El sello de Laudrup

Mi tío Tell tenía un amigo filatélico porque supongo que en esta vida uno tiene que tener amigos con aficiones de todo tipo. Un día fui con él a su tienda y aquel hombre, Fernando Montes de Neira, fiel seguidor y abonado del Teka Santander, me regaló un sello de Dinamarca de Michael Laudrup. A día de hoy sigue siendo una de mis posesiones más preciadas. Creo que sería lo primero que salvaría de un incendio en mi casa. Incluyendo familiares. He visto Charada demasiadas veces como para no haber fantaseado con que mi sello ahora pudiera valer miles de euros. De pequeño soñaba con eso. Que el tiempo pasaba y mi sello de Laudrup se convertía en una rareza valiosísima, codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Cientos de filatélicos con monóculo (no sé por qué me imaginaba a los coleccionistas de sellos así) se agolpaban a mi puerta, pero yo les decía a todos que no, que aquel sello no estaba en venta, que mi madridismo y mi admiración por Laudrup no tenían precio. Que volvieran por donde hubieran venido. Y me quedaba acariciando mi sello, musitando "Laudrup" en vez de "Rosebud". Ahora es posible que me sentara al menos a escuchar sus ofertas.

Guardaba la estampilla de Laudrup en un álbum especial, junto a otros sellos de animales exóticos, inventores y escritores, que bueno, sí, estaban bien, pero no eran don Michael Laudrup. Destacaba sobre el resto con un fulgor propio. Cada cierto tiempo abría ese álbum y contemplaba mi sello embelesado. Como para asegurarme de que Laudrup seguía ahí, entre tucanes, el monte Fuji y Thomas Edison. Era hasta capaz de ver en aquel recuadro diminuto sus jugadas en movimiento, sus pases mirando al tendido, como si fuera un holograma más que un sello. Lo sostenía cuidadosamente en el aire con unas pinzas y lo observaba bajo la lámpara con la curiosidad de un entomólogo.

Laudrup, durante su etapa en el Real Madrid.

Muchos aguafiestas repiten durante estos días que esta Liga va a ser descafeinada. Sin público, sin fichajes. No saben que en algún sitio hay ahora mismo un niño mirando un sello o un cromo o un póster o la portada de un periódico, imaginando el futuro, desbordando ese rectángulo, soñando pases tensos e imposibles de algún rubio nórdico; ayer Laudrup, hoy Odegaard. Y eso, eso no se acaba nunca. Los androides, en cambio, no sueñan con ovejas eléctricas.