HISTORIA

La historia real de ‘La sociedad de la nieve’: así fue la tragedia del accidente en Los Andes

El viernes 13 de octubre de 1972 se estrelló el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, iniciando así la resistencia bíblica de 16 supervivientes perdidos en el inhóspito Valle de las Lágrimas andino.

La sociedad de la nieve

Más de medio siglo ha pasado desde que una vieja cámara grabase lo imposible. Un grupo de individuos irreconocibles, de negra silueta sobre el fondo nevado, hacía aspavientos a un helicóptero. Ni los que observaban desde las alturas ni los que devolvían la mirada entre gritos podían creerse que aquello estaba ocurriendo. Pero así era. No estaban muertos. La historia que Juan Antonio Bayona ha rescatado de los ecos que todavía hoy reverberan en el Valle de las Lágrimas de los Andes es, además de una firme candidata al Oscar como mejor película Internacional, el recuerdo de unas fotografías que la nieve empolvó.

El jueves 12 de octubre de 1972 era un día feliz. Los miembros del equipo de rugby amateur Old Christians Club de Montevideo emprendían un viaje a Chile para enfrentarse al Old Boys Club de Santiago. Las playas chilenas se extendían en la imaginación de los jóvenes uruguayos como una costa de libertad y placer que no tenía fin y que iniciaba tan pronto como cruzasen la Argentina. El presidente del club, Daniel Juan, contrató un doble turbohélice Fairchild FH-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya para hacer realidad los sueños de sus jugadores. Entre la realidad y el deseo, una cordillera. Los Andes.

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En el vuelo iban 40 pasajeros, y 5 tripulares. A los mandos, el experimentado coronel Julio César Ferradas y su segundo, el teniente coronel Dante Héctor Lagurara. Eran 19 los jugadores que embarcaron, mezclados entre familiares y amigos. El avión despegó y, apenas besó el cielo, hubo que cambiar la ruta: un frente de tormenta sobre los picos andinos les obligó a detenerse en Mendoza y pasar la noche. Al día siguiente, sin haber variado apenas las condiciones climáticas, volvieron a tomar vuelo.

El plan era ascender muy rápidamente para evitar la altura de la cordillera y, una vez completado este movimiento, descender de forma veloz para aterrizar. Ni siquiera las 29 veces que había atravesado los Andes el coronel Ferradas evitó aquello. Los pilotos, que volaban de manera instrumental, cometieron un error en la lectura de su posición: pensaron que habían llegado a Curicó y que podían acometer el descenso. Pero no. Estaban todavía a casi 70 kilómetros de la urbe chilena. Cuando dejaron las nubes encima de ellos y recobraron la visibilidad, volaban a escasos metros de las cumbres. Frente a ellos, la montaña; la situación, irreversible. Y el choque, inminente. Rondaba la tarde su final cuando se estrelló.

Primero reventó un ala, luego se rompió la otra. El avión se partió en dos. La cola salió despedida a cientos de metros y lo mismo hizo el fuselaje: los que se encontraban en la primera parte murieron a causa del golpe, los que lo hicieron en el segundo se deslizaron por una ladera a gran velocidad hasta detenerse. Para los que sobrevivieron empezó un auténtico infierno helado que duró 72 días.

La supervivencia como tarea común

No importa el impacto. La montaña golpea más fuerte. El frío extremo se mezclaba con el horror y el hambre en un escenario severo que no podían ubicar y del que resultaba imposible escapar. Aquello era hermoso y horrible, un lugar inhóspito que no estaba pensado para la vida. La historia de los que abrieron allí los ojos, tal y como confesaron algunos de los supervivientes muchos años después, fue la de decir ‘sí' cuando el mundo te dice que ‘no’.

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En efecto, aquello resultó en una sociedad. La comida escaseaba y la sed se surfeaba con nieve derretida. El grupo, que veía con sus ojos inyectados en sangre helada cómo poco a poco caían las esperanzas de salir de allí, se organizó y empezó a trabajar de manera común. Todos ponían su granito de arena, cada uno con una función específica que posibilitaba soñar con un futuro. Pero aquello no eran las playas chilenas, sino un páramo blanco, un desierto de nieve a 3500 metros de altitud rodeado por picos inalcanzables. Cuando hicieron funcionar una radio y escucharon que se suspendían las labores de su búsqueda y que no retomarían la misión para encontrar los ‘restos’ hasta febrero, entonces, todo cambió. Ellos eran los ‘restos’. Les daban por muertos.

La cuestión de la antropofagia llegó al décimo día. Poco a poco empezaron a ser más las voces que proponían obtener las proteínas que sus cuerpos demandaban de la carne de los muertos con el único propósito de sobrevivir. Y así fue. Sin matar a nadie, y conscientes del dilema católico que estaban escalando de manera transversal, hicieron de los cuerpos su comida. Un pacto bendecido por todo el grupo respaldó aquella decisión: quien se convirtiera en cadáver se ponía al servicio de los demás. La amistad conoce muchas formas de brillar y esta, que fue duramente criticada en aquella época, salvó a 16 personas de morir famélicos entre el insoportable frío.

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Todavía quedaba la avalancha. El decimoséptimo día, mientras dormían dentro del fuselaje, un alud cayó sobre el avión acabando con la vida de otros ocho. Entre ellos, Marcelo Pérez del Castillo, el capitán del equipo y quien había inyectado la esperanza en los supervivientes. Un metro de nieve cubrió los restos del aeroplano y bajo esa capa permanecieron tres largos días. Entonces se empezó a hablar de una locura: escapar de allí andando. Al fin y al cabo, antes de que la tragedia se desatase, el piloto dijo que ya habían pasado Curicó y Chile tenía que estar detrás de aquellas montañas.

Pero qué milagro

El principio del final de la pesadilla andina comenzó el 12 de diciembre. Fernando ‘Nando’ Parrado, Roberto Canessa y Antonio José ‘Tintín’ salieron a buscar una salvación que allí no iba a llegar nunca. El tercero regresó a los tres días de partir, pero los otros dos continuaron, incansables, con la marcha. Ni siquiera ascender picos de más de 4.500 kilómetros de altura, ni siquiera darse cuenta de que detrás de aquellas montañas no había sino otras igual de altas, les detuvo. Diez días después de abandonar el avión, habiendo dejado atrás la nieve y junto a un río, vieron a un arriero chileno. Le dieron un mensaje y el mulero cabalgó 80 kilómetros sin descanso hasta Puente Negro para informar a un grupo de carabineros de lo acontecido.

La ayuda llegó en forma de helicópteros. Se aproximaron rompiendo el silencio de la montaña hasta el interminable páramo, con Nando y Canessa dentro de las cabinas. Y allí los vieron. Un grupo de individuos irreconocibles, de negra silueta sobre el fondo nevado, hacía aspavientos. Rescataron a todos. El mundo se hizo eco de la hazaña de aquellos supervivientes; de la caminata prodigiosa de los dos uruguayos y de la resistencia bíblica de los 16. Y de las voces de los muertos, que ahora vivían en las palabras de los vivos. Aquello había sido un ascenso a los infiernos. Milagro, titularon muchas cabeceras el día siguiente. Pero qué milagro.