Siesta, farol y abrazo real

Cacho tuvo siempre sus rutinas, a menudo alejadas del manual. Así que se levantó hora y media más tarde que el resto en las mañanas de las eliminatorias, la segunda de ellas vertiginosa, la más rápida en unos Juegos. Acabó segundo. Aquel 9 de agosto del 92, día de la final olímpica de 1.500, comió, durmió una siesta de dos horas, se fue al estadio, calentó y le dijo a Enrique Pascual: “Vete a la grada, que en un rato serás el entrenador de un campeón olímpico”. Una fanfarronada imponente teniendo en cuenta que iba a medirse al argelino Morceli, campeón del mundo el año anterior y que un mes después se convertiría en recordman.

A diferencia de José Luis González, magnífico mediofondista de mítines, Cacho siempre apuntó al corazón de las grandes competiciones con precisión de cirujano: nadie era capaz de llegar tan a punto a un día D. Y llevaba preparando ese día D desde el 17 de octubre de 1986, en que conoció en el instituto que Barcelona albergaría unos Juegos. Aquella delgadez casi enfermiza que ofreció ante la prensa a su llegada a la Villa Olímpica era síntoma de lo afilado de su estado de forma. La lentísima carrera, por detrás de 3:40, pasó en un suspiro. Cacho enhebró la aguja pasando a Chesire por la cuerda. Morceli se evaporó. Y acabó abrazado al Rey, lo único que no previó aquella tarde.