Entrevista AS
Manuel Ríos San Martín: “La prehistoria era igual que el fútbol, pero en lugar de meter goles había que cazar”
El escritor y cineasta descifra las claves del hombre en una charla sobre fútbol, prehistoria, violencia y humanidad en el Museo Arqueológico Nacional. En escasas semanas, su novela ‘La huella del mal’ da el salto a la gran pantalla.
Madrid es una jungla de ladrillo y cristaleras en la que cada mañana se rompe el silencio con rutinarias estampidas de su fauna local. La boca de metro escupe individuos que poco o nada tienen en común: algunos profieren insultos a quienes mastican una ensaimada dentro del vagón y otros dejan que los ancianos realicen el trayecto sentados en uno de los tronos de plástico que, a veces, se visionan entre los resquicios de la lata de sardinas en la que se convierte diariamente el transporte público de la capital. Todos tan desconocidos. Todos tan humanos.
Aquella fría mañana de principios de febrero no fue diferente. La naturaleza del ser humano es un misterio que religión y ciencia, cada una en la medida y forma que su circunstancia ha permitido, han tratado de despejar desde hace milenios; y es un enigma que un servidor busca esclarecer entre las vitrinas del Museo Arqueológico Nacional. Allí aguarda el escritor y cineasta Manuel Ríos San Martín (Madrid, 1965). Su novela La huella del mal, que ahora da el salto a la gran pantalla, es, como el resto de sus libros, un ejercicio literario e histórico de introspección que el autor realiza con la sospecha de que el latido del hombre, aquello que le hace estar con vida, resuena desde la noche de los tiempos; de que sin la violencia, quizá, no habría sapiens. Y de que todo, al final, queda en Atapuerca.
-Tanto en la película como en el libro, llama la atención la sumersión que realizas en lo más profundo de la especie.
-La verdad es que casi todas mis novelas indagan, con una excusa o con otra, en el ser humano. Aquí me retrotraje a los primeros humanos, qué emociones tenían y por qué somos violentos. Hace 400.000 años, cuando todavía éramos neandertales, ya éramos bastante parecidos a lo que somos hoy. Descubrí que hay una violencia inherente al ser humano que nos ha sido útil y que por eso se transmite en los genes, pero también ha habido casos de empatía, como se ve en Atapuerca con cuidados a personas mayores. Ese equilibrio entre violencia y empatía es algo que nos define. A veces gana uno y a veces gana otro.
-La filosofía occidental ya define esa dicotomía entre altruismo y crueldad. ¿Homo homini lupus o el hombre es bueno por naturaleza?
-Creo que nos movemos en una escala de grises muy interesante. En los años sesenta hubo una tendencia a creer que el ser humano es violento, pero creo que últimamente se impone la teoría de que es más colaborador, que se ha domesticado a sí mismo y somos capaces de convivir. No quita que siga habiendo guerras. A veces se dice que los animales son mucho mejores, pero piensa qué pasaría si hubiera tres millones de chimpancés conviviendo en un espacio como Madrid; en dos semanas se habrían matado todos. Y nosotros convivimos. La gran mayoría de nuestras acciones son cordiales, lo que ocurre es que las violentas llaman mucho más la atención. Luego es cierto que, de repente, hay unos locos y psicópatas al frente de algunos países y organizaciones, concienciando a sus congéneres. Y eso es muy difícil de parar.
-Pero en la prehistoria no existían líderes políticos al uso, ¿dónde queda el origen del mal?
-Hay un cambio que analizo en una de mis novelas, Donde haya tinieblas, que es justo cuando el ser humano empieza a vivir en poblados más grandes en el Neolítico. Cultiva la tierra, empieza a haber propiedad privada, los grupos empiezan a tener una serie de bienes que igual el grupo que está enfrente no. Ahí empieza una forma de vida muy diferente que llega hasta nuestros días; y mientras se va evolucionando, aparece el concepto de la religión y del pecado, que para mí es una transformación muy interesante. De repente hay una especie de ‘mal’ casi biológico que se empieza a sofisticar y aparece una deidad personal que intenta controlar que no cometan excesos. Pero a su vez hay gente que utiliza ese mismo dios para cometer excesos. Tenemos difícil remedio.
-En ese libro que mencionas se plantea otra dicotomía. Esta vez entre pecado y belleza; entre misericordia y castigo.
-Y vuelve a tener algo que ver con lo de violencia y empatía, pero más sofisticado. El castigo es una decisión. Ya no es una violencia natural, sino una violencia ejercida con unos fines concretos y tras una reflexión. También el perdón es más complejo.
-Ya en esa novela estableces una defensa del hombre y de la mujer como seres condenados a entenderse.
-Me parece muy interesante y creo que también se ve en La huella del mal. Una de las grandes historias es lo mal que se llevan los dos investigadores. ¿Cómo colaboras en un objetivo común cuando te llevas mal con el otro y tienes una opinión muy distinta? Vuelve a ser una reflexión sobre el ser humano. Nuestra realidad es que no tenemos por qué llevarnos bien con el de al lado porque hay muchas cosas de piel; pero tienes que colaborar si quieres hacer un periódico, una película o un país.
No tenemos que llevarnos bien con el de al lado, pero tenemos que colaborar
-¿Con quién de los dos detectives te identificas más?
-Cuando escribo personajes me gusta estar dentro de sus cabezas. A [Daniel] Velarde, que es un personaje más borde y quizá antipático, cuando le estoy escribiendo le defiendo con la ironía. Es más borde, pero es gracioso. En la película, su relación tiene un punto que te hace sonreír a pesar de que se lleven mal y estar en un tema grave. Ella [Silvia] es mucho más empática, entregada a la causa, buena policía, y es más fácil que en un primer momento caiga bien al espectador. La relación entre ellos me divierte.
-En la novela puedes construirlos mejor, pero en la película te ves obligado a acotar por cuestiones evidentes. ¿Cómo ha sido ese proceso de reducción?
-Fue muy bueno. Hicimos básicamente tres cosas. La primera fue poner lo imprescindible para que se entendiese la trama, quitando todo lo que no fuese prehistoria. Luego comprimimos el lugar donde ocurría, en la novela hay dos lugares donde ocurren los incidentes [Atapuerca y El Sidrón] y en la película es todo en el mismo lugar. Y cuando ya estuvo todo, hicimos una tercera etapa de análisis de personajes. A pesar de la belleza de los lugares y los giros de la trama, creo que son los personajes los que hacen que el espectador se identifique con la película.
-El elemento distintivo de la película es Atapuerca...
-Bestial. Yo lo conocía, he estado muchas veces, pero poner una cámara delante y ver lo bien que se fotografía ha sido emocionante. Hay una secuencia de noche en la que se ve iluminado un andamiaje en el cortado... Da una sensación de Blade Runner prehistórico que es fascinante. Al espectador le va a sorprender porque nunca se ha visto así en una noche y es muy difícil que se vuelva hacer otra película allí.
-En Atapuerca ha habido vida hace diez, mil y cien mil años. Más allá de lo estético, ¿no se respira un ambiente milenario?
-Tienes que tener un poco el conocimiento. Ese camino hacia el cortado, que yo he intentado mostrarlo en la película, da una sensación extraña de entrar en la cuna de la humanidad. De ellos nos quedan los huesos, pero nunca sabremos exactamente qué sentían, a quién amaban o por quién estaban dispuestos a morir. Todo eso, cuando tienes ese punto de vista poético, es fascinante.
-Me sorprende que no te hayas aventurado a la novela histórica.
-Tengo alguna idea. Es un paso que es difícil porque no solo te tienes que documentar, que aquí también, sino meterte en el lenguaje, en las costumbres. Es un proceso largo, pero ya veremos. Ojalá saque tiempo. Creo que me llevaría más que escribir una novela contemporánea, pero sí: tengo una historia que me gustaría contar en algún momento.
-En una ocasión me dijo Antonio Pérez Henares que compartíamos con los neandertales la conciencia de que íbamos a morirnos. Y que eso es lo que define a la humanidad.
-En mi última novela, El olor del miedo, hablo de qué sienten los animales frente a la muerte. Por ejemplo, los elefantes, que parece ser que tienen un concepto bastante sofisticado, hacen un cierto ritual: se quedan dos o tres días con el cadáver, le huelen, dan vueltas alrededor. Pero la noción de que si uno de mi manada ha muerto yo también puedo morir... Creo que eso solo lo tenemos los humanos. Y eso, estar frente a la propia muerte, te cambia. Ha marcado nuestra historia.
-Me llama la atención la primera frase de esa novela. “Elena es una hembra de la especie humana”, escribes. Si matas a Elena es un asesinato, pero si matas a un tigre, ¿qué es?
-En el Código Penal no se considera un asesinato matar a un animal. Evidentemente no es lo mismo y no creo que tengamos los mismos derechos que un ratón, pero sí que hay una cosa de especie: todas las especies a sí mismas se protegen. El ser humano también.
-En el capítulo 43 de La huella del mal hay una conversación entre Daniel Velarde y Samuel Henares. El policía menciona el cromosoma del superhombre...
-El director de la excavación tiene una teoría que posee un punto basado en hechos reales y un punto de peligrosidad: hay una serie de seres humanos que han sido más violentos y más valientes y que en un punto de la evolución han sido útiles porque se han enfrentado al mamut y se han atrevido a cruzar el río. Hay un valor en esa valentía, pero también hay un peligro en que esa valentía se convierta en excesiva.
En la novela y en la película hablo de los ‘Príncipes de la prehistoria’, que a mí es un concepto literario que me gusta mucho. Hace 40.000 años el humano era tan listo como ahora, probablemente más guapo, aunque quizá no de cara, y más fuerte. Y eran libres. Probablemente ya eran la especie superior y el resto de animales lo sabía. Ahora vivimos apiñados en ciudades, que son como zoológicos humanos, somos más pequeñitos; estamos todo el día con gripe, no somos fuertes y tenemos que ir al gimnasio... Hay un personaje en la película que esto lo lleva al extremo. Y se juega en el equilibrio de asumir eso como cierto y que justifique ciertos comportamientos. Pasaba lo mismo con el nazismo.
-¿Entonces podríamos determinar que el origen de la violencia es la imposición de un punto de vista? Precisamente como dice el concepto de superhombre de Nietzche.
-Justo. Sin embargo, yo creo que los grupos humanos han tendido a alejar al violento o incluso a terminar con él. Creo que hay una especie de organización en los seres humanos para tratar de desprenderse de estos tipos. Pero no es tan fácil.
-¿Dónde está la maldad en el siglo XXI?
-En la ausencia total de empatía de los dirigentes que no ven que hay personas que sufren a consecuencia de las decisiones que toman. No obstante, luego está lo que llaman ‘violencia virtuosa’, que es solo tener empatía con los tuyos y sentirte capacitado para pegar o asesinar, o machacar en redes, a quien no piensa como tú. Es decir, me creo el bueno. Y los métodos cada vez se vuelven más violentos.
En el nazismo estaban Hitler y Goebbels, que eran malos de mayor profundidad, pero a la mayoría de alemanes de aquella época simplemente les convencieron, que ellos también tienen una parte de culpa por dejarse convencer. De hecho, dicen que el ejército nazi combatía con muchísima más efectividad que el resto de ejércitos porque creían mucho más en su ideal que los americanos, ingleses o franceses. Eran gente convencida de que lo que estaban haciendo era ‘el bien’. No deja de ser chocante cómo se puede manipular a la gente. A día de hoy ocurre en las redes sociales: hay una simplificación del ser humano. Y el ser humano no es tan sencillo.
-Tampoco lo era el neandertal, aunque piense el imaginario colectivo que era poco más que un mono listo.
-Viene de antiguo. Cuando se descubren los primeros cráneos neandertales, que antes de que apareciera en Alemania se encuentra uno en Gibraltar, pensaron que eran una especie de monos sofisticados. Pero hubo alguien que dijo que no, que eran humanos distintos. Se produce una especie de quiebra. Hay un momento en el que el cráneo de Gibraltar llega a las manos de Darwin y él ve que es de un humano y le rompe la cabeza. En ese momento la religión estaba muy presente. Si éramos los ‘elegidos de Dios’, ¿cómo podía haber dos especies? Todo esto era difícil de asumir en aquel momento. Y de ahí, el imaginario colectivo.
Sin embargo, últimamente, y en España tenemos varios yacimientos muy valiosos, se está empezando a ver y transmitir que nos parecíamos mucho. Si vemos a un neandertal pasando por el metro, más allá de la evidente diferencia física, que yo siempre digo de broma que se parecería a Puyol, el del Barça, podría ser tan inteligente como nosotros. Aunque con algunas diferencias, seguramente podría conversar con nosotros aquí.
-Todas estas reflexiones vienen a aunarse en Niebla, un pueblo que ni siquiera existe.
-Originalmente, cuando todavía no tenía claro que la trama fuera a transcurrir en Atapuerca, pensé en situar el libro en un sitio ficticio, que no existiese. Me fijé en Castellfollit de la Roca, que es un pueblo muy peculiar de Girona que está en un alto sobre roca basáltica. Y empecé escribiéndolo así, pero luego José María Bermúdez de Castro, que fue mi asesor y es uno de los codirectores de Atapuerca, insistió en que “cómo iba a hacer eso si no había roca basáltica en Atapuerca”. Y ya tuve que empezar a cambiarlo para ajustarlo científicamente. En la novela se llama Niebla; y en la película, como homenaje y para que la gente se quedase con ello, Atapuerca. Ahora bien, es una mezcla. En la película, cuando se sale de Atapuerca el pueblo que vemos es Frías, pero cuando vemos las calles es Olite. Una mezcla. Esto es la ficción. Cuando lo vean en Burgos no reconocerán las calles.
Sobre el fútbol y la prehistoria
-¿En qué momentos del día a día volvemos a ser un ‘Príncipe de la prehistoria’?
-Te diría que en los deportes. Se dice que los neandertales formaban grupos más pequeños mientras que los sapiens eran capaces de formar grupos más grandes, y que eso fue uno de los motivos por los que evolutivamente tuvimos ventaja. Y esos grupos más grandes tienen mucho que ver con las banderas y los equipos de fútbol.
Es una cosa muy sorprendente que vayas a un estadio y porque te pongas una camiseta amarilla o blaugrana puedas estar de acuerdo con todos. A lo mejor nos odiamos, pensamos muy diferente y hasta nos hayamos insultado por redes sociales, pero vamos al campo, nos ponemos una camiseta y, de repente, hay cien mil tipos que gritan a la vez. Eso tiene algo de clan primitivo. Por eso el fútbol es tan importante, porque vehicula una serie de sentimientos y emociones que son muy difíciles de exteriorizar. Lo cual no quita que haya quien se exceda, claro está.
-Futbolero y del Real Madrid.
-Soy socio desde que tenía 12 años. Tuve un tío mío que debía conocer a alguien y consiguió hacernos socios a los cuatro primos pequeños. Yo era el mayor. E íbamos solos los cuatro. Éramos pequeñitos, nos poníamos abajo del todo, en una zona cercana al césped; intentábamos ser los primeros y llegábamos dos horas antes. Y era muy gracioso porque había unas señoras muy mayores que les pasaba lo mismo porque también eran bajitas. Nos peleábamos por ver quién llegaba antes, si ellas o nosotros (ríe).
El primer partido que vi del Real Madrid fue el homenaje a Zoco. Debía ser el año 74 o 75. Creo que ganó el Madrid 2-0. Jugó muy bien Netzer, que era un poco irregular pero ese día jugó espectacular. También estaban Breitner, Pirri, Miguel Ángel, García Remón. He visto todas las generaciones. A mí me gustaba mucho Gallego, que hacía una cosa que yo he visto hacer a muy pocos jugadores: dirigía el equipo sin balón. Le veías en el campo señalando y mandando a todo el mundo.
-¿En qué punto se unen fútbol, prehistoria y ser humano?
-A mí me gusta mucho el fútbol porque tienes que poner de acuerdo a once tipos. Se trata de jugar en equipo, no de individualidades. Coordinar a once personas y que todos se muevan de una determinada manera. Y si uno o dos no se coordinan, se desmorona el equipo. Y eso era esencial en los clanes de la prehistoria, que no serían de muchas más personas. Si ese clan no estaba cohesionado, no trabajaban de manera común, no sobrevivirían. La prehistoria era como un equipo de fútbol, pero en lugar de meter goles tenían que cazar.
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