Amat, Pujol, Torres, Ballester y Mariné fueron cinco de los 53 deportistas españoles que acudieron a los Juegos de 1964. Historias de otro deporte repleto de pioneros.
Han pasado 57 años, toda una vida. Aquellos deportistas que viajaron a los Juegos Olímpicos de Tokio 64 con la misma sensación de ir a la Luna cuentan ahora sus batallas, pioneros de un deporte español que apenas tenía recursos y conocimiento, inspirado solamente en la capacidad genética de sus deportistas y la ilusión y el talento de algunos entrenadores foráneos que empezaron a sentar las bases de lo que vendrían después.
Quim Pujol, Miquel Torres, María Ballester, Francesc Amat y Jordi Mariné son cinco de los 53 deportistas españoles que representaron a España en Tokio, en unos Juegos a la bandera de la innovación tecnológica que presentaron al mundo el potencial de Japón después de dejar atrás las consecuencias de la II Guerra Mundial. De su cabeza surgen estos diez relatos de Tokio, ciudad que en unos días inaugurará, por fin, sus segundos Juegos. La charla tuvo lugar en el Club Egara de Terrassa antes del comienzo de una pandemia que, como a todos, también ha trastocado sus vidas. Tokio siempre tendrá un lugar en el podio de sus memorias.
En pleno franquismo, donde los recursos deportivos escaseaban, España llevó a los Juegos de Tokio una delegación formada por 53 deportistas (50 hombres y tres mujeres) para competir en nueve deportes. El hockey hierba (14), la natación (11) y el tiro (7) reunían al 60% de los participantes. Las opciones de medalla eran escasas. Un diploma ya era una heroicidad. Después de la II Guerra Mundial, España solo había conseguido tres medallas entre los Juegos de 1948, 1952, 1956 y 1960. Tokio era, para todos ellos, una oportunidad y una experiencia única. Asia era un territorio desconocido.
La aventura para los Juegos de 1964 no empezaba, precisamente, en Tokio, donde nuestros héroes vivieron, a pequeña escala, terremotos, maremotos y fenómenos naturales desconocidos en España. Primero había que llegar. La aviación comercial estaba muy lejos de lo que conocemos hoy. Los aviones no estaban preparados para hacer largos recorridos sin repostar y a esa circunstancia se sumaba una especial. En plena Guerra Fría, la Rusia de Nikita Kruschev, que estaba a punto de dejar paso a Brezhnev, tenía su espacio aéreo cerrado.
Había dos maneras de llegar a Tokio. La ruta del sur estaba plagada de escalas: París, Teherán (Irán), Karachi (Pakistán), Calcuta (India), Bangkok (Tailandia) y finalmente, Tokio. Esta fue la escogida por la mayoría y fue, en líneas maestras, la que siguió la antorcha cuando salió de Olimpia: Estambul, Beirut, Teherán, Lahore, Nueva Delhi, Rangún, Bangkok, Kuala Lumpur, Manila, Hong Kong y Taipéi.
"La ruta del sur estaba plagada de escalas: París, Teherán (Irán), Karachi (Pakistán), Calcuta (India), Bangkok (Tailandia) y finalmente, Tokio"
Pero también estaba la ruta del norte, que después de salir por Barcelona y pasar por Copenhague, aterrizaba en Alaska. "Allí te daban un diploma que acreditaba que habías pasado por el Polo Norte", recuerda Mariné, que siempre tuvo la sensación de hacer "un viaje a la luna" para llegar a Japón. Alaska (Estados Unidos), es uno de los cinco países que tienen frontera con el Polo Norte junto a Noruega, Dinamarca (por Groenlandia) y Rusia. Desde Alaska, Mariné, como otros, volaron hacia Tokio. Y con un diploma por llegar al Polo Norte antes que uno olímpico. La aventura ya había comenzado.
Después de un kilométrico viaje a Tokio, con hasta cinco escalas, los deportistas se enfrentaron al primer rival, imbatible a corto plazo: el jet lag. Entre España y Japón existían ocho horas de diferencia, por lo que la primera semana les era imposible conciliar el sueño y poder descansar. “Te metías en la cama a las 22:00 y, cuando creías que ya había amanecido y que habías dormido siete u ocho horas, mirabas el reloj y eran las 00:00. Tu cuerpo ya no quería cerrar los ojos”, explica Francesc Amat, que acudió a los Juegos con su hermano Pere.
Esa falta de sueño condicionaba los primeros días de los atletas. Después de comer ya les entraba el cansancio, por lo que en vez de entrenar les apetecía tumbarse en la cama, aunque el afán por descubrir y exprimir la experiencia lo contrarrestaba. Juan Antonio Samaranch, antes de su etapa de presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), era el jefe de la expedición en Tokio, a la que acudieron también algunos médicos para ayudar a los deportistas en caso de que fuese necesario.
"Nos dieron Vitamina C por las noches como complemento, pero no se percataron que este suplemento no te ayuda a dormir”
Pero la solución de los doctores fue un mal mayor. “Nos dieron Vitamina C por las noches como complemento, pero no se percataron de que este suplemento no te ayuda a dormir”, apunta Pujol, que en aquel momento se tomó la pastilla de Redoxon como el resto de los miembros de la delegación española, que siguieron el transcurso de los Juegos de una manera incómoda por las noches. “Había un desconocimiento generalizado. Los médicos no sabían ni diagnosticar una gripe”, se muestra crítico Pujol.
Recetas mágicas de las que no se libró María Ballester, que vio como el médico descubrió en Tokio gracias a otros países que “había una pastilla que retrasaba la regla”. Las americanas la utilizaban porque de esta manera se aseguraban que el día de la prueba no les venía. Pero yo me negué. “Primero soy mujer y luego nadadora”, le comentó al doctor. La precariedad médica no ayudó a los deportistas en la preparación olímpica ni tampoco en Tokio, donde compitieron a años luz de otros países, en una España cerrada al mundo, donde el deporte era amateur también en los profesionales. “Todo aquello fue un milagro”, dice Torres.
En los Juegos de 1964, el asunto del amateurismo marrón empezaba a estar en la calle. El establecimiento del nuevo orden mundial, con la consolidación de los bloques capitalista y comunista, generó una carrera desenfrenada, especialmente desde los países del Telón de Acero, donde los deportistas eran protegidos con trabajos postizos o con reconocimientos militares que escondían una dedicación salvaje. Japón, sociedad de valores y ética, estaba en alerta. "Había periodistas que revoloteaban por Hachioji. Nos preguntaban que a qué nos dedicábamos. Yo le dije que era payés, claro. No sabrían ni qué era. Pero ya existía la sensación de que había gente que competía en los Juegos que prácticamente era profesional", comentó el ciclista Mariné.
Los deportistas españoles, sin embargo, sí seguían siendo cien por cien amateurs. "A nosotros nos dieron una dieta de 2.000 pesetas aproximadamente. Era un 15% de lo que cobraban los dirigentes. Nos podíamos comprar cuatro cosas, poco más...". No se permitían tener ingresos extra.
A Quim Pujol, el chico que había crecido en el Lago de Banyoles, y que se había hecho nadador en la Blume a las órdenes de Jan Freese, le llamó Floid, la marca de cosméticos de moda de la época, para hacer un anuncio. Tuvo que renunciar a él porque un atleta que fuera a ser olímpico no podía tener ningún ingreso. Algo parecido le pasó a Miguel Torres cuando el Canoe llamó a su puerta. No podía haber dinero de por medio.
"A nosotros nos dieron una dieta de 2.000 pesetas aproximadamente. Era un 15% de lo que cobraban los dirigentes"
El amateurismo marrón, término que procede del francés ('marron' significa clandestino) formaba parte de la carta fundacional de los Juegos de la era moderna. El Barón de Coubertain pensó de manera romántica los Juegos aunque pronto hubo quien se saltó las normas. En 1912, el atleta estadounidense Jim Thorpe ganó dos medallas de oro que con el tiempo le fueron anuladas, simplemente por haber jugado en las ligas menores de béisbol. El término fue perdiendo sentido hasta que, a día de hoy, el profesionalismo está instalado en los Juegos. En 1964 terminó por ser un déficit, deportivo y económico, para la delegación española, que no tenía ni una cosa ni otra.
“Nadie había estado en Japón. Todo era novedad”, añade Miquel Torres, el primero en llegar a los chalets blancos que ocupaban los americanos en la II Guerra Mundial y que ahora albergarían a los deportistas olímpicos durante los Juegos. Era comienzos de septiembre. El equipo español de natación, que llegó antes de lo esperado para adaptarse al clima y al horario, compartió convivencia los primeros días con “cuatro mexicanos y dos caballos”.
“El agua de la piscina estaba helada. No podíamos prácticamente entrenar. Nos aburríamos y teníamos tiempo para hacer muchas cosas”, explica Torres. En aquel equipo de natación también estaba María Ballester, una de las mujeres pioneras en acudir a unos Juegos y pareja del nadador. Todo se había conjuntado para que vivieran en Tokio una especie de luna de miel, que aún ahora, 57 años después, recuerdan al dedillo.
"Nosotros empezamos a entonar el ‘Porompompero’ de Manolo Escobar. Fue lo que nos salió"
La villa estaba dividida en dos zonas totalmente apartadas, una para los hombres (4.473) y otras para las mujeres (678), y contaba con unas bicicletas para moverse por los alrededores. A cada deportista se le daba “un diccionario en japonés para aprender las palabras más habituales”, explica Francesc Amat. Incluso había un teatro y un servicio de peluquería un tanto placentero. “Estuve todos los Juegos con el pelo muy corto. Fui el primer día a cortármelo y después te hacían unos masajes en la cabeza… Acabé yendo cada día”, recuerda y sonríe Ballester.
Torres y Ballester aprovecharon este mes de preparación para adentrarse en las costumbres japonesas. “Fuimos a un centro de geishas a experimentar la ceremonia del té. Nunca lo había probado y sinceramente no me gustó”, explica Ballester. Ella fue con un vestido rojo, que en el país simboliza la mala suerte. “Me miraron raro”, añade. Vivieron un momento divertido que les quedó grabado, cuando los asistentes en la sala de té tuvieron que cantar una canción. “Nosotros empezamos a entonar el ‘Porompompero’ de Manolo Escobar. Fue lo que nos salió”, apunta Torres, que cuenta con infinitas fotografías de aquellas vivencias.
Amat quedó asombrado por las autopistas (“unas encima de otras”) y por la cortesía y educación japonesas: “Entré a una tienda a comprar un recuerdo y al despedirme y agachar la cabeza, vi que el dependiente me devolvía el saludo. Y yo igual. Estuvimos haciéndolo siete veces seguidas. No sabía quién debía parar”, rememora el ex jugador de hockey. “¿Cómo Japón pudo crear eso? Se ganaron nuestro respeto”, finiquita con precisión Mariné. Los Juegos ya estaban preparados para inaugurarse.
El impacto del comedor de la villa fue tremendo, especialmente para los olímpicos que no habían estado en Roma, en 1960. Una catarata de deportistas de todas las nacionalidades acudía a cualquier hora a alimentarse. Una mezcla de colores, costumbres y vestimentas. Pero ante tanto arcoíris social, a Quim Pujol le llamó la atención un detalle. Y no era banal. “Nosotros apenas desayunábamos, pero los americanos se lo comían todo. Veníamos de una España en la que para empezar el día te daban pan con chocolate”.
La comida fue una catarsis para la delegación española, que no tuvo queja del comedor, un buffet libre en el que se podía disponer de alimentos de todas las culturas. “Dimos un cambio importante. En Tokio comimos de todo, teníamos yogures, carne, patatas…”, recuerda Miquel Torres. “Nuestra ignorancia era máxima”, apunta con el tiempo el actual arquitecto Pujol, criado en la España de la postguerra como el resto de los miembros de la expedición española, lo que les comportó desde pequeños unos déficits alimenticios: “Crecimos con la leche en polvo; nuestros rivales habían crecido de verdad. Nos tiraban agua en la leche para que hubiera más”.
Hay una jornada de los Juegos que resultó inolvidable, pero curiosamente en ningún estadio ni recinto, sino de noche y en la villa. Llegó a Japón un barco que provenía de España con jamones, un regalo para la delegación española. Cuando los paquetes llegaron al pabellón, los deportistas tejieron un plan. “Esperamos a que los entrenadores se durmieran y fuimos a la nevera. La fila de pijamas era grande. Conseguimos abrir el frigorífico, pero en ese momento nos dimos cuenta de que no teníamos cuchillos”, recuerda Amat entre las risas de Miquel Torres y Quim Pujol.
Si para Japón los Juegos de Tokio supusieron un cambio en su habitual dieta (la carne se empezó a tener en cuenta), para los españoles también fue una comprobación de las diferencias que existían entre países y de lo poco que se cuidaba en España. “Recuerdo que antes de nadar por la tardes en España nos daban una paella, mientras los otros países desayunaban fuerte y luego comían menos”, reitera Pujol.
“En mi caso me llamó atención la multiculturalidad. En el comedor veías al típico luchador de sumo de rasgos asiáticos, los hindús con los turbantes, deportistas negros que hasta la fecha no se veían demasiados…”, añade María Ballester, que añade: “La gente en España era austera, no podíamos comernos un filete”.
En los próximos Juegos de Tokio, el Comité Organizador decidió que las camas de los atletas se construyeran de cartón, un material sensible que no soportará mucho peso ni excesivos vaivenes. El sexo en la villa (en Río 2016 se repartieron 450.000 preservativos) siempre ha sido una realidad, confesado por deportistas, tan antiguo como el propio evento. Pero en los Juegos de 1964, con las villas separadas por sexos, los deportistas tenían que ingeniárselas para poder practicarlo. “Nuestros entrenadores no nos dejaban hacer nada”, rememoran.
La primera diferencia con la actualidad era el desequilibrio entre hombres y mujeres. Había una mujer para siete hombres. La primera criba era el éxito deportivo. “El estadounidense Don Scholander era el que más triunfaba. Recuerdo una imagen de él con cuatro medallas de oro bebiendo una coca-cola y morreándose con una atleta. Con una medalla todo era muy fácil”, recuerda Miquel Torres.
"Muchos de ellos compraban pelucas para poder entrar en la villa de las chicas. Y lo conseguían"
Después del cortejo, quedaba el más difícil todavía, entrar en la villa de las mujeres. De nuevo, allí se tiraba de imaginación. “Muchos de ellos compraban pelucas para poder entrar. Y lo conseguían”, recuerdan Torres, Pujol y Amat, que destacan que en España se era más estricto con los deportistas a diferencia de otros países en los que, además, estaba garantizado un éxito deportivo.
El sexo empezó a ser un objeto de estudio en los Juegos a raíz del caso de la atleta polaca Eva Klobukowska, ganadora del oro en los 4x100. Tres años después, se sometió a una prueba médica que le diagnosticó el gen XX/XXY, por lo que le desposeyeron de todos los títulos y le prohibieron competir con mujeres. Fue positiva a lo que se denominó Corpúsculo de Barr. En México 68 le prohibieron a todas estas mujeres participar, pero Klobukowska dio a luz ese mismo año y finalmente se concluyó de que no era anómala para competir con mujeres. Le devolvieron las medallas.
Siempre quedará en el aire la leyenda que corrió de las hermanas Press (Tamara e Irina). En Roma 1960 y en Tokio 1964 ganaron cinco medallas entre ambas, y luego se retiraron cuando empezaron los controles de sexo. Cuentan que nunca se dejaron ver desnudas en el vestuario. Ambas se casaron pero nunca tuvieron hijos.
El hockey hierba fue el deporte estrella de la delegación española en Tokio. De hecho, Eduardo Dualde fue el abandero después del bronce obtenido en Roma 1960. Después de una gran primera fase (1-1 contra Holanda, 3-0 contra Malasia, 1-1 contra India, 3-0 contra Canadá, 1-1 contra Alemania, 4-0 contra Hong Kong y 3-0 contra Bélgica), España se jugaba la medalla en la semifinal contra Pakistán. Pero uno de los puntales de la Selección no iba a poder jugar.
En el partido contra Bélgica, un accidente se cargó el sueño de Francesc Amat después de hacer un hat-trick histórico. Él lo relata. "Fue una jugada extraña. Fui a por una pelota y la misma me subió por del stick al brazo y me cortó la lengua. Tragué sangre, caí mareado. Vinieron a por mí en una ambulancia y cruzamos Tokio. De pronto me vi delante de ocho japoneses en un hospital... Hicieron una extraña operación con una especie de garfio y me pusieron ¡42 puntos! Como es lógico, no pude jugar la semifinal...".
"Fui a por una pelota y la misma me subió por del stick al brazo y me cortó la lengua. Tragué sangre, caí mareado. Vinieron a por mí en una ambulancia y cruzamos Tokio".
Aquel partido contra Pakistán tampoco lo pudo jugar Colomer, otro de los puntales de la Selección. España perdió con claridad y lo fió todo en el tercer y cuarto puesto contra Australia. Tampoco pudo ser y tampoco jugó Amat, que dedicó aquellos días de baja para seguir aprendiendo. "Me gustaba mucho ver entrenar a los indios. Nosotros teníamos técnicas más rudimentarias. Ellos, para mejorar su técnica, hacían desafíos individuales con el stick a la manera del esgrima".
Nada que ver con la preparación que había tenido la Selección en la parte alta del Barcelona con un entrenador, el alemán Ernest Willig, era el Míster Látigo del hockey hierba. "Corríamos como bestias por la montaña. Tenía un ejercicio dramático, en el que tenías que hacer cuestas con alguno de tus compañeros colgado. Yo siempre me buscaba la vida para coger al que menos pesaba; si no eso era insoportable", recuerda esbozando una sonrisa Amat. Y cuando parecía que el entrenamiento había terminado... "entonces decía: ¡partido! Pero partido con sacos encima, para ganar fuerza. Fue durísimo".
Tal vez España llegase con gasolina al final de los Juegos. Nueve partidos que terminaron con Australia, en la pelea por el bronce. España siempre reclamó un polémico penalti señalado a Solaun, que estaba fuera del área cuando cometió la infracción. Amat se llevó algo más que un diploma olímpico de Tokio. Una sensación de "novedad absoluta", "un diccionario que te daban con términos coloquiales cuando llegabas". Y 42 puntos de sutura para arreglar su lengua.
Los Juegos de Tokio de 1964 estuvieron a punto de terminar mal para España a nivel diplomático después de una escena insólita. Valentín Loren (1946), boxeador de Zaragoza de 18 años entonces, le soltó un derechazo en la mandíbula a Gyorgy Sermer, el colegiado húngaro que había arbitrado su combate contra el tailandés Hung Chang. Fuera de sí por lo que consideraba una decisión injusta que el árbitro sostuvo por su querencia a boxear con la cabeza agachada, le golpeó después de que Sermer anunciase el veredicto final.
El asunto trascendió y durante un momento existió la sensación de que España podía ser expulsada de los Juegos. El incidente tenía miga, porque en el rincón de Valentín Loren estaba Vicente Gil, entrenador de la delegación española de boxeo que, además, era médico personal de Franco. Antes de los Juegos, Gil había cambiado la concentración de los púgiles (Agustín Senín, Domingo Barrera Corpas, Miguel Velázquez y Loren) de Colmenar Viejo... a El Pardo, donde los confinaron y recibieron consignas casi dogmáticas sobre la responsabilidad de representar a España, más después de lo que había ocurrido en los Juegos de Roma. La delegación española ya se había quejado entonces de los arbitrajes. En cierto modo, los boxeadores viajaron sugestionados a Tokio por un exceso de testosterona nacionalista.
España siguió en los Juegos pero a Loren le costó su carrera. A Juan Antonio Samaranch, jefe de misión de la delegación española para los Juegos, no le gustó nada el incidente y le expulsó del amateurismo. Loren no pudo ir a los entonces prestigiados Juegos del Mediterráneo de 1965 y de ahí pasó al profesionalismo, donde su carrera fue corta.
A Juan Antonio Samaranch, jefe de misión de la delegación española para los Juegos, no le gustó nada el incidente y le expulsó del amateurismo
El incidente de Loren dio la vuelta al mundo, pero no fue el único lío diplomático de aquellos Juegos. Dawn Frasier, tremenda nadadora que llegó a batir 41 récords mundiales y que tuvo en posesión durante quince años el de los cien metros, ganó su tercer oro olímpico en los Juegos de Tokio. Para celebrarlo, salió de fiesta con sus amigos del hockey. Frasier ya tenía algún antecedente en los Juegos. Primero, se había saltado las recomendaciones de la delegación australiana y se había presentado en el desfile inaugural cuando la recomendación era descansar. Más tarde, se negó a utilizar el bañador oficial porque "le quedaba pequeño". Y, finalmente, vino la gran farra.
Frasier acabó con dos amigos y se propusieron robar tres banderas de Japón. Conseguidas las dos primeras, la tercera tenía premio. Era la del Palacio Imperial. Frasier fue detenida y, pese a ser liberada sin cargos, Australia no le perdonó. La sancionó con diez años. Para cuando la pena fue derogada, ya era tarde para que preparase los Juegos de México de 1968. A sus 82 años, sigue siendo una rebelde.
Jordi Mariné Tarrés (24-9-1941) es un personaje emotivo. Tiene un catálogo interminable de reflexiones que siempre guardan una moraleja, y si hace falta hasta te regala una cadena de miniatura, hasta ahí llega el amor a su deporte, el ciclismo. Sin duda, su paso por los Juegos de Tokio le marcó. Un viaje interminable, una adaptación difícil por el jet-lag, una inauguración maravillosa. Y una carrera con un momento inolvidable. Mariné, único tarraconense que fue a aquellos Juegos Olímpicos, corrió escapado durante kilómetros con dos gigantes de este deporte. Felipe Gimondi ya había ganado el Tour del Porvenir en 1964 y estaba a punto de ganar el Tour de Francia de 1965. El otro era el Caníbal.
Merckx se lanzó en la escapada por Gimondi, pero estaba muy controlado porque venía de ganar el Mundial amateur. Aquella escapada no cuajó y Mariné no pudo estar con los mejores al final. El mejor español fue José Manuel López Rodríguez, un leonés que terminó quinto y del que, con el paso de los años, supimos que fue el ciclista preferido de Mariano Rajoy, ex presidente del Gobierno y gran aficionado al ciclismo.
"Como creyente, me interesé por la religión que profesaban y entendí que si bien puede haber un Dios, este se puede manifestar de diferente manera en otras áreas del mundo"
Tanto fue la popularidad de Mariné en su pueblo, Vinyols i els Arcs, que sus vecinos le enviaron una carta de ánimo a su residencia en Tokio con las firmas. Hojas que guarda el ciclista como oro en paño, y aún se emociona cuando las lee. Mariné no ha olvidado aquellos días en Japón, si bien los ciclistas no estaban en Tokio sino en Hachioji, a unos 40 kilómetros. Una foto siempre acompaña a Mariné cuando relata aquella experiencia en los Juegos. Es de Mariano Día, ciclista que en el periodo olímpico supo que era padre. Los vecinos de Hachioji quisieron hacerle su particular regalo posando en la foto con un crío. Era su particular forma de darle la enhorabuena.
Además de aquella carrera, en la que no pudo competir por ganar pero que le ayudó en su aprendizaje para ser un ciclista de prestigio (45 victorias en total, cuatro años como profesional en Fagor, Kas, Pepsi-Cola y La Casera), Mariné quedó marcado por su conocimiento de otras religiones. "Para mí, un payés, cada pregunta suponía un descubrimiento en Japón. Como creyente, me interesé por la religión que profesaban y entendí que si bien puede haber un Dios, este se puede manifestar de diferente manera en otras áreas del mundo. Abrió mi mente para respetar y entender otras creencias". Del dios de su deporte, Merckx, siempre podrá decir que lo tuvo bien cerca y dándole relevos aquella mañana olímpica de Hachiogi.
Miquel Torres fue ‘Miquelet’ en Roma 1960, apenas un niño de 14 años que alucinaba con la mala educación de algunos deportistas (“se cagaban en las camas”), el olímpico más joven de la historia hasta la aparición del saltador británico Tom Daley en Pekín 2008. “Era una semana más joven”, puntualiza. Cuatro años más tarde, el de Sabadell era una de las estrellas de la delegación española, primer medallista europeo en natación, capaz de pelear con los gigantes mundiales en la prueba de 1.500 libre.
Pero las diferencias en la preparación de los deportistas españoles y de otros países fueron determinantes. “En ese periodo llegamos a entrenar en un embalse en Rellinars (Manresa). ¿Cómo podías allí hacer salidas o virajes?”, recuerda. “Nos concentraron en un hotel de la calle Pelayo de Barcelona antes de viajar a Tokio. No podíamos nadar en piscina de 50 metros porque en septiembre ya hacía frío”, recuerda Quim Pujol, que vivió su primera experiencia olímpica.
"Cuando veías un americano, querías cambiarle la chaqueta”
Torres venía de ganar una plata en el Europeo de 1962 y el oro en los Juegos Mediterráneos de 1963. Para preparar los Juegos había estado entrenando en la piscina de Vallirana (Barcelona), donde Samaranch iba a visitarlo de vez en cuando y se preocupa para que le dieran “yogur con membrillo”. Un mes antes de que empezaran los Juegos, el equipo de natación, con Torres a la cabeza, llegó a Tokio, pero se encontraron con mil imprevistos, desde un pequeño terremoto hasta problemas con las piscinas de entrenamiento.
Ya en el Centro Acuático, una obra arquitectónica fastuosa, Torres se quedó a una décima de entrar en la final, y eso que batió el récord de España (17:36). Nadó junto al estadounidense John Nelson, que en la final se colgaría la plata. Pero de tanto seguir la estela quedó fuera. “Era el único nadador que hacía la voltereta en el viraje, y no entiendo porque siempre llegaba descuadrado”, comenta ahora desde la distancia temporal.
En la época, Torres era un talento en las pruebas de fondo, con una envergadura que en otro país y con otro método de entrenamiento le podía haber convertido en un gran campeón. No se llevó medallas, pero el equipo español debía conformarse con otros premios. “Cuando veías un americano, querías cambiarle la chaqueta”.
Quim Pujol acudió a los Juegos de Tokio antes de iniciar sus estudios de ingeniería en la Universidad de Barcelona. Apenas tenía 18 años cuando quedó maravillado por la modernidad de Japón y el calor de los tokiotas, pero al ver por primera vez la piscina olímpica le dio un vuelco el corazón. Construida por Kenzo Tange, el arquitecto más famoso del país, su vida cambió. “Épaté”, resume el nadador criado en el lago de Banyoles.
“Me quedé impactado. Es el edificio más importante que he visto en mi vida. Cuando volví de Tokio, me matriculé en arquitectura”. 56 años después, Pujol tiene un despacho de arquitectura en el barrio de Gracia de Barcelona y ha construido la mayoría de piscinas de los grandes campeonatos, al trabajar desde hace ya décadas para la Federación Internacional de Natación. Con su estudio, ha trabajado en numerosos proyectos de todo tipo. “Mi vida cambió, ha sido distinta y me permitió seguir vinculado a la natación”, cuenta el que fuera director técnico del waterpolo español en los 70, 80 y 90.
Me quedé impactado. Es el edificio más importante que he visto en mi vida. Cuando volví de Tokio, me matriculé en arquitectura”
Mientras ese joven Pujol participa en las pruebas de natación, en la grada un padre llevaba de la mano a su hijo de diez años. El impacto de la piscina de Tange también supuso una catarsis para este niño, llamado Kenzo Kuma. 56 años después, Kuma ha sido el arquitecto que ha construido el estadio olímpico que debe albergar los Juegos de Tokio en 2020. “El día que vi este edificio por primera vez tomé la decisión de ser arquitecto”, narra en primera persona el japonés en un libro sobre la arquitectura nipona que guarda Pujol en su estudio.
Pujol y Kuma no ganaron medallas en Tokio 64, pero esos Juegos marcaron todo lo que hicieron después en su vida. Ambos se han puesto en contacto a través del correo postal, como si el tiempo se hubiera detenido en aquellos Juegos. En la próxima visita de Pujol a Tokio se tomarán un café. Un café que une dos vidas marcadas por una piscina y por dos 57 años.