Las ramas torcidas de Koeman

Para imaginar lo que debe estar sufriendo Ronald Koeman cada vez que un árbitro pita penalti, conviene ponerse en el pellejo del padre de Billy Elliot. Si no lo recuerdo mal, Jackie Elliot era un sufrido minero del condado de Durham, tosco y chapado a la antigua, medio empeñado en que el pequeño Billy siguiera sus pasos hasta dominar el noble arte del boxeo. Pero el niño prefería la danza clásica - "¡quiero bailar!"- y, claro, al padre se lo llevan los demonios durante buena parte de esta adaptación cinematográfica del viejo refrán: "en casa del herrero, cuchillo de palo".

Cuesta recordar, en la más que centenaria historia del Barça, un lanzador desde los once metros más fiable que el actual entrenador. Seguramente lo haya, no digo que no, pero en mi deficiente imaginario blaugrana Koeman es a los penaltis lo que Daniel Ducruet al braguetazo: un maestro, un elegido por los dioses del fútbol para ajusticiar desde el punto fatídico cualquier exceso de las defensas rivales. "No es serio fallar dos penaltis, no puede ser", estalló tras lo sucedido en Cornellá. Es de suponer que él también tiene en mente aquellas sabias palabras de Woody Allen: "La comedia solo es tragedia más tiempo".

Ramón Juan detuvo dos penaltis al Barça.

Y es que más allá del desacierto recurrente, lo que empieza a provocar escalofríos es el vodevil que se forma en el área rival cada vez que el colegiado señala la pena máxima. En ausencia de Messi, los demás se van mirando como si acabaran de encontrarse en la cola de la carnicería: a ver quién da la vez. Antoine Griezmann, otrora ejecutor infalible, es ahora esa señora con las gafas colgadas del cuello que nunca tiene prisa, la que siempre te cede el turno porque necesita que le deshuesen el pollo y, ya se sabe, eso lleva un cierto tiempo.

La psicosis parece tal que a nadie extrañó la desazón de Koeman cuando Riqui Puig se ofreció para lanzar el quinto penalti contra la Real Sociedad. "La madre que os parió", decía aquella mirada furtiva cuando el señalado como la oveja negra del vestuario dio un paso al frente porque, como Billy Elliot, quería bailar. Me recordó a mi padre cuando reniega de su propio ADN y acude al refranero buscando consuelo: "¡Maldita la rama que al tronco no sale!".