La objetividad en el fútbol prácticamente no existe. Excepto para quienes vivieron aquella época y le vieron jugar. Para ellos, para todos, Alfredo Di Stéfano Laulhé ha sido el mejor jugador de la Historia. El más completo y el que más transformó la historia de un club. Santiago Bernabéu le fichó en 1953 procedente de Millonarios (tras un contencioso con el Barça). Tenía 27 años y su llegada fue un impacto. Se convirtió en la palanca sobre la que pivotó el Real Madrid que, desde el segundo tercio de los años 50, empezó a forjar su título de mejor club del siglo XX para la FIFA. Antes de la aparición de Di Stéfano, el club madridista sólo había conquistado dos Ligas, ambas en La República; desde su llegada, ha ganado tantas como los demás equipos juntos. Instaló al Madrid en la cima del mundo. Y ahí sigue. Pero su influencia abarcó mucho más que títulos. Con el carácter competitivo de un ganador y seductor de un líder, Di Stéfano fue un revolucionario y la línea divisoria en la historia del Real Madrid. Llegó a un fútbol donde cada jugador estaba atado a una posición, circunscrito a una tarea y decidió influir en todo el campo. Para quienes tuvieron la fortuna de disfrutarle en directo, Di Stéfano ha sido un futbolista sin parangón en la historia del fútbol. Pelé, Maradona, Cruyff... Incluso Messi o Cristiano. Cuantos vinieron detrás, carecían de alguna de las cualidades de Don Alfredo. Un jugador de otro tiempo que sería referencia, sin duda, en este tiempo.
A José Emilio Santamaría, central uruguayo, compañero del astro argentino durante siete años en el Madrid (1957-64) y amigo, le acaba faltando el aire mientras describe las cualidades de Di Stéfano: "Trabajaba, venía atrás, corría, gambeteaba, iba arriba, cabeceaba... Adelante y atrás, adelante y atrás. El jugador más completo que yo he visto". Esa habilidad para abarcar todo el campo fue la que llevó al diario L'Equipe a bautizarle como L'Omnipresent. "Es que ese apodo es fiel reflejo de lo que era. Corría los 90 minutos. Tenía una velocidad endiablada (en su primera época en River se ganó el apodo de La Saeta Rubia por esa rapidez), una gran técnica y era muy resistente. Él no huía de los rivales, los encaraba, se marchaba de ellos, llegaba al área y chutaba. Nosotros le entregábamos la carta, como solíamos decir, y él hacía el resto. Lo hacía todo en velocidad. Pero no en velocidad corta, como tal vez Messi, sino en larga. Arrancaba atrás y hacía todo en velocidad hasta llegar al área", rememora Enrique Pérez, Pachín (Torrelavega, 1938), que compartió vestuario con el mito en el Madrid de 1959 a 1964.
La admiración y la certeza de estar ante el mejor de todos los tiempos también proviene de los adversarios. Luis Suárez, único Balón de Oro nacido en España (1960), fue su rival con el Barça y el Inter de Milán (también compañero en la Selección) y habla con más rotundidad si cabe: "Alfredo está por encima de todos. No hay duda. Si un jugador tiene nueve o diez facetas, él a lo mejor no era un diez en ninguna pero sí un nueve y medio. Y eso en una época en la que reinaba el marcaje al hombre. En todos los partidos, los contrarios le ponían a uno encima. Ese futbolista no jugaba, se dedicaba a perseguir a Alfredo. Pues bien, era tan grande que aun así él solo bajaba a defender, armaba la jugada y llegaba a culminarla. Es normal que a la pregunta de quién ha sido el mejor te salgan nombres como Pelé, Maradona o Cruyff, pero yo he visto a todos y me quedo sólo con uno". Un excompañero de Suárez en el Inter y rival del Madrid de Di Stéfano en la final de la Copa de Europa de 1964, Sandro Mazzola, va más allá: "El Dios del fútbol. Para mí lo era. Le tenía una admiración increíble. Antes de jugar aquella final, en el túnel de vestuarios le vi y me quedé embobado. Me parecía que medía dos metros y era dos palmos más alto que yo. Me vio Luis Suárez, me tocó la espalda y me dijo: 'Los demás nos vamos a jugar una final, tú quédate mirando a Alfredo'. Jugaba como mi padre. Mi padre llevaba el 10, él el 9, pero daba igual, no era 9, era todo. Un genio".
Esa capacidad para estar en su campo y en el ajeno, de ir y venir constantemente, se sostenía con un físico que quienes convivieron con él catalogan de privilegiado. "Era un superdotado y cuidaba su físico enormemente. Ahí también era el número uno. Si un día salía y tomaba dos copitas de más, al día siguiente se levantaba temprano y se iba a correr solo. Soltaba todo y a entrenar", revela Santamaría. Di Stéfano no perdonaba ni al cansancio. "Tenía la máquina siempre lista para engrasar. Se cuidaba muchísimo. Desde la alimentación a las horas de entrenamiento. Le pondré un ejemplo. Cuando veníamos de viaje en coches-cama, después de un partido, apenas dormíamos comentando lo que había sucedido. Normalmente llegábamos a las ocho u ocho y media de la mañana. Pues bien, mientras los demás nos íbamos a casa para ir al entrenamiento después, a las once, él cogía un taxi y se iba directamente a entrenar".
Su despliegue como jugador se correspondía con un carácter singular, un liderazgo nunca visto antes y una curiosidad que no tenía fin. "Estaba obsesionado con ganar. Entraba al vestuario y hablaba de ganar y ganar. Quería ganar en el partidillo, al futbolín, a las cartas...", detalla Suárez. Nadie le discutía, todos le obedecían. "Era el jefe, el referente. Tenía un carácter fuerte, claro, el que tienen los ganadores. Además, su curiosidad por los rivales era infinita y así tenía todo controlado. Nos reunía y nos decía cómo jugaba el rival, a quién teníamos que marcar, cuáles eran los puntos fuertes y débiles de cada contrario... y si hacías algo mal, te caía una buena riña. Él es el ADN del Madrid, imprimió carácter y competitividad, el ser capaz de todo y no dar nada por perdido hasta el último segundo. Y esa capacidad para transformar la historia de un club y de revolucionar el fútbol sólo lo hace el mejor", concluye Pachín.
"Estaba obsesionado con ganar. Entraba al vestuario y hablaba de ganar y ganar. Quería ganar en el partidillo, al futbolín, a las cartas..."
Su huella en el Madrid es imborrable y le sitúa en el Olimpo del fútbol. Fue la estrella sobre el césped durante once años gloriosos (1953-1964) en los que su hoja de servicios es deslumbrante: de blanco alzó ocho Ligas (53-54, 54-55, 56-57, 57-58, 60-61, 61-62, 62-63 y 63-64), cinco Copas de Europa (1956, 1957, 1958, 1959 y 1960) logrando el hito de marcar en todas las finales, una Intercontinental (1960), una Copa (1962) y dos Copas Latinas (1955 y 1957). En 396 partidos consiguió 307 goles (máximo artillero en Liga en cinco ocasiones). Alguno de ellos, como el famoso de tacón al Valladolid en el viejo Zorrilla le valió para convertirse en un icono mundial. Alzó dos Balones de Oro, en 1957 (segunda edición del premio) y 1959 (le dejaron fuera de concurso en 1958 ya que la organización no quería repetir ganador, pero la superioridad de La Saeta era tan evidente, que eliminaron ese criterio y en 1959 volvieron a concederle el galardón, con 34 años) y es el único que tiene en su poder un Superbalón de Oro. Se lo entregaron en 1989 y le reconocía como el mejor de los ganadores del premio. La influencia de Di Stéfano en el Madrid trascendió el césped. Dos décadas después de abandonar el club como jugador, regresó como entrenador en dos cortas etapas (en la primera fue uno de los padres de La Quinta del Buitre) y desde 2000 hasta su fallecimiento, en 2015, fue la imagen institucional como presidente de honor.
Di Stéfano fue la línea divisoria en el fútbol. Así lo aseguran quienes compartieron vestuario y rivalidad con él, los que tuvieron la fortuna de ver jugar a Don Alfredo y a los que han venido después. Y coinciden: Di Stéfano sería el número uno también hoy día, en la era donde Messi y Cristiano se reparten Balones de Oro. Antes de La Saeta se jugaba un fútbol; después, otro. Mucho mejor. Y eso le ha instalado en la eternidad.