“Por supuesto que me gustaría volver aquí, pero a mi edad nunca sabes qué hay a la vuelta de la esquina”. La ‘edad’ marca 40 años el próximo 8 de agosto, demasiados para un tenista de élite, aunque sea uno de los mejores de la historia. Y el ‘aquí’ es Wimbledon, el torneo donde ha inscrito ocho veces su nombre como campeón. Más que nadie. Cada raquetazo de Roger Federer suena esta temporada a despedida. Su paseíllo de este miércoles camino del vestuario, mientras la grada de All England, que le adora, gritaba “¡one more year!”, un año más, puede ser el último. Nunca sabes. Si lo fuera, sería un cierre amargo, una fea derrota en su templo ante Hubert Hurkacz en una hora y 48 minutos. No porque haya sucumbido ante el 18º del mundo, que puede pasar, sino porque lo hizo en tres sets, algo que nadie había conseguido en este escenario desde Mario Ancic en 2002, cuando aún no había sumado ningún grande, y porque nadie le había endosado un cero, un doloroso rosco que sólo encajó dos veces en un Grand Slam, ante Patrick Rafter y Rafa Nadal en 1999 y 2008, pero en la tierra de Roland Garros. Nunca en su jardín.

Si Federer decide seguir, que ya veremos, hay pocos argumentos para apoyar la decisión. Este año ha perdido ante Basilashvili, Andújar, Auger-Aliassime y Hurkacz, cuatro tenistas de la clase media, al menos hasta ahora. Las sensaciones, el juego y el físico no han acompañado. En Roland Garros se retiró para no machacar su cuerpo, pero la maniobra tampoco ha salido bien del todo, porque luego cayó en Halle y llegó a Londres sin ritmo. Roger lo ha fiado todo a su hierba, al cariño del público, al recuerdo de esas dos bolas de campeonato perdidas ante Novak Djokovic con su servicio no hace tanto, en 2019. Después de aquello vino la pandemia, su operación de rodilla… Y han pasado dos años. El suizo ha tenido destellos, pero Hurkacz le ha devuelto a su realidad actual. Todos queremos ver al Federer eterno. Pero nadie sabe si está a la vuelta de la esquina o, como parece, ya se ha ido para siempre.