El descontento con el 10

Iba a empezar el partido España-Moldavia y le dije a mi madre: ¡vamos a verlo! Seguro que España les mete 8. Un milisegundo después, tan sólo terminar la frase, se me quitaron las ganas de ponerme delante de la televisión. No me apetecía nada ver una goleada. Yo quería disfrutar de un partido de fútbol competitivo con dos rivales en el campo. No tan sólo ver a un equipo avasallando y sometiendo a un grupo de aficionadas que no podían ni despejar la pelota fuera del área. Para quienes nos preocupa el futuro del fútbol femenino, es difícil explicar este tipo de partidos a los que se niegan a apreciar el fútbol practicado por mujeres.

Por supuesto que las jugadoras de Jorge Vilda se merecen marcar todos los goles que puedan, pero delante de un equipo que plante cara. No teniendo enfrente a un conjunto que empezó a jugar en 1990, sin jugadoras profesionales, sin experiencia, sin preparación… Las jugadoras de la selección de Moldavia no tienen la culpa de que en su país no se tomen en serio el fútbol femenino y ni tan siquiera tengan las condiciones mínimas para entrenar en sus equipos. Pero el deporte y todo lo que rodea al fútbol femenino tampoco se merecen ese espectáculo.

Me recordó al Mundial de Francia, cuando USA le metió 13 a Tailandia con repóker de Alex Morgan incluido. Esto no debería pasar. No lo digo porque se calificó a USA de abusonas, sino porque esa gran diferencia entre los equipos desprestigia al fútbol femenino y no ayuda para nada a conseguir lo que muchos queremos: AFICIÓN.

Hay que encontrar otra fórmula para los enfrentamientos entre selecciones. Si lo que se busca es generar interés, que la gente se enganche y crear cada vez un espectáculo mayor, no se pueden mediatizar este tipo de encuentros.

El fútbol es entretenimiento, emoción, lucha… y todo esto despierta euforia, frustración, tristeza, locura, alegría y sobre todo pasión. Lo mismo que despertaba Maradona y ha conseguido despertar Paula Dapena.

Sin los ingredientes básicos del fútbol, nuestro cerebro no recibe los estímulos necesarios para emocionarse. Tristemente nuestro corazón se desengaña y nuestro cerebro se siente indiferente. Y es cuando decimos: “Me da igual”.