LITERATURA
El motivo por el que ‘Cuento de Navidad’ de Charles Dickens salvó la celebración de la Navidad
Toda la obra del autor británico estuvo bañada en las lágrimas de aquel niño que supo identificar los elementos de una sociedad estática para crear el corazón de una ciudad humanamente motorizada.
El Londres de principios del siglo XIX mezclaba en su aire la niebla del Támesis y el humo de las fábricas. La Revolución Industrial había llegado para cambiar el mundo, pero la máquina de vapor allí sólo había sumido a la sociedad en una rutina sucia y repetitiva, desilusionante y oscura. Cada vez más policéntrica, la ciudad comenzó a crecer en torno a las estaciones de tren en una suerte de casas venidas a menos que habitaban aquellos que no vieron cómo el futuro les llegaba por la puerta de atrás. La contaminación industrial mermaba la salud de los londinenses, inconscientes de que aquello gestaba algo que más tarde se conocería como clase media, y, mientras esperaban que un cambio estructural salvase su destino, allí no ocurría nada.
Charles Dickens nació en 1812 y fue uno de esos pobres niños a quienes el trabajo llamó antes de tiempo. A raíz de las penurias económicas que causaron en su familia los despilfarros de un padre irresponsable, empeñó sus libros e ingresó en una fábrica llena de ratas de la que cada noche salía con la cara manchada de betún para zapatos. Como él, todos sus amigos. Y toda su calle. Y prácticamente todo lo que llegaba a sus ojos. Todos los días.
La miseria victoriana y el primer ‘best seller’ de la historia
Al autor británico hay que agradecerle en términos literarios la creación de las ciudades modernas, testigo que inteligentemente toma Benito Pérez Galdós, décadas después, para transformar la imagen de la villa de Madrid en una auténtica urbe europea. Dickens supo identificar la esencia de todos los elementos asfixiantes de la sociedad en la que le tocó vivir, que pasarían a la posteridad como dickensianos, y construyó el marco social crudo sobre el que desarrollaría toda su obra y que permitiría que un 17 de diciembre de 1843 se comenzase a rescatar la Navidad.
Gran Bretaña no sentía especial afecto por la Navidad. Ni estatal ni individual en su población. De hecho, los sectores más puritanos del clero anglicano rechazaban la fiesta del nacimiento de Jesús, que consideraban muy unida al catolicismo. Fuera de los muros urbanos, en los pueblos, era otra historia. Cuando las fábricas comenzaron a necesitar personal, el éxodo de personas que emigraron a la ciudad para buscarse la vida llenó los citados arrabales de esas pobres almas que, con el paso de los años, perdieron la ilusión. La Inglaterra victoriana fue también la del recuerdo de aquellas tradiciones que las gentes de una generación dejó en las granjas en las que les vieron nacer.
Entonces llegó ese día de 1843. Dickens publicó Cuento de Navidad y las copias volaron de las librerías. La trama hablaba de un tal Ebenezer Scrooge, un hombre avaro y egoísta, con el corazón duro, la nariz afilada y los labios azulados; que hablaba astutamente con voz áspera y cuyo “frío interior le helaba las viejas facciones”. Pero, sobre todo, era alguien que despreciaba todo lo navideño.
El libro habla de una noche perdida de Nochebuena en la que tres fantasmas visitan al tal Scrooge: el de las Navidades Pasadas, el de las Presentes y el de las Futuras. Los entes le conducen por un recorrido temporal que termina mostrándole su muerte, tan solitaria como la vida que había decidido vivir. Entonces despierta. La mañana del 25 de diciembre, aquel hombre avaro había completado su transformación: después del extraño sueño, procuró ser siempre alguien amable y bondadoso.
Fue casi instantáneo. Se convirtió en el primer best seller de venta rápida de la historia y la literatura navideña replicó el mensaje que Dickens había instaurado y que heredó de las lecturas de Washington Irving: la Navidad como una época atemporal y universal para compartir y perdonar, para ser feliz y para celebrar. Si bien hubo que esperar décadas hasta que realmente se produjeran cambios sustanciales, que llegaron en clave social con las corrientes de movimientos revolucionarios en la segunda mitad del XIX, la ilusión ya se había recobrado.
La sociedad encontró en esta fecha y en sus valores algo a lo que agarrarse entre tanta miseria, algo que preservar para el resto de los tiempos. Nació así una voluntad colectiva que todavía perdura hoy. Gracias a Dickens y a su joven recuerdo tintado de betún. El mismo hombre que salvó la Navidad era aquel niño cuya mirada se había llenado de lágrimas entre almacenes de ladrillo, levitas rotas y apestoso humo de fábrica.