La mítica franquicia de Seattle puede estar, definitivamente, en la ruta de regreso. En la NBA la expansión no se veía con buenos ojos. Pero la pandemia ha hecho que eso cambie.
La NBA tiene treinta equipos desde 2004, cuando llegó Charlotte Hornets, entonces como Charlotte Bobcats. Antes la Liga, que nació en 1946 con once franquicias y nunca ha tenido menos de ocho, había añadido otras siete en los dieciséis años anteriores. Entre 1988 y 1989 llegaron Charlotte Hornets (hoy New Orleans Pelicans), Miami Heat, Orlando Magic y Minnesota Timberwolves. Y en 1995 se sumaron las dos franquicias canadienses, Toronto Raptors y unos Vancouver Grizzlies que se fueron después (2001) a Memphis.
La expansión es un concepto que siempre sobrevuela a las Ligas profesionales estadounidenses, intrínseco a su modelo de negocio pero que en la NBA se había rechazado sistemáticamente en los últimos años. El fallecido David Stern soñaba, a partir de la primera gran bonanza de la NBA moderna, con ampliar la competición y llegar incluso al continente europeo. Pero Adam Silver, su sucesor como comisionado, había apostado siempre por hacer crecer y dar estabilidad y prosperidad a la Liga en su forma de treinta franquicias, quince por Conferencia. Hasta ahora. Eso está cambiando, y la razón fundamental es la pandemia. En el momento más próspero de su historia, la NBA generaba, antes de la crisis del coronavirus, unos beneficios de más de 8.000 millones de dólares al año. El valor medio de las franquicias roza los 1.900 millones y el salario medio de los jugadores va más allá de los siete.
Son cifras que eran inimaginables hace unos años… y difíciles de sostener en plena crisis del coronavirus. La temporada pasada, la NBA ingresó unos 1.500 millones menos de lo que esperaba, y esta temporada avanza sin público en los pabellones... y sin posiblidad de que eso cambien en el corto plazo. Un mordisco de un 40% al volumen de ingresos habitual. Así que, en plena zozobra, la expansión aparece como una posible bombona de oxígeno: según el periodista Brian Windhorst (ESPN), la NBA podría aceptar a dos nuevas franquicias por un precio de admisión de 2.500 millones por cada una de ellas. Esos 5.000 millones serían para las treinta franquicias ya existentes: 166,6 para cada una. En el corto plazo, un gran negocio. Pero más allá... esa es la cuestión.
Quienes apuesten tienen que tener muy claro que la inversión inicial es muy alta, por encima de la media del valor de las franquicias. Los Nets se han vendido por unos 2.350 millones (récord de una franquicia profesional estadounidense) y los Clippers cambiaron de manos por 2.000. Pero son equipos de Brooklyn y Los Ángeles, los mercados más poderosos del país, los gigantes de las dos costas.
Seattle, la eterna cuenta pendiente de la NBA
Como siempre que se habla de expansión, un asunto complejo que no sucederá en el cortísimo plazo (en ningún caso antes de la temporada 2022-23), Seattle aparece como una opción segura. Una ciudad que tenía a los Supersonics, una franquicia histórica y de un enorme arraigo social que se fue a Oklahoma City y se convirtió en los Thunder en 2008. Que la cosa ahora ha cobrado cuerpo lo confirma la propia alcaldesa de Seattle, Jenny Durkan: “Es una gran noticia para nuestra ciudad que se esté planteando la expansión. Adam Silver sabe que Seattle quier estar la primera en la lista, somos la ciudad en la que debería haber un equipo. Respetaremos el proceso, los propietarios tienen que aprobarlo, pero creo que es real. El comisionado hablará con los propietarios y estos, creo que por primera vez, están expresando en público que la expansión es una posibilidad y una opción buena para el baloncesto. Tiene que ver con las cuentas económicas a las que obliga el coronavirus, claro, pero también con la economía de una competición profesional. Y la realidad es que no hay una ciudad en mejor posición para tener un equipo”.
Pero hay más candidatas: Las Vegas gana enteros, una localización de mucho potencial económico y que ha captado en los últimos años a la WNBA (Aces) y a la todopoderosa NFL, con el sonado traslado de los Raiders. También pujarán Kansas City, Louisville y veremos si Ciudad de México, una opción de expansión internacional sin salir del continente estadounidense y sin los enormes trastornos que supondría un (por ahora) improbable desembarco en Europa.
Expansión: muchas posibilidades... buenas y malas
Una expansión es, desde luego y como parece obvio, un asunto complejo. Aunque básicamente, en la superficie, es como la venta de una franquicia pero, en este caso, de una que todavía no existe y que se obtiene de la propia NBA y sus otras franquicias existentes (treinta en este caso). Estas se reparten lo obtenido a partes iguales (los citados 166,6 por barba en este hipotético caso). Los jugadores no reciben ningún porcentaje de la operación ya que no son ingresos que se consideren parte del BRI (basketball related income), la parte que se dividen entre equipos y jugadores y sobre la que se establecen el salary cap y, por lo tanto, el valor de los contratos.
El precio lo marca la NBA y no hay ningún baremo realmente preestablecido. Charlotte Bobcats pagó 300 millones en 2004, el último caso de nuevo ingreso que se ha producido en la NBA. Generalmente el precio está por encima del valor de mercado de las franquicias. En este caso, los 2.500 millones superan ampliamente el valor medio (1.900 de los equipos). En el caso de los Bobcats de hace más de tres lustros, por ejemplo, se puede tomar como medida los 285 por los que Mark Cuban se hizo en 2000 con los Mavericks, un equipo de un mercado como Dallas, mucho más poderoso que Charlotte. En 2003 Boston Celtics, uno de los buques insignia de la NBA, costaron solo 360 millones. Los 2.500 millones son una cifra muy alta ahora, desde luego en sí misma, pero más si se considera la inestabilidad y la falta de certezas que provoca la pandemia y el precio de los últimos equipos que han cambiado de propietario, todos en grandes mercados: los citados Nets y Clippers, y los Rockets, que fueron adquiridos por Tilman Fertitta por 2.200 millones en 2017. Sin embargo, y en un nicho mucho menor, Atlanta Hawks se vendió por solo 850 millones en 2015.
La NBA, y sus 30 franquicias, recibiría 5.000 millones con dos equipos nuevos que pagarían 2.500 por cabeza. Una cantidad astronómica. Entonces, ¿por qué la expansión sigue siendo un asunto espinoso? En esencia, porque los riesgos y posibles reversos negativos son también obvios. Por un lado, la bonanza de la Liga en los últimos se basa en sus fabulosos contratos televisivos: 24.000 millones por nueve años (2016-2025) firmados con Disney (ESPN y ABC) y Turner (TNT). De entrada, dos equipos más significa dos actores más entre los que repartir el pastel, uno que además seguirá viviendo esencialmente de los mismos grandes mercados y equipos emblemáticos. Otra cosa son los contratos televisivos de cada franquicia a nivel local, algo en lo que Seattle podrá contar seguramente con un acuerdo lucrativo.
Además, hay quienes temen un efecto negativo en el plano competitivo al tener dos equipos más entre los que repartir básicamente el mismo lote de jugadores. Menos concentración de talento puede producir más equipos mediocres y un producto deportivo (y audiovisual) peor. Algunos creen que ese era uno de los problemas de la (no demasiado brillante) NBA en la que los Bulls ganaron 72 partidos (1995-96), un tramo en el que habían llegado a la Liga seis equipos en los siete años anteriores.
La expansión, creen algunos, quitaría también a la Liga su capacidad de presionar con el fantasma de Seattle, una sombra que se alarga sobre cualquier franquicia donde las cosas no van bien o que, simplemente, no quiere pasar por ciertos aros. Y supone un proceso que requiere dos altas para no romper la simetría de la NBA. Y dos que encajaran con la dualidad Este/Oeste para poner a una en cada Conferencia. Un asunto que podría obligar a prescindir de algunas opciones óptimas o a recolocar a alguna de las franquicias ya existentes. Tampoco es algo inédito, aunque sí ya olvidado. En los playoffs de 1980, por ejemplo, Houston Rockets era equipo de la Conferencia Este y Milwaukee Bucks, de la Oeste. Si los equipos que llegan lo hacen desde Seattle y Las Vegas, ambas ciudades en el Oeste, habría que mover a otra franquicia a la Conferencia Este. Minnesota y Memphis tienen sentido geográfico, por ejemplo.
Las nuevas franquicias forman sus plantillas a partir de los llamados draft de expansión, que es su forma de hacerse con jugadores del resto de equipos. Cada uno de los demás puede proteger a un número de jugadores (ocho en el caso de 2004, con los Bobcats). Los jugadores que cada franquicia deja sin protección pueden ser reclamados por los que llegan nuevos a la NBA, que (eso sí) solo pueden hacerse con uno de cada equipo. Así ha sido, al menos, en anteriores versiones del draft de expansión. Los nuevos equipos también tienen picks en el draft de la temporada en la que llegan. No está establecido cuáles son: en 1995, Vancouver Grizzlies y Toronto Raptors eligieron en los puestos 6 y 7. Los Bobcats, por su parte, tenían un 4 que convirtieron en 2 con un traspaso. Finalmente, se establece una evolución progresiva en el cap. Sin contratos ni cargas previas, la NBA evita que los recién llegados puedan pujar al máximo por cualquier jugador desde una posición de ventaja reduciendo el cap que pueden usar a un 66% la primera temporada, 80% la segunda y el 100% ya en su tercer curso de vida.
Seattle por fin tiene (tendrá: el flamante KeyArena) un pabellón para sus equipos de NBA y NHL. La falta de acuerdo para poner al día el hogar del equipo provocó la salida hacia Oklahoma City de una franquicia de enorme arraigo social en todo el estado de Washington. Seattle tiene, además, una economía boyante, comandada por la sede de Amazon, y es el segundo mayor mercado de EE UU sin franquicia NBA, solo por detrás de Tampa Bay, refugio provisional de Toronto Raptors en esta temporada 2020-21; la de la pandemia. Su posición como favorita para saltar a la NBA es obvia. Las Vegas, la wildcard, tiene un pabellón (T-Mobile Arena) en el que han tenido un gran éxito los Golden Knights (NHL), y también tiene ya franquicias de WNBA y NFL, con el traslado de los históricos Raiders. Por detrás aparecen las opciones de Kansas City, Louisville y Ciudad de México.
Seattle, Seattle... siempre Seattle
La NBA tiene una deuda moral con Seattle desde que la franquicia (campeona en 1979) desapareció del mapa en 2008. Básicamente porque se trataba de un equipo emblemático, pero también por la forma en la que se produjo el traslado, una muestra de alguna de las bondades pero también de muchos de los agujeros negros y contradicciones del modelo de organización deportiva que impera en EE UU.
Los Sonics eran un referente en la NBA y sus seguidores se extendían por todo el mundo. Cuando la Liga comenzó con su gran expansión internacional, hubo quien entregó su corazón a aquellos Supersonics que vivían los tiempos de Dale Ellis, Xavier McDaniel, Tom Chambers… Después se engancharon muchos más en los tiempos del Sonic Boom: Shawn Kemp, Gary Payton, Schrempf, Hawkins… con George Karl en el banquillo, aquellos grandes Sonics acumularon en los años 90 aficionados y éxitos (temporadas con balances de 63 y 64 victorias) y también decepciones, como las eliminaciones en primera ronda ante Nuggets y Lakers o las finales del 96 en las que sufrieron (como Stockton y Malone) a los grandes ladrones de ilusiones de la época, los Bulls de Michael Jordan.
Todos los amantes de la gran Liga conocían, en fin, la tradición e historia de los Sonics, de Lenny Wilkens a Spencer Haywood, de Bill Russell a Paul Silas, de Dennis Johnson y Jack Sikma a Nate McMillan… los Sonics tenían el único título (1979) que había logrado el deporte profesional en la ciudad de Seattle hasta que ganaron las Storm y los Seahakws. Fueron los que batieron récords de antigüedad en una misma ciudad: 41 años desde su nacimiento en 1967, un período de permanencia que sólo habían alcanzado, en el momento de su mudanza, seis franquicias en los grandes deportes americanos.Tenían una tremenda rivalidad territorial con los Trail Blazers y tenían, en 2008, un proyecto apasionante (de la mano de Sam Presti) que encabezaban Kevin Durant y Russell Westbrook… Un plan firme para una franquicia que había vivido años duros y que no merecía despedirse con una temporada de 20 victorias. Y menos de la forma en que se produjo el adiós. Con dolor, con traiciones, con injusticias, con mentiras. Con premeditación y alevosía. Sin apenas héroes y con demasiados villanos en una ciudad que perdía un símbolo, un eje vertebrador, un sentimiento vestido de verde, blanco y oro.
Breve historia de una muerte anunciada
La caída de los Supersonics se puede resumir con una hoja de ruta abreviada, en un pequeño recorrido por los qués y los quiénes. Bajo la permisiva mirada (y casi el compadreo) del entonces comsionado David Stern, el empresario Clay Bennet se hizo con el mando de la franquicia con el único fin de facilitar primero y acelerar después la mudanza a Oklahoma City. Bennett, no en vano, es natural de Oklahoma, así que ese fue siempre su proyecto cuando su Professional Basketball Club LLC se hizo con los Sonics tras pagar 350 millones de dólares a otro de los grandes señalados, tras la operación, en la ciudad de la lluvia: Howard Schultz, propietario de Starbucks, que pasó de héroe local cuando se hizo con el equipo a villano cuando se deshizo de él casi como un niño cansado de su juguete. Cuando Schultz se cansó de jugar a ser Mark Cuban comenzó el fin de los Sonics, precipitado luego por los intereses de casi todos.
El plan estaba bien encaminado desde que Oklahoma City se ganó el corazón de Stern cuando acogió con gran éxito de público a los Hornets durante su ausencia de Nueva Orleans tras la desgracia del Katrina. La posibilidad de que los Hornets se mudaran definitivamente quedó completamente aparcada gracias a la gran imagen que Nueva Orleans ofreció en su All Star Weekend (2008). Stern y Bennett confluían ya en intereses y la ruta fue fácil de perfilar. El empresario pidió a la ciudad de Seattle que sufragara una nueva reforma del Key Arena y presentó además (con buena vista en virtud de sus intenciones) un presupuesto inicial totalmente inflado. Las autoridades de la ciudad y del estado de Washington no alcanzaron acuerdo alguno y aceptaron por parte de Bennett un pago de 45 millones de dólares con otros 30 apalabrados si la ciudad solucionaba la cuestión de la remodelación del Key Area antes de 2009 y no tenía una franquicia NBA en 2013. Así se perdió el derecho de contar con el equipo durante las dos temporadas que cubría el arrendamiento del pabellón.
Bennett calculaba en 60 millones las pérdidas de esa espera que consideraba innecesaria toda vez que tenía la posibilidad de pagar y acelerar el trasvase. Oklahoma celebraba un acontecimiento que esperaba para 2010 mientras las autoridades de Seattle cogían el dinero y miraban para otro lado, sin reparar en todo lo que aportaba y generaba (directa e indirectamente) la franquicia. Un valor que en realidad conocían bien tras una relación de cuatro décadas. Oklahoma City parecía tenerlo sorprendentemente más claro e invirtió 121 millones en adecuar su Ford Center…
Así que los entes públicos de Seattle (con el entonces alcalde Greg Nickels a la cabeza) quedaron como un ente obtuso, incapaz de variar el rumbo de las negociaciones o de velar por los intereses de sus ciudadanos. David Stern demostró que sus intereses podían adentrarse en terrenos oscuros. Schultz salió mal parado en Seattle después de convertirse en icono de éxito con Starbucks. Y Bennett representó al cuatrero que, además, había llorado lágrimas de cocodrilo durante las negociaciones y había tratado de quedar como un santurrón tras acceder a que Seattle se quedara con el nombre de los Supersonics y los legendarios colores verde y oro, santo y seña del pasado de la franquicia y quizá también de su entonces improbable futuro… Un Bennett que trató de convencer a todos de que las obras del pabellón debían tener financiación pública (igual que las realizadas apenas 14 años antes) sin recordar que Abe Pollin, sin ir más lejos, había sostenido con 200 millones de dólares la habilitación del Verizon Center de Washington para sus Wizards.
El hecho es que Seattle perdió a uno de sus referentes, quizá su gran símbolo junto a la Aguja Espacial, el gran rasgo de su skyline, sólo seis años más antigua que el equipo que tomó su nombre del jet supersónico que nunca se llegó a construir para competir con el Concorde. Oklahoma City merecía seguramente una franquicia. Más de 18.000 personas siguieron cada partido en el exilio de los Hornets, y los abonos para la primera temporada de los Thunder volaron a velocidad….supersónica. Pero Seattle no merecía perder a su equipo.