La Agrupación Deportiva El Rayo se fundó el 29 de mayo de 1924. Nunca un nacimiento cambió tantas vidas, empezando por la de esos chavales que lo parieron, entre los que estaban los Huerta. Su madre, doña Prudencia Priego, cuidó con mimo a ese recién nacido. Le abrió las puertas de su casa, le lavaba y cosía la ropa... El equipo fue creciendo y a cada etapa le acompañó un nombre propio. A su primera vez en Segunda, Peñalva, y en Primera, Felines. Se ganó el mote de Matagigantes, tras ganar en Vallecas a Sevilla, Real Madrid, Athletic, Valencia, Atlético y Barça. Su primer astro fue Morena, cuyo gol más importante fue disparar el número de abonados. Esos que le han acompañado hasta por Europa. El Fair Play abrió las puertas de la UEFA para el masculino y el Femenino, que nació en verano de 2000, jugó la Champions gracias a sus tres Superligas consecutivas. La vida en franjirrojo ha estado llena de altibajos. De ascensos y descensos. De milagros como el Tamudazo o la remontada en el último playoff de Montilivi. De leyendas como Cota, Wilfred, Guilherme, Míchel, Bolo, Luis Cembranos, Lopetegui, Piti, Cobeño, Coke, Armenteros, Michu, Bueno, Isi, Falcao... Y del amor de una hinchada que ya no sabe escuchar The Final Countdown sin pensar en un gol o entonar La Vida Pirata sin tener la certeza de que es la vida mejor.
“El Rayo es como un hijo”. A Rafael Garrido (Ibros, Jaén, 1937) le ha quitado el hambre y el sueño, pero él nunca le ha soltado la mano. Su amor es incondicional. Llevan juntos más de 70 años y este, el del centenario, lo vivirá como el abonado número 1. Rafa tiene un museo franjirrojo en la nave de su casa y esas más de 500 piezas no sólo cuentan la historia del club, sino la suya propia. La de un niño cuya familia llegó a Vallecas a principios del siglo pasado. “Desde que mi padre nació en 1904”, confiesa, aunque su DNI introduce un matiz. La Guerra Civil tuvo la culpa. “Obligaron a mi madre a dejar nuestra casa a los milicianos para meter los burros en el patio. Se fue a dar a luz a Jaén con su hermana y volvimos cuando la guerra terminó”, narra Rafa. Ya de niño oía historias, en casa y en las calles del barrio. “Siempre escuché que el estadio de Vallecas fue un campo de concentración”, confirma.
Su primer contacto con el Rayo vino por parte de padre. Ezequiel Huerta, uno de los fundadores y presidente entre 1943 y 1946, tenía una zapatería en la Avenida de la Albufera y era su jefe. “Mi padre, Pedro, se encargaba de las botas y los balones del equipo, por eso los primeros jugadores me llamaban Periquín. Conocí a los fundadores con 5 o 6 años. Muchos eran de la Plaza Vieja, hijos de comerciantes. Mi padre sí estuvo en casa de los Huerta, donde guardaban el material”, recuerda Rafa, que ha conocido todos los estadios: Las Erillas, Rodival y Vallecas. Una fuente cuya planta tiene forma de barco, entre las calles Arroyo del Olivar y Martínez de la Riva, le recuerda ese Rayo vestido de blanco impoluto. Sin franja. “Ahí se levantaba una casa donde trabajaba mi hermano y veíamos los partidos desde la ventana del primer piso. Pasamos de los 50-100 aficionados de Regional a los 600-700 en Tercera. Sin duda, los duelos de más rivalidad eran los del Plus Ultra que reunían a unas 2.000 personas”, explica Rafa, que se abonó en 1953. Para entonces, Vallecas ya se había anexionado a Madrid. Lo que se tradujo, entre otras cosas, en “el cambio de los nombres de las calles y dejar de pagar una especie de peaje en el Puente de Vallecas”.
La primera gran gesta franjirroja, el ascenso a Segunda, pilló a Rafa de boda. “Era el día de San Pedro, el 29 de junio de 1956, y se casaba mi hermano. Yo escuché el partido detrás de la tapia del vecino”, ríe. Aquella fue la primera vez. No la última. “He ido a bodas, bautizos y comuniones con el transistor. A mi mujer le dijeron una vez: ‘Ay, Teresa, no sabía que Rafa era sordo. Le he visto el sonotone’. ¡Y era el auricular! Me lo llevaba al cine y al teatro para oír al Rayo”. Apenas se ha perdido cuatro partidos en casa durante sus más de 70 años de socio. No falló ni tras la muerte de su esposa en 2010. “La enterramos un jueves y un miembro de la directiva, Adolfo Rivero, me convenció de que fuera, como a ella le hubiera gustado. Me ofreció ir al palco, pero preferí sentarme donde siempre”, se emociona. Es hablar de aquel equipo en blanco y negro y desempolvar a dos mitos: Sito y Peñalva. “Vinieron a por una maleta pequeña para el primer viaje del Rayo fuera y luego me trajeron dos bolis de souvenir. ¡Me acuerdo hasta de dónde hizo la mili Peñalva! Su hermano Ángel entrenó a mi sobrino”, reconoce. Sito vivía cerca del primer bar franjirrojo de la historia, ‘La Estufa’, sede de las primeras Juntas. Su nombre era descriptivo. Una estufa era el epicentro del local, cuyo dueño era el padre de Fernando Macarena, actual socio número 2. “Por allí vivían también doña Marcelina, que limpiaba la ropa, y su marido don Toribio. A él le veía los lunes quitando el barro de las botas. Al equipo le prometieron que si subía a Segunda y se mantenía sembrarían el antiguo Vallecas”, desvela Rafa, que aún visualiza los alrededores: “Esta zona era campo y había una plaza de toros. En el estadio estabas de pie. Lo mismo daban 20.000 que mil más. Cuando lo reconstruyeron, me aboné en la Avenida de la Albufera”.
A mediados de los 50, había un vecino que volaba por Arroyo del Olivar. “¡Bajaba con la moto como un bestia y no tendría ni diez años!”, dice sobre Ángel Nieto, el hijo de la Teresa, que vendía huevos y montó una pollería en el barrio, donde años más tarde conoció a Poli Díaz. “Se pegaba con to quisqui. Le gustaba la bronca”, insiste Rafa. Su hijo, Santos, da fe. Jugaba a las canicas con el boxeador siendo críos: “Tenía un agujero en la zapatilla y hacía trampas”. De pequeño, Santi ya acompañaba a su padre a Vallehermoso. Por eso, hizo una silla hasta con franja para su hijo que hoy ocupa un lugar privilegiado del museo. No la usó en el partido donde el Rayo afeitó los bigotes a un Racing que encadenaba once jornadas sin caer en la 1972-73. “Lo vi con mi hijo en brazos. Nuestra hinchada se fue a la caseta del Santander con unas tijeras de madera en plan broma”, describe el abonado 1, quien también sufrió el exilio a La Peineta: “Hicimos una manifestación. Forré mi coche con carteles de Felines y puse dos banderas. Al verme llegar me mandaron ponerme el primero, detrás de la caja de muerto que hicieron con un trozo de armario y sábana negra y llevaba Carmelo, de la peña El Cerro, en su furgoneta”.
La inauguración del nuevo estadio de Vallecas, en la misma ubicación que el anterior, fue el prólogo de grandes gestas como el primer ascenso a Primera (1976-77). “Ese día el club repartió cien banderines a cada peña para dar colorido. El campo estaba lleno y tenía, a escasos dos metros, a José María García radiando el encuentro. Yo fui de los que cantaron el ‘que se besen”, confiesa Rafa. Su debilidad siempre fue Felines, el autor de aquel cabezazo para la historia, con apenas 1,61 de altura. “Era rápido y se iba de todos. Y eso que muchas veces jugaba y no cobraba”, reivindica. Una lesión restó protagonismo a Felines en el Matagigantes (77-78), que tumbó a Sevilla (4-1), Madrid (3-2), Athletic (3-2), Valencia (3-0), Atlético (2-0) y Barça (2-1). “Me acuerdo de esos Tancazos, desde fuera del área, que destripaban a quienes se ponían en medio. Tanco hizo el 2-2 al Madrid. Para mí, esos fueron los goles más especiales. Más incluso que el Tamudazo. A través de mi hija Maite nos invitaron a uno de los palquitos del Bernabéu. Ese día Guilherme hizo un doblete y con nuestra victoria echaron a Valdano. ¡Cómo celebramos los goles! ¡No pudimos evitar saltar!”, sonríe pícaro.
Si le cuesta elegir un gol, tampoco le resulta fácil quedarse con un entrenador y un jugador. Eso sí, Rafa lo intenta. “Juande era buen tío e hicimos amistad. De los futbolistas de ahora me quedo con el que distingo porque está pelao como yo… Isi. Después de venir al museo, me vio y se acercó a saludarme”, incide Rafa, que ha tenido otros ilustres visitantes, como Trejo, Catena, Óscar Valentín… y Cota. “Llamó a la puerta y me dijo: ‘Buenas, soy Cota’. Me le quedé mirando y le respondí: ‘¡Anda ya!’. Llevaba veinte años sin verle y le noté más gordo”, justifica uno de los pocos socios que puede presumir de haber conocido a quince presidentes de la Franja. “Miguel Rodríguez Alzola era el jefe de Vallecas, porque con la fábrica de lejía Sili-Jabón tenía mucha importancia en el barrio. Le dejaban muy solo en el club y tiraba bastante del carro. Pedro Roiz Cossío me conocía porque yo era el único que iba a La Peineta a ver a la sección de béisbol. Alguna vez me invitó a sentarme con él y con los de la Federación. Marcelino Gil era panadero y a Encinas le debía dinero el Rayo. Ya lo ha cobrado…”, enumera.
Las últimas elecciones a la presidencia de la ADRV, en 1989, desembocaron en la Guerra de los Pedros y crearon un cisma en la afición, que se dividió por su apoyo a cada candidato. “Pedro García jugaba con nosotros al mus y mi peña, El Changarro, hizo campaña con él. El otro Pedro (Ruiz Campos) era de nuestra peña, pero no lo sabíamos porque nunca venía. A él lo apoyaron Paco Peco y El Cencerro”, cuenta Rafa, que lo resume con humor: “A veces nos comportamos como niños”. Finalmente, ganó Pedro García, aunque su mandato duró poco. “A Daniel Ramos, el presidente de mi peña, le ofreció vivir en el estadio, pero lo rechazó y terminó siendo el guardés Pedro. Él me daba los carteles que tengo en el museo. Su viuda aún reside allí”, relata. La conversión del Rayo en Sociedad Anónima Deportiva supuso la llegada de Ruiz-Mateos a Vallecas (1991) y con él, su show. “Yo estuve en la grabación del anuncio de Flan Dhul en el que marcaba un penalti a Boyer. Se nos hizo de noche porque se le olvidaba la frase todo el rato. Lo repitieron lo menos seis veces”, ríe Rafa, que hizo amistad con Teresa Rivero: “Nos quería mucho. Nos contaba que su marido no le hacía caso y sólo estaba para tener hijos, pero en plan bien. Mi esposa y ella eran uña y carne, como si fueran hermanas. A mi mujer no le gustaba el fútbol, aunque era rayista y juerguista. Hay una foto en la que sale bailando con Antonio Calderón en una cena de las peñas. En muchas actuaban Los Tarantos, que tenían la suya propia”.
Las peñas eran “una familia”. Viajaban juntas en aquellas excursiones del Rayo, compartían bota y bocata en las matinales de Vallecas, se divertían en las cenas de aniversario… Incluso llegó a existir la figura de un enlace de las peñas a principios de los 60. “¡Pascualín!”, exclama Rafa, que llegó a conocer épocas con 45 peñas. Nada que ver con la actualidad. “En la década de los 60 compartíamos autobuses. Si una peña no llenaba todas las plazas, se lo decía a otras. Recuerdo que fuimos a Toledo unos veinte autocares y nos regalaron una botella de vino a cada uno. ¡La que nos pillamos! Una tía de mi mujer vino con el marido a ver al Rayo y casi da a luz en plena carretera. Nada más llegar se tuvo que ir a maternidad”, advierte. No fue su única anécdota. Las colecciona, como piezas de otro museo inmaterial: “Fuimos a Aranjuez y la carretera era estrechita, así que cuando salíamos a hacer pis las mujeres se ponían en un lado del autocar y los hombres, en el otro”.
No hay hito histórico de la Franja del que Rafa no haya sido testigo. Aquí y allá. En Vallecas y lejos del barrio. “Yo estuve en la victoria del Femenino contra el Arsenal en Champions (2-0) y también viendo al masculino en la UEFA. Fui a Andorra, donde le metimos 0-10, que ya me daba hasta vergüenza… Y también viajé en Segunda B. Si conozco algo de España es por el Rayo”, esgrime este abonado y accionista, que este miércoles hará el saque de honor en el partido de leyendas. Él posee seis títulos y su hijo Santos, otros tantos. Una de las decisiones que le dolería es la de ver el estadio en otro emplazamiento. “Sacarlo de ahí sería la ruina”, lamenta Rafa, que cuando lo mira ve también su vida, la compartida con tantos y tantos amigos, como la familia Sanjuán, saga de ilustres seguidores. A través de sus ojos, el Rayo luce más. “Nunca lo he visto perdedor. Tuve que dejar de jugar a la quiniela porque siempre le ponía que ganaba y no pillé una de doce por eso…”, asiente el socio más antiguo de este club centenario. De su otro hijo. Ese que le da alegrías y desvelos. Ese que le da la vida y se la quita. Ese al que mira y tiene los rasgos del abuelo Pedro, de su madre Teresa, de sus hermanos Santos y Maite y de todos los miembros de la gran familia rayista. También de aquellos que se marcharon sin verle crecer y soplar estas cien velas. Al niño querido de todo un barrio.