George Viscreanu y Marcel Sabou son dos de los escasos futbolistas que lograron escapar del dictador rumano. En 1989 se fugaron en Valencia y pidieron asilo en España, el Rayo Vallecano les acogió y el Real Madrid los separó. Sancionados por la FIFA y viviendo de la Cruz Roja, prometieron jugar juntos, pero Sabou rompió el pacto de camaradas para irse al Castilla. Una traición que les supuso años sin hablarse y una reconciliación que ahora cuenta con un enemigo aún peor que el dictador al que lograron burlar juntos, la ELA que sufre Sabou. Esta es su historia.
"Cuando me deportaron a Bucarest esperaba que me metieran en la cárcel o me pegaran un tiro, quién sabe. Eran tiempos en los que, si desaparecías, nadie preguntaba. Mi madre tuvo que esperar diez días a que la dejaran visitarme en el calabozo y para ella fue como ver un fantasma, me daba por muerto”. Así era, en 1981, la Rumanía a la que regresó a la fuerza un talentoso delantero, George Viscreanu. Fue la primera de las dos veces que intentó fugarse de la dictadura de Nicolae Ceausescu. La definitiva, ya en 1989, acompañado por su compañero Marcel Sabou. Los dos se escaparon del Dinamo de Bucarest, el equipo de la temida Securitate, una de las policías secretas más brutales del bloque comunista y terminaron acogidos en Vallecas y vistiendo la franja roja. Lo que era la culminación de un plan hacia la libertad, camarada con camarada, lo quebraron las vicisitudes del fútbol profesional cuando Sabou dejó el Rayo para irse al Real Madrid rompiendo casi un pacto de sangre con su compañero y camarada. Una amistad que nunca ha vuelto a ser lo que fue aunque ambos se quedaron en España. En parte por tiras y aflojas con los años, también porque Marcel pelea contra la ELA desde hace ocho años. Esta es la historia, paso a paso, de la odisea de dos futbolistas buscando la libertad y del precio que pagaron por ella.
Mucho se ha escrito del goteo de deportistas que huyeron de la Unión Soviética, pero no tanto de los que intentaron hacerlo en las periferias del Telón de Acero. Era la Rumanía de Ceausescu un país dominado por la cada vez mayor paranoia del dictador, el paroxismo de un culto a la personalidad inspirado en el que había presenciado in situ en Corea del Norte y donde la televisión pública ni siquiera emitía la mayoría de los partidos del Steaua de Bucarest, el equipo oficial del régimen y flamante campeón de Europa. Como retrata László Péter en su libro El Fútbol Prohibido en la Rumanía de Ceausescu (2018), llegó a crearse una subcultura de fans que se congregaba por cientos en las montañas para ver los partidos del gran campeón rumano, capturando con antenas caseras las ondas de la tele húngara.
Un país en el que los futbolistas de orígenes étnicos minoritarios tenían que 'rumanizarse' el nombre y los apellidos para prosperar y del que se fugaron como pudieron otros futbolistas, además de Viscreanu y Sabou, con un coste altísimo. Sobre la muerte del central Dan Coe, leyenda del país y cuartofinalista con Rumanía en los Juegos de 1964, siempre ha sobrevolado la implicación directa de la siniestra Securitate. Fugado a Bélgica en 1971, diez años más tarde dio una entrevista en la radio criticando al régimen desde su condición de refugiado político en Colonia (Alemania) y días después apareció muerto en su domicilio. Un aparente suicidio, aunque su cadáver estuviera atado de pies y manos... Menos trágica pero igualmente traumática fue la escapada de otras dos estrellas del fútbol rumano. A Marcel Raducanu su evasión durante un viaje a Dortmund le condujo a ser juzgado como desertor (al jugar en el Steaua tenía un grado militar) y ser condenado a seis años de prisión in absentia. La del posteriormente valencianista Miodrag Belodedici en 1988 en una parada en Belgrado, pese a ser en la aún socialista Yugoslavia, trajo la misma etiqueta legal de traidor y una pena aún mayor, diez años de cárcel si el régimen conseguía echarle el guante.
Con esos precedentes, el segundo intento de Viscreanu y el primero de Sabou, ya en 1989, era de un riesgo extremo. A Ceausescu le quedaban pocos meses de vida, pero nadie podía predecir por entonces su derrocamiento y fusilamiento. Ni la gimnasta Nadia Comaneci, que arriesgó el pellejo para escapar a pie por la frontera húngara sin saber que tres semanas más tarde estallaría de la Revolución Rumana, ni los propios futbolistas, ya en España. Una vez tatuado en la psique, el terror no se diluye ni a miles de kilómetros de distancia. El 27 de diciembre de 1989, dos días después de la anunciada ejecución del dictador, Viscreanu y Sabou aún eran suspicaces pese gozar de asilo político en España, y así lo confesaban en las páginas de AS: "Hemos visto una foto del cadáver, pero puede ser un montaje...".
Pero hay que volver atrás, a inicios de los ochenta y a esa Rumanía de Ceausescu donde, como en el resto del espectro comunista de influencia soviética, los clubes estaban fuertemente vinculados a los tentáculos del Estado. Los futbolistas no eran trabajadores al uso aunque el fútbol profesional se camuflase con sueldos a cuenta de empresas públicas. Ventajas y placeres para evitar que los jugadores quisieran llevar sus talentos a otro sitio. Jaulas de oro ficticias. "Los futbolistas éramos privilegiados, se ganaba mucho, para vivir de maravilla. Casas, coches, dinero, mujeres... pero nos faltaba libertad. No me quise fugar para ser rico, me quise fugar para ser libre", recuerda Viscreanu. "Vi desde pequeño a mi familia ser esclava del Estado, viviendo con miedo de ser detenidos por algún comentario político, o porque le daba la gana a un policía. No tenías comida, ni podías hablar. Yo quería abandonar un país así".
Y lo intentó, hasta conseguirlo, dos veces. Aunque los Village People invitaban desde 1979 al salto a Estados Unidos o Reino Unido con su 'Go West', Viscreanu optó por las Antípodas. “Todo empezó en el Mundial Sub-20 de Australia", arranca su relato, al otro lado del teléfono. "Decidí quedarme en el país un año mientras duraba la sanción de la FIFA (el castigo para los que abandonaban sus clubes) antes de regresar a Europa sin saber que ellos tenían un acuerdo con Rumanía para evitar cualquier fuga, ahí empezaron siete años de calvario”. Un penar que fue de lo deportivo (“Me echaron del Steaua donde jugaba junto a la mayoría de los jugadores que luego ganaron la Copa de Europa de 1986 y pasé a ser castigado con no poder a volver a representar nunca al país en la selección”) a lo puramente vital. “Fui deportado tras un mes en Australia y pase a estar custodiado en todo momento por la Securitate, la policía secreta de Ceausescu. Tras la escala por Londres, donde me denegaron el asilo político, llegué a mi país y allí me estaban esperando un coronel y un capitán, lo primero que me dijeron es que iban a retener dos horas para que declarase y que después me dejarían libre… Finalmente estuve tres días encerrado en la comisaría siendo interrogado, dando una declaración tras otra, hasta el punto de que le dije que si seguíamos así me lanzaría por la ventana. Estábamos en una sexta planta. Vivía bajo una pensión tremenda porque estaba en el periodo de la mili, podían someterme a un juicio militar...”.
"Tras ser deportado a Rumanía pasé tres días encerrado en un calabozo declarando, amenacé con lanzarme por la ventana..."
George Viscreanu, en AS
Poco a poco, Viscreanu fue recopilando pedacitos de información. “Finalmente supe que había un acuerdo entre el gobierno australiano y el rumano para que una vez regresara, no me esperase la cárcel o un juicio, o la muerte, porque aquello fue tan fuerte que salí en todos los periódicos del mundo. Era uno de los pocos desertores. Mi primera noche en la que pedí a Australia quedarme allí coincidió que con el asesinato de Anwar el-Sadat, el presidente de Egipto y recuerdo que en un periódico, lo mío era la portada y lo suyo iba en una esquina… Me quedé impactado”.
En Bucarest iba a ser un preso sin serlo. Sin juicio, pero encerrado en un cuartel. “Me quedaban aún seis meses de mili y no tenía derecho a salir del cuartel, no podía entrenarme, apenas correr yo solo… Los viernes cuando los oficiales se iban saltaba la valla del cuartel para ir a casa a poder ducharme”. Terminó habituándose a unas condiciones penosas. “Me metían en el calabozo y sólo había una cama de madera para todos, con el tiempo me tocó el privilegio de dormir en ella porque era el más veterano de los arrestados…”, concluye, riendo. Penalidades que le endurecieron. “Perdí el miedo, si ya no habían acabado conmigo...”.
"Mi madre no me pudo ver hasta el décimo día de mi regreso, para ella fue como ver un fantasma, me daba por muerto"
George Viscreanu, en AS
Viscreanu salvó la vida y casi en otro hecho sin parangón, también su carrera. Fue rescatado para el fútbol rumano de élite precisamente por un alto cargo del régimen, que le allanó el fichaje en el Dinamo que entrenaba Mircea Lucescu, aunque un desertor no podía entrar en un club tan enraizado en el régimen de primeras, por lo que lo más sencillo para todos fue mandarlo a un equipo satélite. Para todos menos para Viscreanu, claro. “Entrar en la órbita del Dinamo fue mi salvación pero aquello fue horrible. Tenía que desplazarme todos los días 300 kilómetros para ir a entrenarme, apenas comía una vez al día... Fue un calvario físico y psicológico. Con todo lo que me hicieron durante casi ocho años tomé la determinación de intentarlo de nuevo, de abandonar Rumanía”.
La segunda fuga, la buena, contiene todos los ingredientes para una novela de John Le Carré. Tensión, espionaje, giros argumentales y suspense en plena Guerra Fría.
Viscreanu lo narra con una memoria casi cinemática. Cuatro años mayor que Sabou, había convencido a su compañero para jugarse el todo por el todo. "Vinimos Marcel y yo a España con el Dínamo de Bucarest, al Trofeo Naranja, y lo ganamos. Pero nosotros teníamos otros planes, escaparnos ir a Australia". El ejercicio de escapismo empezó muy rápido a torcerse. Viscreanu envió desde su hotel en Valencia un telegrama a su contacto austrialiano que estuvo a punto de ser interceptado por el segundo entrenador del Dinamo en una indiscreción de la recepcionista. El mensaje era que, al día siguiente, le telefonearan a Madrid, al Hotel Bretón de los Herreros, donde se alojaría el equipo antes de volver a casa. Allí, para bien o para mal, se resolvería el intento de evasión.
La recuperación de los pasaportes, secuestrados por la estructura militar que viajaba con los clubes rumanos, fue otra agonía. "Había habitaciones para dos o tres personas y cuando Lucescu las ofreció, a Sabou se le ocurrió pedir una para tres. Se me cayó el cielo encima. ¡Queríamos fugarnos y nos habíamos metido un espía en el cuarto!", recuerda Viscreanu. El tercero en discordia en el cuarto, el portero Bogdan Stelea, que luego jugaría en el Salamanca, tuvo un papel clave aunque fuera por omisión. "Esa noche nos llamaron desde Australia como acordamos... ¿y quién crees que cogió el teléfono? Pues sí, Stelea". Pero Stelea no les delató.
Sorteado ese obstáculo, era necesario 'robar' sus propios pasaportes. Mientras la expedición se iba de compras por Madrid, George y Marcel tuvieron que valerse de una artimaña para conseguir la llave de la habitación donde estaban secuestrados todos los pasaportes de la plantilla, el método para evitar, precisamente, fugas. Tras un primer intento fallido, en el segundo no daban con la maleta donde se guardaban los documentos. "Estaba acojonado, las pulsaciones a mil", admite gráficamente Viscreanu. “Yo vigilaba la puerta del hotel cuando vi regresar al general que era el jefe de nuestra expedición... y justo en ese momento asomó la cabeza de Marcel por la ventana para decirme que tenía los pasaportes”. Tras preparar unas bolsas de viaje y escaquearse por una puerta lateral, Marcel quiso volver porque se había dejado una agenda. "Tardó veinte minutos, yo ya pensaba que me había traicionado, pero lo que pasó es que al volver se había quedado de charla con algunos compañeros... Le eché la bronca porque parecía que no se daba cuenta de la gravedad de lo que estábamos haciendo, ¡nos estábamos fugando, no yéndonos de fiesta! Si nos pillaban nos podían fusilar".
Madrid era en realidad el principio, el trampolín para irse a Alemania como paso previo a poner rumbo a Australia. Pero sin visado alguno, sólo podían pasar por Viena y de ahí a Frankfurt. En suelo alemán, primer golpe al estómago: los devolvieron, a punta de metralleta, a España. En Barajas, segundo puñetazo: custodiados hasta ser deportados a Bucarest. Pero otro giro de la fortuna acudió en su auxilio. Un comisario de Policía... y su vínculo con el Rayo. "Primero nos atendió un oficial de Aduanas y no nos entendía. Llegué a pedirle que nos matase ahí mismo, pero que no nos enviasen a Rumanía. Por suerte, un comisario se dio cuenta de que éramos los futbolistas del Dinamo fugados y nos ofreció solicitar el asilo, nos trató fenomenal". Ese comisario, Ángel Antonio González, fue el que les llevó a Vallecas. Al siguiente capítulo de esta historia.
En otro tipo de socialismo muy distinto al que conocían, a meses de la tercera reelección de Felipe González como inquilino de La Moncloa mientras en la vallecana calle Tomás García retumbaban los conciertos de Obús. Viscreanu y Sabou vivían en un albergue de la Cruz Roja y con 30.000 pesetas (180 euros) de ayuda mensual que les daba este organismo. Era el único dinero que vieron en sus inicios en España, además de la indemnización de Iberia por haberles perdido las maletas. Cerca de ese albergue, en el parque Eva Perón, mantenían como podían la forma en pachangas con los adolescentes del barrio. Tras un 'Hola, somos Marcel y George, ¿podemos jugar?' entraban a las pistas de fútbol sala para participar calzando unas endebles zapatillas de lona, que ni botas tenían. Así pudieron calmar sus ansias de fútbol hasta que entró el Rayo Vallecano, donde acaba de fallecer Laurie Cunningham y militaba el otro Maradona, Hugo. "Nos hicimos cargo de conseguirles los papeles, hablamos con el Ministerio del Interior, para que tuvieran todo en regla", recuerda Pedro García. "Los tuvimos un poco a prueba y vimos que eran buenos jugadores, así que fuimos adelante con ellos".
Fichados, pero sin jugar. En Rumanía se ralentizaba la burocracia para tener el codiciado transfer de sus derechos federativos. Se entrenaban, pero sin poder ser alineados, ni los amistosos. Tan apartados estaban que su presencia flaquea en la memoria de sus compañeros de entonces. Consultados varios de ellos, la respuesta es la misma: "No los recuerdo, es que ni les pongo cara". Sí que le vienen a la memoria a Isidoro Prieto Isi, durante tres décadas utillero del primer equipo franjirrojo y el hombre que más ascensos ha vivido en la barriada vallecana. "Sí, con Felines de entrenador, no podían jugar pero se venían a entrenar a la Casa de Campo con el resto del equipo, ¡menudas palizas! Vinieron como Willy (Wilfred Agbonavbare, histórico portero nigeriano y el segundo extranjero con más partidos en el Rayo) casi de la nada y se quedaron...".
Se quedaron pero apareció el Real Madrid, el involuntario tercero en la relación entre ambos camaradas. “Marcel se fue a las oficinas del Bernabéu y fichó sin hablar de mí, yo no sabía nada”, incide Viscreanu. Pedro García da los detalles. “Me llamó Ramón Mendoza, nos reunimos con el presidente del Dinamo y firmamos la cesión de los derechos de Sabou, 'Jorge' (Viscreanu) no les interesaba”. Aquello fracturó sin remedio la relación entre los dos futbolistas rumanos. “Habíamos hablado que ninguno de los dos fichara por nadie mientras no tuviéramos ambos el transfer para poder jugar aquí. Teníamos un pacto y Marcel lo rompió, discutimos tan fuerte que su mujer termino llorando”, se lamenta aún hoy Viscreanu. “El jugó cedido en el Castilla y yo me quedé en el Rayo, esperando...”.
Pasaron y pasaron los meses en los que Viscreanu, alejado Sabou, encontró al menos compañía con el aterrizaje en el Real Madrid de su tocayo George Hagi, amante de los Mercedes y las cintas de casete de Julio Iglesias. La presencia corta del Maradona de los Cárpatos le endulzó parcialmente a Viscreanu una estancia casi en el anonimato en Vallecas, pese a tener una oferta del Atlético de Madrid para su filial, y que se limitó a doce partidos oficiales en el Rayo 1990-91 de Eusebio Ríos. Poco premio para la pacienca de un futbolista que pasó a vivir apartado y vio aparecer un nuevo presidente (José María Ruiz-Mateos, con la capa de Supermán aún puesta) y hasta al primer Camacho entrenador, de estreno en la barriada, antes de recibir una carta. No una más, la del despido.
"Gané el juicio a Ruiz-Mateos pero no me pagaba y me propuso darme sólo seis millones y el resto meterlo en un negocio juntos. ¡Encima quería meterme la mano en el bolsillo!"
George Viscreanu, en AS
Un contrato interrumpido abruptamente que volvió a ser, como tantas veces antes para Viscreanu, un motivo para apretar los dientes y luchar. El delantero se puso en manos de AFE y el quilombo terminó en juicio ganado a Ruiz-Mateos por despido improcedente y en anécdota con el fallecido empresario jerezano. Otra más. “Me debía 20 millones de pesetas pero había pasado un año y seguía sin pagarme. Un día me llamó para que le visitase en su chalet de Somosaguas y me propuso un trato: pagarme seis millones y meter los catorce millones restantes que me debía en un negocio conjunto. ¡Encima quería meterme la mano en el bolsillo!”, escribe vía Whatsapp aderezado con el emoji de la carcajada.
Bifurcadas sus trayectorias, a los dos protagonistas de esta historia la vida les trataba de diferente manera. Mientras Sabou fue haciendo carrera en nuestra Liga primero en el Tenerife tras una salida polémica de Vallecas ("Marcel no se comportó bien", recuerda Pedro García. "Se fue sin decir nada y no pudimos cobrar nada por él aunque teníamos sus derechos y hablamos de un jugador al que en España le habíamos dado todo...") y posteriormente en el Racing y el Sporting, un Viscreanu con prácticamente 30 años se vio forzado, como dicen los modernos, a reinventarse. Sin ofertas y sin ganas de regresar a Rumanía, se sacó el carné de entrenador, dirigió esporádicamente en Tercera y también saltó al mundo de la representación colaborando con un clásico del gremio, Zoran Vekic, el Jorge Mendes de los noventa en el Madrid con pesos pesados como Mijatovic, Hierro y Guti en cartera. También tuvo tratos con Ramón Martínez, otro viejo zorro de los despachos blancos. Lo más reciente, África. “Estuve a punto de irme de segundo entrenador a la selección de Gambia”, asegura.
Marcel Sabou 🫂 Juan Carlos Unzué.
— Real Sporting (@RealSporting) February 14, 2022
"Es necesario dar visibilidad a la ELA y aumentar la investigación y los recursos contra la enfermedad".#VivirValELAPena #RealSporting pic.twitter.com/MOqXEgSCSy
En los años porteriores a su retiro Sabou montó un negocio en Gijón mientras que 'Jorge' hizo una inmersión en la hostelería, con un restaurante en la madrileña calle Cartagena. Entre medias su familia se había partido en dos (“Mi exmujer se marchó a Rumanía en mi último año como futbolista y se llevó a nuestro hijo. Tenía sólo siete años, hasta que no fue mayor de edad no vino a verme a España”) y el trato con Sabou (el exfutbolista y su familia han declinado participar en este reportaje) ha protagonizado altibajos. “Estuve hace tiempo en Gijón varias veces y hablamos como si no hubiera pasado nada, pero nos separamos. Yo me fui a vivir a Zaragoza, Barcelona…", recuerda. "No supe de la terrible enfermedad de Marcel hasta que me lo contó un amigo en común y he visto que le visitó Juan Carlos Unzué, que también sufre ELA. No le he podido ver, por el coronavirus lo he ido dejando… ya iré, ya iré… pero no he ido. Llevo unos años sin hablar con él, cosas que pasaron entre nosotros, a veces hubo alguna que otra pequeña discusión (ríe con un barniz nostálgico en la voz)… pero siempre le perdoné”, admite, mientras suelta una frase cicatrizante, para ellos dos y para todos: “Con el tiempo, todo se perdona en esta vida”.