón con nombre de baile argentino durante esas noches en las que aún no sabes que la vida va en serio.

Todavía juego con los veteranos, cuando no estoy lesionado, como si uno prefiriera luchar contra otro rival de carne y hueso en vez de contra el tiempo. No recuerdo en qué momento se me borró aquella sonrisa. Imagino que cuando descubrí que ‘felicidad’ es la palabra abstracta que los adultos han inventado cuando se olvidan del ‘juego’. Cada año, cuando acudo con mis hijos a ver si los Reyes Magos han sido generosos, busco con la mirada aquel balón, como si uno esperara el milagro de no envejecer.

Hoy reposa quieto bajo el árbol un balón del Mundial de Qatar. Con 17 años, mi hijo Pablo está pensando más en salir por las noches que en dar asistencias, como el resto de sus amigos con los que hemos visto la Copa del Mundo frente al televisor. Pero, aunque se hacen mayores, encontraban tiempo para improvisar una pachanga en el descanso de cada partido. Al abrazarme, con el flamante balón en la mano, mi hijo abraza a todos los que no olvidamos que una vez fuimos niños y que, de alguna manera, volvemos a serlo cada vez que hay un balón por medio.