Que el dolor no empañe tanto orgullo

Hay muchos tipos de derrotas y ésta, tremendamente cruel, llenó de orgullo al rayismo. Iraola tenía un plan, cimentado en la resistencia, la persistencia y la fe. Unos materiales con los que el Rayo diseñó un partido que pronto se le hizo bola al Betis y en el que los franjirrojos evidenciaron algunas de las virtudes por las que se colgaron el cartel de revelación en la primera vuelta. Cada jugador sabía su rol y lo ejecutaba sin titubeos. Si había que morir, tenía que ser con las botas puestas. Fiel a sus principios: la valentía, el coraje y la nobleza. Así es como una obra de arte de Bebé prendió la esperanza, con la misma rapidez que Borja Iglesias la sofocó.

El Rayo era La Cenicienta de los semifinalistas de Copa, quien mejor representaba la esencia de esa competición: la oportunidad de que los humildes puedan alcanzar la gloria. A unos meses de soplar sus 98 velas, la Franja se queda sin su final soñada. Eso sí, luciendo una enorme sonrisa porque haber llegado hasta aquí es un valioso regalo. Para quienes pudieron disfrutar de aquellas semis de 1982 y para quienes ni siquiera habíamos nacido. Entonces, los de Peñalva, cayeron por 3-0 en la vuelta de El Molinón. Esta vez, los madrileños estuvieron vivos hasta el final, tal y como diseñó Iraola. La afición no perdió la esperanza hasta el último suspiro, Vallecas contuvo la respiración hasta el pitido de Martínez Munuera y tras éste sólo un sentimiento: orgullo. El del esfuerzo, el del trabajo... el del barrio.