Intrahistorias

LAS INTRAHISTORIAS DE ÁNGEL CRUZ

Aquel día en el que el deporte volvió a Sarajevo y AS estuvo allí

Aquel día en el que el deporte volvió a Sarajevo y AS estuvo allí

Aterrizamos en un aeropuerto destruido sin ayuda de los radares. Nos alojamos en el Holliday Inn, el mítico hotel que albergó a la prensa internacional durante los mil días de asedio y muerte.

El estadio de Sarajevo está rodeado de tumbas. De los caídos en el asedio a la ciudad, que duró mil días y sumó 10.000 muertos en la Guerra de los Balcanes. Tumbas en laderas y montañas, en llanuras y en sitios escarpados. En jardines. Tumbas con un trozo de madera en el que están grabados artesanalmente los nombres de ciudadanos bosnios, musulmanes. Testimonio de una masacre. Pues bien, a ese estadio, casi siniestro, feo, del color de la ceniza, volvió el deporte después de la contienda. Y volvió de la mano del atletismo. El Diario AS estuvo allí y el que esto firma nunca lo olvidará.

Mi compañero Macario Muñoz (excelente fotógrafo) y el que esto escribe viajamos de Madrid a Milán para asistir a un mitin internacional y desde allí viajamos en un vuelo fletado por la Federación Internacional, que dirigía entonces Primo Nebiolo. En realidad había dos aviones: el primero para atletas, el otro lo ocupábamos periodistas de medio mundo. El segundo vuelo, el nuestro, era semiclandestino, no aparecía en los listados oficiales ni en los paneles de información y los carabinieri nos retuvieron a Macario y a mí hasta que nos rescató el jefe de prensa de la IAAF, italiano, que aprovechó para echarnos una bronca porque no habíamos subido ya al avión. ¡Qué más quisiéramos!

Al sobrevolar Sarajevo la niebla era intensa y los radares del aeropuerto sólo se activaban para vuelos militares. No nos impedían aterrizar, pero, podríamos decir, tendríamos que hacerlo a ojo. El piloto del avión de los atletas decidió desviarse a Split, y esperar allí a que el tiempo mejorase. El nuestro dio vueltas de forma interminable y al final se precipitó por un agujero en las nubes y aterrizó en ese aeropuerto casi mítico en aquel entonces, que los serbios bombardeaban por el día y los bosnios intentaban reconstruir por la noche.

Francia manda en el aeropuerto

Al aterrizar, entre lluvia intermitente, encontramos un aeródromo destrozado, con cazabombarderos Mirage franceses situados en posición de combate y con una oficial de este país (guapa, grande, robusta, autoritaria, rubia) al mando de todo aquéllo, provista de un gigantesco fusil ametrallador.

Teníamos preparado un autobús para acudir al hotel Holliday Inn, sede de la prensa internacional durante la guerra, pero Macario y yo decidimos quedarnos en el aeropuerto para hacer la foto de la expedición de atletas aterrizando allí. Nos parecía que esa era la noticia.

Nos acogieron unos policías bosnios (desarmados por los franceses, amos y señores de la instalación), que nos ofrecieron unas Coca-Colas calientes, mucha hospitalidad y una conversación en inglés elemental. Encima de las mesas de su chiringuito no había banderas bosnias, sino de Turquía, que apoyaba decididamente la causa bosnia.

Ellos nos dieron la noticia de que el avión de los atletas no iba a llegar, que se había decidido, ante la inmediatez de la noche, viajar en autobús. Había que irse de allí. Pensamos llamar al hotel para que alguien viniera a recogernos, pero no había teléfonos. De hecho, todo estaba semidestruído, sin luces. Nuestros móviles estaban bloqueados por la guerra electrónica francesa.

¿Cómo ir al hotel? Dos periodistas bosnios de la agencia Reuters, muy jóvenes, se ofrecieron a llevarnos. Subimos a la parte de atrás de un todoterreno, blindado, que ofrecía dos o tres orificios de bala como recuerdo de lo que aquéllo había sido y como advertencia de lo que podía volver a ser.

En mi habitación, el agujero de un bombazo

Nos dejaron en el Holliday Inn, amarillo, perforado por las bombas, rodeado de edificios quemados. En plena Avenida de los Francotiradores. En el hall, militares estadounidenses. En las esquinas, oficiales de los marines estudiaban mapas. En las entradas y salidas, fornidos soldados con intimidadores fusiles de asalto M16. Llegaron los atletas, asombrados por lo que veían. Recuerdo a Isaac Viciosa, a Julia Vaquero, a Carla Sacramento, a Daniel Komen, a John Kosgei, a Ludmila Engvist, a Charles Austin… Mi habitación tenía un inmenso agujero en una esquina, producto del estallido de un proyectil.

Información previa cantada por el único teléfono civil que funcionaba en la ciudad mártir, en la recepción del hotel. Colas de periodistas y precios espeluznantes. Al día siguiente, por la mañana, gira por la ciudad, para atletas y periodistas. Estremecedor. Tumbas y más tumbas, neblina, lluvia, colores grises, olor a quemado. Unos chavales regalaban pedazos de bombas y jugaban al fútbol. Una guía bosnia lloraba mientras relataba los horrores de la guerra, cuyos detalles, por escabrosos, renuncio a relatar.

Por la tarde, competición en el Estadio Kosevo. Era la primera vez que el deporte volvía a Sarajevo después de años ausente por culpa de las bombas. Más de 50.000 personas en las gradas rodeadas de tumbas. Siempre tumbas. Recuerdo que los 1.500 metros los ganó Hicham El Guerrouj.

El pertiguista que se quedó en calzoncillos

La competición no pasó a la historia por la calidad de las marcas, pero sí por su emotividad. Un pertiguista estadounidense, de cuyo nombre siento no acordarme, regaló a los asistentes sus zapatillas, sus camisetas, sus calcetines, su bolsa de deportes… y acabó en calzoncillos. Problemas, de nuevo, para transmitir la crónica a Madrid. Nada funcionaba. Si en el aeropuerto mandaban los franceses y en la ciudad los estadounidenses, allí los jefes eran los italianos. Todos los policías y soldados bosnios estaban desarmados y lo único que hacían era recibir órdenes.

Al día siguiente, regreso. El despegue del aeropuerto no fue tan complicado como el aterrizaje. Un trozo de corazón se nos quedó por allí, capturado por las caras inundadas de lágrimas de los habitantes de Sarajevo, por su agradecimiento al haberles llevado un poco de serenidad y alegría. Ni al llegar a Sarajevo ni al irnos vimos la famosa pintada “Bienvenidos al Infierno”. Pero no hacía falta verla. Habíamos estado en él.