La Selección vuelve a oler a azahar

Mi primer recuerdo bueno de la Selección está asociado a Sevilla. Al España-Malta en el Villamarín. Aquel 12-1 fue una gesta que nos hizo superar la decepción del Mundial 82. Aquel tremendo desencanto fue muy fuerte para un chaval de 10 años. Mi padre había comprado las entradas para ver a España en la segunda fase en el Vicente Calderón. Nunca las usamos porque fue tan desastrosa la clasificación que al entrar por la gatera en la siguiente ronda, la Selección no jugó en el coliseo del Manzanares como preveía la lógica, que no siempre se cumple en fútbol ni siendo el país anfitrión de un Mundial. Dieciocho meses después, a aquel zumo amargo que nos dejó Naranjito le echaron doce cucharadas de azúcar los hombres de Miguel Muñoz. El gol de Señor, el gallito de José Ángel de la Casa y el orgullo de todos en el cole al día siguiente fue comparable al estallido colectivo de alegría de 2008, 2010 y 2012.

Casi 23 años después, la Selección vuelve al Villamarín. Lo hizo muchas veces, también en el Pizjuán, en otras noches mágicas como la que nos clasificó para el Mundial 94. Desde 2015 no se juega en Sevilla por el politiqueo de los votos de las territoriales necesarios para ser presidente de la Federación y esas cosas que no son fútbol pero afectan al fútbol. Luis Rubiales busca el bien del fútbol y ha traído de nuevo a la Selección a Sevilla pensando en fútbol y buscando el consenso, su objetivo prioritario desde que asumió el cargo. Rubiales también acertó con la elección de Luis Enrique. La Selección tiene un color especial. La Selección vuelve a oler a azahar.