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Dios te salve, Robert Smith, por este ‘Disintegration’ del siglo XXI

The Cure se pasa el juego con ‘Songs of a lost world’. Un disco que concentra lo mejor del grupo británico cuando se pensaba que su ‘prime’ ya había pasado... Y que hace tiempo. Ja.

Es difícil para mí escribir de The Cure. O, mejor, es tan inmenso que no sé por dónde empezar. The Cure es el grupo de mi vida. Ese que me acompaña en los oídos desde que hace veinte años, recién llegada a Madrid, Alicia, mi querida Ali, me preguntó en mi primer viernes, en el sofá del primer piso en el que viví de alquiler, con amigas de la Ponti de Salamanca: “¿Pero tú no conoces ‘Lovesong’ de The Cure?”. Ni ‘Lovesong’ ni a The Cure, la verdad. Ali se levantó y no sé cómo, porque entonces Google no era como ahora y Youtube si existía aún estaba lejos de la calle Vallehermoso número 100 en Madrid, año 2003, esa canción llenó mi salón y yo pensé que, si algún me casaba, sería la que me acompañaría en mi boda.

Whenever I’m alone with you / You make me feel like I am home again”.

Ese fue el primer puñetazo.

Cuando estoy a solas contigo me haces sentir en casa de nuevo”.

Ohhh. Guau. Qué frase, qué sentimiento. Que alguien he haga sentir en casa, en la de tu infancia que es para siempre, solo por estar a tu lado. Qué manera tan sencilla y a la vez profunda de describir algo así.

Robert Smith, The Cure, siguieron: “You make me feel like I am whole again / You make me feel like I am young again / You make me feel like I am free again”.

Completo, joven, libre.

Ese día The Cure se convirtió en el grupo de mi vida. Otros irán y vendrán, permanecerán mucho o poco, llenarán mis oídos o no, pero los primeros siempre son ellos. The Cure y Robert Smith. Con el tiempo descubrí que esa canción formaba parte del mejor disco que jamás escucharé: Disintegration. Tenía nueve años cuando The Cure lo publicó (1989) y veintipocos cuando yo lo descubrí. Lo que sentí esa primera vez es similar a lo que me ha producido darle al play mientras en mis oídos corre el ‘Songs of a Lost World’, su último disco, este en 2024, cuando mis años son ya más de cuarenta y mis oídos han escuchado más de mil veces, o así, toda su discografía.

¿El Disintegration del siglo XXI? Oh, yes. Oh, sin duda.

Antes de pulsar ese botón tenía miedo, lo reconozco. Aunque ya hubiera hecho mía esa canción ‘Alone’ que fue su primer bocado, a finales del mes pasado. En ella reconocía a ese The Cure melancólico que se me agarra allá donde tengo la entraña y el tuétano. El que me gusta, mucho más allá del ‘Friday in Love’ o el ‘Close to me’, canciones alegres, poperas, que siempre pido a un DJ, por si acaso, ese es ‘el The Cure de la gente’ que no lo ha buceado aún demasiado y a mí todos me valen. Pero el que me arroba es otro. El de ‘Strange Day’, ‘Want’ o ‘Disintegration’, mi canción favorita forever. Recuerdo la primera vez que la viví en directo, en la gira de 2016 o 2017. Miré atrás, a Carlos Forjanes, compañero de AS, mi thecurólogo por excelencia y la persona que me ha pedido este artículo. “Carlooos”. Sólo acerté a decir mientras él sonreía. Porque él sabía. Esa canción para mí.

Recuerdo esa pantalla parpadeante en el Mad Cool de 2019 en el que me perdí a The National y a todos los demás solo por permanecer seis horas de pie. Sin beber, sin comer, sin pañales. Solo por volver a verles de cerca, a Robert Smith y The Cure; tercera fila, por enésima vez. Ese lugar del que escapé cuando, a mitad de concierto, me di cuenta de que, por el sonido horroroso, no había reconocido los primeros acordes de ‘Just Like Heaven’, canción cuyo título llevo tatuado en las costillas. Cuando el concierto acabó, yo ya en un lado, la pantalla anunciaba: “Nuevo disco en 2020″. Ha llegado en 2024. Y vaya si ha merecido la espera la pena.

Al principio lo formaban 13 canciones. El propio Robert Smith lo confiesa en las entrevistas que ha dado para promocionarlo. “Al final son ocho y es un disco mucho mejor por eso, porque tiene un poco de luz y de oscuridad”, reconocía a El Mundo el 30 de octubre. Hoy es día 4, Spotify me envió la notificación hace tres días, ‘Songs of a Lost World’ estaba disponible al completo, para que ya lo escuchara. Al principio lo evité. Por ese miedo. Por tratar de estar sola en mi casa al hacerlo, solemne, como la ocasión merece. Pero eso era como tratar de ver un derbi Atleti-Madrid o un clásico Madrid-Barça en diferido: siempre algo te llega. Y yo quería mis oídos vírgenes. Y mis ojos. No leer. No escuchar. Que nada influenciara. Soy una fan a muerte de The Cure que escucha su último disco por primera vez y esto es lo que me produce, despierta. Una fan que no sabe de acordes ni lenguaje de música. Pero que siente mucho al oír sus canciones.

Alone. A fragile thing. And nothing is forever. Warsong. Drone/nodrone. I can never say goodbye. All I never am. Endsong.

Esas son las ocho. Voy en un tren de Barcelona a Madrid, de la estación de Sans a la de Atocha y, durante un momento, no sé si estoy escuchando un viejo disco de The Cure desempolvado tras descubrirlo en lo alto de un armario. O de las profundidades de Spotify. Porque ‘Songs of a Lost World’ suena al The Cure de verdad. Al The Cure de la trilogía siniestra de 1982 a 2000 (Pornography, Disintegration y Bloodflowers) que parece imposible que se haya parido en los años veinte del siglo XXI. Ese The Cure melancólico, con intros larguísimas y esa guitarra y bajo que se posan como un velo en la piel. Para pegarse. Para no abandonarte. Es como una revisión de lo mejor de sí mismos. Si hace casi cuarenta años Rober Smith metió a su mujer, Mary Poole, en una habitación en la que solo había un radiocassette, le dio al play y, mientras sonaban los primeros acordes de ‘Lovesong’, le dijo: “Este es mi regalo de bodas”. Hoy ese regalo The Cure se lo ha hecho al mundo. ‘Songs of a Lost World’. Ocho canciones maduras que, desde la más absoluta inspiración, buscan quedar para el mañana como el The Cure del siglo XXI. En un tiempo tan distinto de aquellos del Disintegration. Ese en el que todo es para ahora o se rompe enseguida, que ya nada se hace para permanecer, solo para el negocio, mientras la rueda gira cada vez más rápido. Pero va Robert y, con sus ojos pintados de negro, su tez blanca, su pelo alborotado y sus labios de rojo, mete un palo en la rueda hasta a la industria. Emocionante es su lucha contra las multinacionales que venden entradas llenas de cercos, altos gastos de gestión y clases sociales también en la música. “Qué bien he elegido a mi ídolo”, pienso. Yo que he hecho trece horas de cola por verle en primera fila, si me hubiera costado dinero podría haberlo pagado, pero nunca hubiera sido lo mismo.

Yo he visto a The Cure en el WiZink tres veces y en el BBK Bilbao en aquel concierto al que Robert salió para explicar el retraso con un “hay un problema técnico” en español y tocar en acústico temas hasta que se solucionara. Yo vi a The Cure en Hyde Park, Londres, en el festival de mi vida, cuando la banda cumplía 40. Ese en el que reunió a grupos como Interpol, Slowdive o The Editors para celebrarles y Robert salió al escenario de día haciendo el gesto de un vampiro al que el sol atraviesa la piel. ‘Lullabay’ es la melodía que me suena cuando me llaman, y tengo el móvil con sonido. El ‘Not in Love’ es mi feat favorito (Robert Smith con Crystal Castles) aunque ese con Chvchers también me guste mucho (’How Not to Drown’).

Cartel del festival con el que The Cure celebró su 40 aniversario en Hyde Park, Londres, en 2018.

‘Songs of a Lost World’ suena tanto a The Cure porque habla de las pérdidas del propio Robert en estos últimos tiempos, los 16 años que han pasado desde su último disco (4:13 Dream). Perder a sus padres (Alone), a su hermano (I can never say goodbye) o dudar, a veces, de en quién se ha convertido (All I never am). Esta última es mi favorita. Y eso que en Drone/nodrone puedo sentir el paso del tiempo en esa guitarras punteadas que ululan como solo puede hacerlo The Cure, para crear esa atmósfera única. Pausada, relfexiva, para detenerse e inspirar profundo. El bajo de Simon Gallup, ese en el que tanto pienso cuando, desde la primera fila, veo a Jess Fabric moverse por el escenario, en un concierto de Viva Suecia.

El disco termina. Vuelvo a darle al play en un bucle que llenará las tres horas del viaje Barcelona-Madrid. Ese mismo que The Cure presentará en un concierto de tres horas de duración con sus ocho nuevas canciones y las mejores de siempre. Recibo un mensaje. Me envían un artículo que habla de este disco y que ya puedo leer, ya lo he escuchado por primera vez. Pero antes contesto, con fiebre:

“Es el DISINTEGRATION DEL SIGLO XXI”.

Con fiebre y mayúsculas.

“Te juro que es increíble pensar que un grupo de hace tanto, los años 70, sea capaz de reinventarse y hacer música tan buena, que vaya a permanecer. A sus 48 años como banda, 14 discos”.

Sigo. Ya en minúsculas pero el mismo grito de dentro.

“Es un put... genio”.

El Robert Smith.

Y sigo.

“Los fans de The Cure tenemos otra nueva razón para adorarle”.

Y continúo.

“El disco es súper oscuro y melancólico aunque, a la vez, un poco menos. Es potente. Es The Cure condensado. Es buenísimo”.

Y voy más allá.

“Es como si hubiesen abierto una cajita escondida en lo alto de un trastero y al posar la aguja sobre el vinilo hubiese brotado de nuevo el mejor The Cure, el Robert Smith más inspirado, la cara B del Disintegration que, desde el pasado, hubiesen compuesto para el siglo XXI”.

“Por cierto, ¿vais a venir a buscarme al tren?”, termino.

Un último mensaje que parece no tener nada que ver con esta historia o The Cure pero en realidad sí: se lo envié a ese con quien hace unos años crucé una puerta vestida de novia. Con mi amiga Ali presente. Y Lovesong, por supuesto, de fondo.

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