Tercer tiempo

Furia y amistad. El fútbol es furia y amistad, alegría de jugar, satisfacción de ganar, saber perder. El triunfo del Atlético de Madrid sobre el Athletic de Bilbao forma parte de esa tradición que es la que hizo aficionados en los tiempos de penuria, cuando sólo había cromos y los partidos eran barro y abrazos, todos detrás de una pelota mal amarrada. Ahora hay multinacionales que hacen caja con el sudor, que también venden enlatado. Para un aficionado que tengo en casa he traído de Nueva York una camiseta del Los Angeles Galaxy, una pasta bien vendida. La camiseta del Atlético vale más esta mañana; su sudor es historia.

LaLiga se anima. Vuelve el Valencia a arrimarse a su historia, a costa del Getafe. Cuando el Valencia va mal algo sucede siempre, un cataclismo en Levante. Tiene entrenador y futbolistas, y no tiene desgana sino mala suerte. Enderezarlo es ponerlo en su historia, que lo obliga a competir en lo alto. LaLiga de dos o tres es más aburrida que una película de Andy Warhol. Marcelino es un caballero del banquillo, de la estirpe de Valverde o de Del Bosque. Respetar al rival es su divisa; no sólo por eso merece que su trayectoria no se vea pitada desde la grada. Tiene dos victorias en una semana. Es su alivio.

Los señoritos. En el fútbol siempre hubo señoritos, algunos de los cuales se manchaban de barro, y se les perdonaba el atavío del ego. Ahora los señoritos son de estúpido abolengo. Se basan en su poder para hacer lo que les da la gana. Hay otros, pero los casos de Mbappé y Dembélé son exagerados pero paradigmáticos, exageran incluso el pasado inmediato de Neymar. Basan en su calidad su exagerada exigencia a los clubes a los que pertenecen, y colman la paciencia de sus generosos pagadores. Y aún no tienen el Balón de Oro, que es la madre de todas las batallas. Cuando lo tengan irán en carroza de oro a los estadios.

Carroza manchada. Cuando no sé a dónde mirar para hallar sentido común me fijo en don Luis Suárez Miramontes, habitual de Carrusel que hizo historia del fútbol español en 1960, cuando ganó el único Balón de Oro español de la historia. Estuvo en el Barça, por la torpeza de la directiva y del público azulgrana se fue al Inter de Milán, donde fue un héroe que sigue siendo coronado con la gratitud de los tifosi. Sus declaraciones esta semana a Juan Jiménez, de As, deberían formar parte de los emblemas de cualquier directiva. Ahí es donde dijo que su Balón de Oro estaba “manchadito así como dorado”. “Ese es el valor”, añadía don Luis.

Hijos del presidente. En aquel Inter, rememoraba don Luis, “todos parecíamos hijos, nietos, parientes”. El presidente era Moratti, una especie de Bernabéu en el Inter. No había envida, recuerda, y era de tal manera la gloria recibida que, en el caso del Balón de Oro, se daba en un partido, jugabas, acababa el encuentro y te ibas con él a casa. No era para tanto, era una pelota manchadita de oro. Ahora hay oro por todas partes: manda el mercado, los futbolistas juegan para obtenerlo. La ansiedad marca la mala educación. Neymar, Dembélé, Mbappé la padecen, como otros. Ya no es un sueño, es dinero.

El valor del balón. El que vale es el balón en el campo, el que está manchado de barro, el que apuró hasta el fin Godín, el que disputaron anoche Boca y River. Don Luis Suárez le señaló el camino a Valverde: que Dembélé se vaya un rato y vuelva curtido. Mbappé quiere un mayordomo: lo que necesita es luchar en desventaja, ir, como Ter Stegen, en metro, saber que la vida no viaja en una carroza dorada. A Bale le dijo su nuevo entrenador que bajara al barro, que se comiera el escenario. El valor del balón es ese, que sirva para correr a favor del prestigio del fútbol, no detrás de los señuelos que pintan de doradito el porvenir y los balones.