Deudas millonarias y el problema irresoluto de la salud de los jugadores amenazan un modelo que la pandemia reveló insostenible.
De los grandes deportes de equipo, ninguno resistió tanto la acometida del profesionalismo como el rugby. No fue hasta 1995 cuando la Federación Internacional, entonces IRB y ahora World Rugby, declaró “abierta” esta disciplina. El ‘contrato social’ que se firmó simbólicamente con aficionados, jugadores y otros agentes involucrados implicaba vender un alma profundamente arraigada en el amateurismo al diablo (el dinero) a cambio de la posibilidad de una vida dedicada a la pelota ovalada, con todo lo que eso conllevaba: mejores instalaciones, mejor equipamiento, más cuidados, mayor repercusión... Un producto mejor, en definitiva. Casi 30 años después, el contrato se ha roto parcialmente. No es la única (después hablaremos de las ramificaciones en Gales y Australia), pero por ser la cuna del juego, el único país europeo campeón del mundo y el promotor de una competición con la historia y el pedigrí de la Premiership, la de Inglaterra es la crisis más preocupante de cuantas atraviesa ahora mismo el rugby. Glosarla al completo daría para un libro, así que aquí trataremos de ofrecer un cuadro general que explique por qué los cimientos del rugby inglés se tambalean.
Los clubes
Si el rugby inglés se ahogase en esta marejada, cosa que no va a ocurrir simplemente porque es un negociado demasiado importante para el país como para que le dejen ahogarse, podría decirse que murió de éxito. Paradójicamente, sus problemas empezaron con el momento más recordado de su historia: aquel drop de Jonny Wilkinson para ganar la final del Mundial a Australia en 2003. Ahí comenzó una espiral inflacionista que ha terminado revelándose autodestructiva. Similar a la que vivió en la década pasada el fútbol, cuando se empezaron a pagar cifras nunca antes vistas en traspasos y salarios, una tendencia que ha terminado por estabilizarse en cierto modo. La diferencia es que el fútbol sustentó ese aumentó de gasto en unos ingresos crecientes y el rugby, al menos el inglés, no. La Premiership quiso competir en salarios con el Top-14 sin generar antes los recursos de los que sí disponía su homóloga francesa. Esta selló un acuerdo en 2021 para la retransmisión de sus partidos en Canal+ por 113 millones de euros al año. El de la Premiership con ITV y BT Sports está cifrado en 46.
Los que pudieron taparon el agujero con el caudal que le proporcionaban sus multimillonarios propietarios. El caso más evidente fue el de Saracens, y terminó mal. En 2019 el club fue descendido a la segunda división por incumplir el límite salarial en tres temporadas, de la 2016/2017 a la 2018/2019. La mecánica consistía en que Nigel Wray, su propietario y presidente, puesto que abandonó en 2020 tras 24 años ocupándolo, más que ningún otro ejecutivo en la historia del rugby inglés, invertía en negocios creados por sus jugadores como complemento salarial, para que esas cantidades no tuvieran que figurar en las cuentas del club. No fue el único episodio de incumplimiento de las normas financieras de la liga. En 2007 se investigó a varios equipos en un caso que terminó archivado y con una subida del límite hasta los cuatro millones de libras. En 2015, los propios Saracens y Bath sellaron un acuerdo para evitar el descenso administrativo.
Los diez equipos que integran la liga esta temporada, acumulaban en 2021, en plena pandemia, más de 300 millones de euros en deudas.
Los días de grandes cheques terminaron mucho peor para Wasps y Worcester Warriors, dos clásicos con más de 150 años de historia y siete títulos ligueros entre ambos, además de dos Champions en el caso del primero. Ambas estructuras colapsaron en 2022, incapaces de hacer frente a unas deudas que ascendían a 116 millones de euros en el caso de la londinense y 29 en la de las Midlands. Dejaron en la calle a cientos de trabajadores, y la competición con dos clubes menos: de 13 a 11. El año pasado adelgazó hasta los 10 con la suspensión de London Irish tras incumplir repetidamente los requerimientos de la autoridad financiera de la Premiership para que pagase las nóminas de sus empleados y jugadores. Los diez equipos que integran la liga esta temporada, acumulaban en 2021, en plena pandemia, más de 300 millones de euros en deudas. Un estado de cosas claramente insostenible.
La Federación
Las penurias económicas de la Premiership son la cúspide de la pirámide de esta crisis. La raíz está en la base y en la institución encargada de gestionarla, la Rugby Football Union (RFU), el ente federativo inglés. Según Statista, en 2016 jugaban al rugby en Inglaterra al menos dos veces por semana cerca de 260.000 personas. En 2021, el último año con datos, eran cerca de 134.000. Se ha producido una fuga en dirección a otras disciplinas crecientes en popularidad como el running o el ciclismo que la RFU no ha conseguido atajar. La tendencia la alimenta, también hay que decirlo, un problema que escapa parcialmente a su control: la sensación cada vez mayor de que este es un deporte peligroso. Cierto es que la RFU depende en este asunto de las directrices que le marque World Rugby, la Federación Internacional, pero la culpa de que los jugadores se sientan desprotegidos y las familias empiecen a optar por otras alternativas al decidir qué deporte quiere que practiquen sus hijos, sería en cualquier caso compartida. O al menos así lo entienden los 295 jugadores que decidieron demandar recientemente a ambos entes, junto con la Federación Galesa, como responsables subsidiarios de la demencia que les ha sido diagnosticada, como consecuencia de sufrir recurrentemente impactos en el cráneo durante años de práctica de este deporte.
De vuelta a la cúspide, los problemas se amontan en torno a la gallina de los huevos de oro, la selección masculina. Su buen papel en el último Mundial, que acabaron terceros cuando había quinielas que apostaban incluso por su eliminación en fase de grupos, no entierra, al menos del todo, el hecho de que no han sido capaces de competir por el Seis Naciones en las tres últimas ediciones, con el quinto puesto de 2021 como suelo, ni la patada hacia delante que supuso el cambio de Eddie Jones por Steve Borthwick, acabe bien o no el mandato de este último. Tampoco que Twickenham, la mayor fuente de ingresos del rugby inglés, lleva tiempo luciendo menos poblado de lo habitual y convertido en un polvorín, con abucheos puntuales, peleas en las inmediaciones de aficionados frustrados por los resultados y pasados de rosca por el exceso de alcohol, un problema que ha llegado a las páginas del Daily Mail de la mano de Sir Clive Woodward.
Twickenham, la mayor fuente de ingresos del rugby inglés, lleva tiempo luciendo menos poblado de lo habitual y convertido en un polvorín.
Eso, en lo deportivo. En lo económico, la situación tampoco es mucho más halagüeña que en el rugby de clubes. De hecho, solo los 102 millones que recibió la RFU por el acuerdo del Seis Naciones con CVC salvaron sus cuentas de los números rojos el año pasado, en el que se llegó a cuestionar el puesto de Bill Sweeney, su CEO, y su salario de 750.000 euros anuales. Especialmente después de que un comité parlamentario encargado de investigar la crisis de la Premiership, que no deja de estar de alguna forma bajo el paraguas de la Premiership (algo que se pretende cambiar para compartimentar espacios con vistas a que futuros problemas de una organización no afecten a la otra), resolviera como conclusión más palmaria que el liderazgo en el rugby inglés es ahora mismo “inerte”.
Australia y Gales, otras ramificaciones
Inglaterra no es la única potencia rugbística en crisis. Las ramificaciones de este periodo convulso para el juego a nivel profesional se extienden a Gales, donde este deporte es auténtica religión, y a Australia, donde lucha por su supervivencia en una disputa ‘caníbal’ con una disciplina de su misma especie, el Rugby League, la versión con 13 jugadores por equipo (y también con el fútbol australiano, un primo no muy lejano).
En Gales urge una reestructuración de una base llena de redundancias, que entorpece la correa de transmisión con la selección, y de su sistema de franquicias en el United Rugby Championship, un problema acrecentado por la repatriación de sus estrellas emigradas (los Liam Williams, George North, Leigh Halfpenny...) a la Premiership o el Top-14 a golpe de talonario. El último acuerdo al que llegó la WRU con Cardiff, Ospreys, Dragons y Scarlets (sus cuatro representantes en esa competición, los mismos que una Irlanda que casi dobla en población al principado) estuvo cerca de llevar a la huelga al equipo nacional en pleno Seis Naciones. Varios internacionales temían la extinción de sus contratos o recortes importantes en sus salarios, este último el motivo que ha llevado a muchos jugadores a emigrar a ligas más pujantes económicamente como la francesa, y por tanto a perder la posibilidad de integrar el XV del Puerro en virtud de la normativa federativa, que prohíbe la convocatoria de quienes presten sus servicios en el extranjero a menos que hayan acumulado antes 60 internacionalidades. Un disparo en el pie en toda regla.
La selección gales está lastrada por unas reglas insostenibles para que un jugador pueda ser convocado.
Australia por su parte ha tenido que aplicar severos recortes en todos los ámbitos ante la degradación progresiva del valor de sus derechos televisivos (el último acuerdo con Nine es de 30 millones de dólares australianos al año, mientras que el del periodo 2015-2020 ascendía a 57 por campaña). El producto se ha devaluado por la inoperancia reciente de sus franquicias en el Super Rugby, que no corona a un campeón aussie desde 2014, y sus consecuencias en una selección que ha digerido mal el último cambio generacional, con la eliminación en fase de grupos en el último mundial, la primera en la historia del país, como la gota que ha colmado el vaso. Esa ominosa actuación de los Wallabies acabó con la salida de Eddie Jones, al que muchos veían como tabla de salvación del rugby australiano, que firmó por cinco años con la misión de reconstruir la estructura internacional del país y duró diez meses en el cargo. Se fue, además, en malos términos, acusado de acudir a una entrevista para el puesto de seleccionador japonés poco antes del Mundial. Le siguió al poco el presidente federativo, Hamish McLennan, ideólogo del fichaje de Jones al que las organizaciones provinciales obligaron a dimitir descontentas con sus intentos de centralizar la toma de decisiones. Le sustituyó Dan Herbert, campeón del mundo con los Wallabies en 1999. Él y Joe Schmidt, arquitecto de la pujante Irlanda actual que ha sido elegido como nuevo seleccionador, son los encargados de devolver a la senda correcta a un rugby que ha alcanzado la cima del mundo en dos ocasiones.