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Tengo una prima que practicó deporte de élite en EE UU. La exigencia de los entrenamientos, la rectitud en la dieta, la ausencia de tiempo libre y, sobre todo, el hecho de estar muy lejos de casa, sin el soporte familiar necesario, provocaron que terminase regresando a España antes de tiempo, aún con la firme convicción de haber tomado la decisión correcta. “Aquello no era para mí”, sentenció al volver. No todo el mundo está hecho para el deporte de élite, que deja por el camino a miles de chavales desmotivados por la exigencia o por no sentirse lo suficientemente buenos.

Se está hablando mucho estos días de la exigencia de Nadal. Se debate sobre la conveniencia de llevar tu cuerpo al límite, de si es o no un ejemplo positivo. Parece un debate razonable porque incluso dentro del propio staff de Nadal se adivinan discrepancias, teniendo en cuenta los gestos que le lanzó su padre desde la grada de Wimbledon durante el partido frente a Fritz.

El problema, una vez más, es elevar la cuestión a una especie de debate moral. De un lado, los que desconfían del sacrificio extremo y alaban los esfuerzos razonables en el trabajo. Del otro, los que hablan de la ausencia de cultura del esfuerzo en las generaciones actuales, de esos nuevos niños atrofiados que gravitan únicamente hacia los videojuegos y otras distracciones electrónicas. Y, en medio, el deporte de élite, un mundo que responde a unas dinámicas particularísimas que no se pueden extrapolar a otros ámbitos de la vida.

Los deportistas profesionales conviven constantemente con el dolor, en muchos casos crónico. Hace unos días, sin ir más lejos, Primoz Roglic se recoló el hombro en pleno Tour de Francia y siguió rodando. Nadal es sólo una pequeña parte de ese extenso grupo de atletas capaces de perseverar cuando la mayoría nos rendiríamos. Sus historias parecen material para carteles motivacionales: “No te rindas”, “Persevera”, “Aguanta”. Pero compararse con Nadal, o con Roglic, es tan absurdo como pretender entender su dolor desde el sofá de tu casa.