El genio salvaje

Vimos a Maradona enfermo y débil, sentado en una silla, hace unos pocos días. Estaba en el fin de sus días, pero su consumida figura aparecía en el lugar debido, en un campo de fútbol, el escenario de sus hazañas, por las que será recordado como un genio para la eternidad. Había mucho de despedida en esa escena conmovedora. Hablaba también de su soledad. No era el Maradona de las multitudes, de los flashes incesantes y las declaraciones polémicas, el Maradona al que nos habíamos acostumbrado durante décadas. El momento señalaba un momento de máxima dignidad, la de un hombre que se enfrentaba a la muerte. Y aunque las imágenes invitaban a la tristeza, allí emergía una potente solemnidad, la que merecía antes de pasar la última página de su vida.

No hay manera de ver ese instante de agonía sin regresar al contrapunto de su plenitud, cuando Maradona transportaba su ingenio y exuberancia a cotas excepcionales. Su legado no se librará de juicios morales, de aspectos poco saludables en su comportamiento, forzados en buena parte por la presión que el fútbol, la sociedad y el negocio el negocio le produjeron. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre Maradona fuera del campo, su estela en el fútbol es colosal, inabarcable.

A diferencia de otras estrellas, Maradona fue plenamente visible en el fútbol. No era la voz que corría de boca en boca entre los aficionados que acudían a verle en los estadios. El mundo entero pudo disfrutar de su grandeza a través de la televisión. Maradona elevó lo extraordinario a la categoría de cotidiano, no el producto de la imaginación. Si lo que Maradona inventaba con la pelota era real, el fútbol podía adquirir la consideración de arte en estado puro.

Hubo muchos Maradonas en su paradójica trayectoria, corta y larga a la vez. Con 30 años, cerró su época en el Nápoles, el periodo de incomparable esplendor futbolístico que coincidió con su declive físico y emocional. Por fraccionada que fuera su recorrido, con su fulgurante inicio en Argentinos Juniors, el deslumbrante desembarco en Boca Juniors --Europa no disfrutó de aquella época maravillosa del Pelusa, el fútbol todavía corría de voz en voz-- las expectativas frustradas en el Barça por la grave lesión que sufrió, el periodo sevillista en los años 90, el regreso a Argentina y la amarga despedida en el Mundial 94, sólo se puede hablar de un único y grandioso Maradona, el que cautivó el fútbol con sus proezas.

Sólo hay un Mundial que se adhiere a un jugador: el de México 86 a Maradona. Borró todos y a todos de la memoria. Allí, con 26 años, perfectamente preparado, fuerte y ágil como un felino, con todas las luces desplegadas, Maradona compiló en apenas tres semanas todo lo que un futbolista y los aficionados puedan soñar. Los cínicos y los despechados se mantendrán firmes en el recuerdo de la mano de Dios -el ridículo salto de Shilton en el despeje casi merecía una travesura del rematador-, pero al pueblo llano, el que ama el fútbol, se quedará con la colección de jugadas que desplegó el genio y que alcanzó su cota en el reguero de rivales que apiló en el segundo gol de Argentina.

Esa jugada resume todas y cada una de las deslumbrantes jugadas que dejó en el fútbol, la cima de la creatividad, potencia, descaro, habilidad, engaño, astucia, técnica y emocionante frialdad. Fue una jugada salvaje que agarró al fútbol por las tripas y allí permanece. Ese Maradona, el Maradona de nuestros sueños. Todo lo demás nos importa muy poco ahora.