Intrahistorias

LAS INTRAHISTORIAS DE ÁNGEL CRUZ

Carl Lewis, Powell, la 'sauna' y el tifón de Tokio y los durmientes en el metro

Carl Lewis celebrando su triunfo en los 100 metros del Mundial de Atletismo de Tokyo, 1991.

Mike Powell

Getty Images

Mis vivencias durante los Mundiales de Atletismo en Tokio 1991: una temperatura extrema y una humedad casi fuera de la resistencia humana. Y un tifón...

Los Mundiales de Atletismo en Tokio 1991 han pasado a la historia porque el estadounidense Mike Powell saltó 8,95 metros y desbancó a Bob Beamon, que había aterrizado a 8,90 en los Juegos Olímpicos de México 1968. Pero hubo muchas más cosas: dos récords mundiales de Carl Lewis, por ejemplo, en 100 y 4x100 metros. La primera medalla mundialista española para una mujer: Sandra Myers en 400. Una temperatura extrema y una humedad casi fuera de la resistencia humana. Y un tifón. Y la caída de la Unión Soviética. Y otras muchas cosas. Por ejemplo, el que esto escribe debutó como periodista de AS con un ordenador portátil… con el que fue imposible transmitir.

El viaje desde Madrid a Tokio pasaba por Anchorage (Alaska, Estados Unidos), donde algunos se hicieron fotos junto a un oso blanco de unos dos metros y medio de estatura, disecado y preso en una caja de cristal (por si acaso resucitaba, bromeamos), que tenía manos del tamaño casi de una mesa camilla, con uñas como puñales. Desde el avión se veía el Monte McKinley, llamado así en honor del 25º presidente de Estados Unidos, pero bautizado antes de que llegase a la presidencia. En 2015 se cambió la denominación por Denali, que en el idioma de los indígenas de la zona quiere decir “el alto” o “el grande”. Desde las ventanas del avión hizo las delicias de Miguélez, el fotógrafo del atletismo por excelencia, y un aventurero con el que he coincidido en mil y una batallas.

Mike Powell, saltando durante el Mundial de Atletismo de Tokyo, en 1991.

Fui a acreditarme desde el hotel hasta el estadio en un taxi, junto a Loles Vives, la primera mujer que bajó en España de los doce segundos en los 100 metros y periodista excelente, entonces en El Mundo Deportivo. Compartimos en su día equipo nacional de atletismo. Ella sigue en muy buena forma; yo no. Nos sorprendió que el taxista llevase guantes blancos, gorra de plato, uniforme, y que abriese las puertas electrónicamente.

En el Estadio Olímpico, antes de la acreditación, nos bebimos una botella de litro y medio de agua en algo así como un cuarto de hora, tal era la humedad y el calor. Que aún iba a ser más fuerte y más húmedo en días posteriores. No sabíamos lo que nos esperaba. En la prueba de 50 kilómetros marcha, que se inició a las siete de la mañana, tuve que refugiarme en la climatizada Sala de Prensa porque mis gafas se escurrían hasta el mentón, y yo, que soy más bien enjuto, estaba haciendo un charco de sudor bajo mis pies. El medallista de bronce, el alemán oriental Hartwig Gauder (uno de los grandes de la especialidad), dijo que aquello era como “competir en una sauna en la que hay 11 millones de personas”, en alusión a la población de la capital nipona y al ambiente irrespirable: 97 por ciento de humedad en el aire. Era casi como estar sumergido en una piscina.

En aquellos días cayó la URSS. En la sala de prensa veíamos en pantalla gigante carros de combate soviéticos en Moscú, amenaza de guerra. No se sabía si sus atletas iban a competir, aunque algunos ya estaban allí. La agencia TAS tenía en la gigantesca sala de prensa un despacho sin puertas, con dos teléfonos en los que se podía marcar sin clave alguna. Fui testigo de abusos tremendos, con colas de periodistas de muchos países dispuestos a hablar gratis con sus redacciones. O con sus familiares o amigos. Algún miembro oficial de la delegación española (omito el nombre) también hizo su agosto a causa de una terrible situación.

Y el tifón. Se anunció uno que iba a arrasar con todo y a pasar justo por encima de Tokio. Las pantallas señalaban su deriva, inquietante. En el último momento se desvió hacia el sur y lo que nos dejó allí fueron unas pocas lluvias, tipo sirimiri u orballo, pero en japonés. Nada de nada.

Ya he dicho antes que debutaba con un ordenador, en lugar de la tradicional máquina de escribir. Era un Toshiba, japonés, pero en su país natal no funcionó nunca. Ni el mío ni el de otros muchos, de diversos países. Acudimos al servicio técnico, en fila india de más de treinta personas enojadas, y el supuestamente experto en estas cosas, también japonés, claro, nos pidió diez minutos para arreglarlo todo. Se marchó y no volvimos a verlo en los diez días que estuvimos allí. Una espantá nipona. Tuve que recurrir al viejo sistema de cantar la información por teléfono, con unas facturas para el Diario AS que no me quiero ni imaginar, o a mandar las cosas por fax.

"Aquella final de longitud con Mike Powell y Carl Lewis no se me olvidará nunca. Yo la vi en directo, en el estadio, sudando como se suda allí ... pero aquello fue, quizá, lo mejor que he visto jamás en mi vida profesional"

Fue un Mundial duro para trabajar, como lo han sido todos en los que he estado, pero siempre gratificante. Aquella final de longitud con Mike Powell y Carl Lewis no se me olvidará nunca. Yo la vi en directo, en el estadio, sudando como se suda allí. No se trata de contar aquella prueba, porque estos textos tienen otra finalidad, pero aquello fue, quizá, lo mejor que he visto jamás en mi vida profesional. Entrevisté allí a Powell, persona encantadora. Años después volví a entrevistarle en Madrid.

Carl Lewis, plata en esa competición, no se fue de vacío: récord del mundo en 100 metros y en el relevo corto. Un gigante del atletismo. Era la primera prueba de longitud que perdía en muchos años. Saltó 9,91 ventosos y 9,87 legales, y dijo su frase histórica. “Nunca pensé que saltando más que Bob Beamon iba a perder”.

Sandra Myers ganó la primera medalla femenina para el atletismo español. Nacida en Estados Unidos, residía entonces en Madrid y ahora vive en Salamanca, donde fue responsable del deporte en el ayuntamiento y ahora trabaja como profesora de piano en el Conservatorio. Doy fe, porque he tenido la oportunidad de oírla tocar, que es una buenísima intérprete. Y conoce a la perfección la música española de origen judío.

El regreso al hotel lo hacía en un tren de cercanías, muy avanzada la noche. Llamaba la atención que la mitad de los pasajeros iba dormida, y, algunos de ellos, dormidos de pie. En las paradas, el conductor saltaba al andén y despertaba a otros que estaban roncando plácidamente en los bancos, y les acompañaba a los vagones, ante mi asombro y de los occidentales que por allí estábamos.

El regreso de Tokio lo hicimos por Moscú. Escala en la capital todavía soviética. Aeropuerto desvencijado, personas desagradables y me pareció que desesperada, un país casi en guerra, que acabó totalmente desmembrado y sumido en la anarquía total.

Y en el avión (tripulación mixta española-japonesa) nos pusieron la película Ghost, pero justo cuando se iba a resolver la trama, el vídeo falló y nos quedamos sin saber el final. Hubo que esperar a que la pusieran en algún canal español de televisión para conocer cómo acababa aquella historia un poco empalagosa. Pero en un viaje tan largo y fatigoso tampoco estábamos para ver una película de Ingmar Bergman…