El mundo de ayer

El Barça de Koeman ha superado la semana de los tres dolores con nota —dos victorias y una derrota— y sin embargo la sensación es que el equipo sigue sin jugar bien, con más dudas que certezas. Se recuperan algunos lesionados y se pierden otros, y en ese cálculo se refugia Koeman para justificar un nivel que no alcanza nunca. Las dos décadas de excelencia que vivió el FC Barcelona nos han educado el paladar y ahora, cuando el resultadismo es la única salvación, todo sabe a poco. La decisión de Laporta de confirmar al entrenador nos sitúa en la mediocridad, donde se acepta de grado la derrota ocasional en virtud de un equipo joven que tiene que crecer. El problema es que la esencia del fútbol de Koeman —su propuesta a nivel táctico y físico— no tiene gran margen de mejora, y exige que el aficionado se acostumbre a la dinámica del segundón, algo que desconoce.

En los últimos años los entrenadores han revolucionado el fútbol. Pep Guardiola fue un Prometeo que robó el fuego de un estilo y lo llevó a Múnich, donde provocó la reacción de los sabios locales. Hoy el nivel lo marcan nombres como Klopp, Tuchel, Nagelsmann, Flick, el propio Guardiola o el holandés Ten Hag. De repente hay una serie de entrenadores que han quedado en fuera de juego, agarrados a unos conceptos antiguos, más cerca del profesor dogmático que del aprendiz visionario. Ancelotti es uno de ellos, Pochettino también, pero Koeman representa como nadie ese aire anticuado, lento de reflejos. Es más, uno intuye que su orgullo le obliga a defender una idea difusa del fútbol, que se basa más en el talento individual que no de conjunto, y que además con las derrotas vacila y se vuelve resentido. Solo así se entiende el ostracismo de Riqui Puig, o los cambios de opinión en cuanto a Dest, Demir o Nico: una contundencia destinada a aplacar sus propias dudas y a esconder la falta de ideas. Lo peor es que, viendo su trayectoria, cuando Bartomeu le fichó esa deriva ya era una realidad que podía intuirse perfectamente.