No lo rompas, Koeman

Rompió Koeman su silencio y, bueno… Ya se sabe lo que pasa cuando uno se pone a romper cosas: que es muy difícil saber cuándo parar. Sus años como futbolista le granjearon la admiración eterna de una afición que ahora se ve obligada a echar la vista atrás, muy atrás, para no tenerle demasiado en cuenta ciertos errores de cálculo y un resentimiento que debería canalizar por otras vías.

Dice el holandés, por ejemplo, que Laporta no quería a Xavi como entrenador. Y que solo lo usa como escudo, una afirmación que tiene todo el sentido en boca de quien conoce de primera mano las diferentes utilidades de un mito. Para eso lo ficharon, precisamente: para disimular una gestión desastrosa y ganar algo de tiempo, a saber con qué intenciones. Aquello le salió redondo a Koeman y carísimo al Barça, por cierto, hipotecado por un contrato que iba más allá del mandato de Bartomeu y que lo blindaba frente a las intenciones del presidente entrante.

Koeman, durante un partido.

Koeman, durante un partido.

Nada quiso saber de la ruinosa situación en que dejaba el club la persona que le dio a firmar aquel contrato. Ni rastro del amor propio que uno espera en los grandes hombres cuando un dirigente lo zarandea en público y en privado. Pudo dimitir, mantener intacto su prestigio y devolver el golpe a Laporta. Pero optó por quedarse y cobrar hasta el último euro de lo firmado: perfectamente lícito, igualmente reprobable. Por eso sus palabras han sentado tan mal en buena parte la afición blaugrana, justo ahora que el equipo empieza a carburar y la grada vuelve a sonreír. Pudo elegir ser parte de la solución —aunque solo fuese de manera simbólica, casi testimonial—, pero optó por convertirse en un problema: esa es la cuestión de fondo que desacredita toda su argumentación actual.

El tiempo todo lo cura, o eso asegura un tazón de desayuno que mi madre le regaló a mi padre cuando el Real Madrid ganó la Séptima. Y puede parecer mentira que todavía no lo hayamos roto pero el mundo está lleno de cosas así, supongo: indestructibles, que perduran pese a nuestros intentos constantes por fulminarlas… Como ese tazón, por ejemplo, o el agradecimiento eterno a un ídolo que nos puso en pie frente a Europa y azuzó, desde entonces, el rencor futbolístico en mi madre.