Cuando un equipo muere

Quizá uno de los peores momentos de un aficionado es presenciar en vivo y en directo cómo un equipo histórico se convierte en un equipo moribundo. A los aficionados al Celta, por ejemplo, nos ocurrió con el EuroCelta y el descenso a Segunda División el mismo año que disputamos la Champions. En la segunda vuelta de aquella temporada tuvimos que asimilar una situación que siempre sorprende, aunque sea bastante habitual: los jugadores eran los mismos, pero el equipo era completamente distinto. Algo similar ocurre en el Barça desde hace varias temporadas. Y entonces toca despedirse, no del equipo, sino de un recuerdo.

En el fútbol, como en las relaciones, es difícil calibrar en qué momento se rompen las cosas, sencillamente porque no hay un momento concreto, suele ser un cúmulo de ellos. Cuando todo se rompe, la reacción lógica es montarse en un bote salvavidas antes que quedarse tocando violines en la proa del barco semihundido. En las relaciones hay varios botes salvavidas recurrentes: perdones, conversaciones, terapeutas, terapias, viajes, hipotecas, mudanzas. Hay incluso quien recurre a tener un perro. Hay incluso quien recurre a tener una boda. Hay incluso quien recurre a tener un hijo. En el fútbol el bote casi siempre es el mismo: un nuevo entrenador. El buen hombre llega con varios cubos en los brazos, los camarotes inundados y achicando agua por doquier. Por el Barça han pasado bastantes cubos y seis entrenadores en ocho años.

Dice Bartomeu que el Barça atraviesa una crisis deportiva, no institucional, y que lo más fácil sería dimitir pero que no lo hace por responsabilidad con el club. Esos arrebatos de amor culpable y sentimiento protector también son muy propios de algunas relaciones: “No, no puedo, me necesita”. Hay cientos de paralelismos entre el fútbol y las relaciones amorosas, como podéis ver. Termino con uno: en el fútbol, como en las relaciones, es importante saber cuándo llegar, pero es incluso más importante saber cuándo empezar a marcharse.