Camavinguismo

El fútbol es inspiración individual y rigidez en la pizarra; es el buen manejo de la pelota y el pelotazo; tiqui-taca y tiki-taki; es el "partido a partido" y el "¿por qué?"; la bonhomía y la mano dura; es sonrisa y lágrima. Doctrinas de este deporte envuelto en ismos. Están los fieles del Bilardismo y el Menottismo, los popes del Bielsismo, los protectores del Guardiolismo y los defensores del Mourinhismo, quienes caminan por la senda del Raulismo y quienes cultivan el carpe diem del Ardaturanismo, los que nunca dejan de creer por el Cholismo, con tanto impacto que ya en 2013 la Fundéu —Fundación del Español Urgente—, entidad respaldada por la Real Academia Española, quiso reconocerlo colocando el término entre los 12 candidatos a llevarse el premio como palabra del año (no alzó el ‘título’ pero levantarse después de un revés es mandamiento de esta religión). Ante tanta filosofía de vida parece imposible que haya hueco para la irrupción de otra corriente. Pero lo hay. Hagan sitio al Camavinguismo.

Como esos movimientos artísticos que nacen por la influencia de varias escuelas, el Camavinguismo vendría a ser algo así como vivir con una explosión de alegría que no puedes controlar y jugar como uno vive; ser natural como un niño y no intentar esconderlo en un mundo lleno de responsabilidades; sentir que la camiseta del Madrid no pesa toneladas sino 21 gramos, como el alma; el Camavinguismo es pararte antes de subirte al autobús del equipo y devolver el saludo a los aficionados como cuando llegas tarde a una fiesta y todos te están esperando; es saltar alrededor de Alaba al acabar un partido y que este te mire con más ternura que desconcierto; es agilidad, potencia, clase y cachondeo. Un Peta Zeta en este Madrid que se quedó sin la chispa de Mbappé pero que parece estar abierto a una revolución francesa cada cierto tiempo.

Con 18 años, ha entrado en la finca de Casemiro, Kroos y Modric con un empoderamiento que ha sorprendido hasta al propio Ancelotti, que las ha visto de todos los colores. Primero saliendo desde el banquillo y como titular contra el Mallorca, el franco-angoleño ha sido determinante con su juego en todos los encuentros. Con asistencia, gol o agitación. Entra al campo como si llevara una década en el Bernabéu y eso no es fácil. El Madrid engulle en el primer paso en falso y el centro del campo blanco ha sido el triángulo de las bermudas: Illarra, Sahin, Lucas Silva, Diarra, Gago, Emerson, Pablo García, Gravesen, Odegaard… Hasta la llegada de Xabi Alonso y Casemiro, el síndrome Makelele desangró el bolsillo en busca de sustitutos.

En los últimos años, en el club blanco comenzaba a haber cierta urgencia por renovar la media ante la inevitable llegada de las canas y salió a faenar pescando futuro con un resultado desigual. Odegaard pinchó, Ceballos no ha pitado, Asensio tiene que decidir si ser Clark Kent o Superman, Fede Valverde es un seguro y, si no descarrila, Camavinga ha sido un chollo (30 millones). Marcado por la guerra como Modric, con el físico y el alto voltaje de Seedorf (en pie) y con pinceladas de Redondo (perdón), este chaval está llamado a ser uno de los ojitos derechos del Madrid de la próxima década. Carácter y condiciones le sobran. Y si, por esas cosas de la élite, el joven Eduardo no cumple todo lo que promete, no se preocupen, ya habrá alguien que diga aquello de “yo ya lo dije, era un espejismo”. Otro ismo en el fútbol. Como el oportunismo.