Stiles, el hombre al que retiraron las tarjetas

Hasta el Mundial de 1970, en México, no había tarjetas. El reglamento prescribía, eso sí, que el árbitro debería advertir de expulsión al jugador que reiterara faltas, o al que se condujera de forma violenta. Y expulsarle en caso preciso. Pero los árbitros eran laxos en la aplicación de ese atributo. De eso se aprovecharon algunos jugadores, en especial en los sesenta, tiempo en el que el fútbol se encanalló peligrosamente. El más significativo de todos ellos fue el inglés Nobby Stiles, la cara fea del Manchester United y de la selección inglesa en aquel tiempo. Por él llegaron las tarjetas.

Nobby Stiles perdió los dos incisivos de arriba muy niño, cuando se cayó del sofá arrastrado por la pasión mientras veía un partido del Manchester, del que era fan. Destacó en el fútbol colegial inglés, como interior industrioso, sin calidad pero con mucha ida y vuelta. Tanto que le fichó Busby para el United, en esos años en los que aún lo estaba rehaciendo tras la catástrofe de Múnich. Fue un juvenil destacado y hasta llegó a jugar para la sub-23 de Inglaterra, donde llamaba la atención su deplorable aspecto. Perdió pelo desde muy joven, le faltaban los dos dientes más visibles y corría con la cabeza un poco para atrás, en una postura un poco forzada quizá por su miopía, que guardaba en secreto.

Llegó al primer equipo, porque Busby admiraba su trabajo. Pero no tenía sitio. Tampoco le acompañaba la percha, era bajo y escurrido. Una lástima, en fin. Estaba llamado ya a caer del Manchester a algún equipo menor cuando se le presentó la oportunidad que le cambiaría la vida. El United tenía que jugar contra el Tottenham, cuyo interior en punta, Jimmy Greaves, era el gran jugador inglés del momento. A Busby le faltó ese día Maurice Setters, el medio defensivo, y tuvo la intuición de que Stiles podría hacerse cargo de Greaves. Stiles cumplió, ganó el Manchester 3-2.

Busby había encontrado utilidad por fin a Stiles, que ya se quedó como titular, con la misión de marcar siempre al mediapunta rival, o al cerebro de medio campo. No hacía distingos: pegaba a todos por igual, sin preocuparse de la nacionalidad o la raza. Lo mismo le dio Greaves que a Eusebio, o que a Amancio, Rivera, Mazzola, Overath, Onega, Rocha, Albert… Ni siquiera respetó a sus compañeros reds Law y Best cuando se los encontró con Escocia e Irlanda. Resultó odioso para todas las aficiones del mundo. Salvo para la del United, claro.

Su miopía fue tan a más que un día el meta Gregg (uno de los supervivientes de la tragedia de Múnich) se asustó al notar que no podía ni distinguir los naipes con que estaban jugando en la concentración. Preocupado, pensando que le pasaba algo, fue a decírselo a Busby. Este habló con Stiles y este le confesó que era miope, que el problema iba a más y que no quería jugar con gafas (cosa que permitía el reglamento, y se dio algún caso significativo, como el del belga Jurion). El mánager lo resolvió encargándole unas lentillas, entonces un avance reciente.

Y Stiles siguió jugando, con su boca desdentada, su pelo cada vez más escaso, su corta estatura, sus hombros encogidos, su cabeza para atrás y su falta de escrúpulos para tirar al suelo al hombre al que marcaba. Si le caía el balón en los pies, cosa que procuraba evitar, se lo entregaba a Bobby Charlton si lo tenía lo bastante cerca y si no lo mandaba lejos. Se decía que su padre tenía un negocio de pompas fúnebres, cosa que nunca he comprobado. En Italia le llamaban Nosferatu, en Alemania el Ogro Inglés, en España algo peor. Lo que ustedes imaginan, sí.

Y llegó a la selección. En 1965, un año antes del Mundial de Inglaterra, Alf Ramsey le llamó para un partido contra Escocia. La parte de atrás del equipo la compuso con el meta Banks y una defensa de cuatro formada por Cohen, Jackie Charlton, Bobby Moore y Wilson. Por delante de ellos, como escudo protector, Stiles. Sobre esa peana defensiva jugaría y ganaría Inglaterra su Mundial, el primero televisado en directo por satélite a toda la tierra. Y toda la tierra pudo ver la impunidad con que este jugador de aspecto desastroso repetía faltas sobre la figura del equipo contrario. Aquellas protestas del argentino Rattin (que acabó expulsado) tenían su base en las faltas de Stiles sobre Onega. Las lágrimas de Eusebio en la semifinal eran de impotencia por la persecución de Stiles

Pero Stiles ganó la Copa y el mundo entero le vio improvisando un bailecito patético con la Jules Rimet en una mano y en la otra su dentadura postiza, que en las grandes ocasiones le hacían ponerse para adecentar su aspecto. Aquello fastidió hasta en Inglaterra. Treinta años después, la escena aún sería recordada en la canción Three Lions, de Frank Skinner y David Baddiel.

La presión internacional provocó que, poco a poco, Ramsey fuera apartándole de la selección. Siguió acudiendo, pero en general de suplente. Le quitó el puesto el spur Mullery, que por cierto le robó a Stiles el raro honor de ser el primer jugador inglés expulsado en la historia. Fue en la semifinal de la Eurocopa-68, contra Yugoslavia.

Pero en el glorioso United de Best, Law y Charlton se mantuvo como titular y ganó la Copa de Europa de 1968, en una final con el Benfica en la que de nuevo se había hecho cargo de Eusebio. (En la semifinal se había hecho cargo de Amancio. Bobby Charlton contaba en la televisión del club, tantos años después, que no podía repetir las palabras que Stiles le dijo en el túnel de salida al Bernabéu).

Para el Mundial de 1970 se estrenaron las tarjetas, solución que se arbitró, sobre todo, por el clamor que habían despertado los sucesos de Inglaterra, con Stiles a la cabeza. Stiles fue a México, pero ya era abiertamente un reserva. Su convocatoria era una cabezonada de Ramsey, que pensaba que se le trataba injustamente. Pero no jugó ni un minuto. Muy poco después, en 1971, aún con 28 años, la plena madurez para otros, tuvo que dejar el United para pasar al Middlesbrough. Las tarjetas le borraron del gran fútbol. A los dos años estaba de jugador-entrenador en el Preston.

Allí tuvo más adelante como jugador a mi amigo Michael Robinson, que me lo pintó como un ingenuo bizcochón al que hacían diabluras. Le metían una pella de barro en la punta de la bota, con lo que acababa con los dedos del pie sangrando, y le decían que le estaba creciendo el pie. Se ponía un número más y no se lo hacían. Volvía a su número y se lo volvían a hacer. Así sucesivamente. Otra vez le inundaron de pescados el motor del coche, que iba bajo el capó delantero. Estuvo días desmontando los asientos y el maletero para ver de dónde salía aquella peste sin descubrirlo. Por lo visto era un buenazo, de esos que se transforma sobre el campo.

Jubilado tras entrenar varios equipos medios sin mayor éxito, en 2010 volvió a ser noticia mundial cuando se supo que subastó en Escocia sus medallas de campeón del Mundo y de Europa. Corrió la versión de que estaba en apuros, pero no era cierto: tiene tres hijos y dos medallas, y le parecía más práctico dejarles en herencia dinero en vez de una pelea. Por cierto, las medallas las adquirió el Manchester por 200.000 libras.

Unos años antes, en 2003, había escrito su autobiografía, que tituló A por el balón. Hubiera sido más correcto A por el tobillo. Fue un jornalero de la gloria. Descanse en paz.