Cuando era niño, mi padre me castigaba sin ver 'Estudio Estadio' si me portaba mal. En aquella época se emitía los lunes. El presentador que tengo en la retina es Juan Manuel Gozalo, aunque también recuerdo a Mari Carmen Izquierdo, José María Casanovas, Jesús Álvarez... Gozalo, que falleció hace muy poco tiempo, me encantaba. Su voz peculiar, entre ronca y cazallera, siempre me hipnotizó y me convirtió en un seguidor fiel de su ‘Radiogaceta de los Deportes’.
En aquella época era incapaz de imaginar un castigo peor que no ver ‘Estudio Estadio’. El fútbol era el único motivo que daba sentido a mi vida. En el recreo jugaba al fútbol. Al salir de clase por la mañana jugaba un partidito. Comía atragantándome para que me diera tiempo a otra pachanga antes de entrar en el colegio a las cuatro. Por la tarde entrenaba con mi equipo. Interior derecho con buen toque y la vista siempre levantada, algo de regate pero muy poca fuerza en el disparo. Alto para mi edad pero demasiado espigado. Ensanché tarde. Por supuesto, entre clase y clase solo hablábamos de los goles que habíamos visto en el ‘Estudio Estadio’, de ‘La Moviola’, del próximo partido del Pucela, de balones de reglamento y botas con tacos recambiables. No acababa ahí. Los sábados por la mañana jugaba mi partido de liga escolar, por la tarde mis hermanos y yo nos tirábamos penaltis y por la noche nos juntábamos en casa de un amigo de mi padre para ver el partido en color. El domingo por la mañana íbamos a los campos del Puente Mayor para ver a los equipos de regional y por la tarde a Zorrilla a sufrir como perros. Lo dicho. El fútbol lo era todo.
En aquella época el ‘Estudio Estadio’ se emitía los lunes. Las imágenes de los partidos tardaban un día en llegar. Y a veces se velaban, o no llegaba a tiempo, y te quedabas sin el partido de Las Palmas. Es curioso, en mi casa la televisión aún era en blanco y negro, sin embargo, los recuerdos son de un color vivo. Perdérselo era inconcebible. Un castigo inhumano. Peor que el diezmo romano. Me tumbaba en la cama, desconsolado, con la garganta en carne viva y ardiendo en un nudo de dolor e indignación. Pocas veces he odiado tanto al mundo como esas pocas veces en las que me perdía el único programa imperdible.
Esa pasión es lo que le da sentido al deporte. Nada dura tan poco como un triunfo deportivo. Un día después hay que empezar de cero, para conquistar el siguiente título. Historias efímeras que solo se entienden cuando un niño llora desconsolado porque su equipo ha descendido o porque un suspenso le cierra la puerta a su programa favorito: una sucesión de goles que se conservan en la retina con una precisión inusitada.
Toda mi vida he intentado vivir el deporte así. Como algo emocionante que te permite vivir acontecimientos inesperados e imposibles. Nunca me ha gustado demasiado el baloncesto, pero me senté madrugada tras madrugada, año tras año, para presenciar los duelos entre los Bulls de Jordan y los Jazz de Stockton y Malone. Veía aquellos partidos como el que presencia el primer pie del hombre en la luna o el descubrimiento de la rueda. Con la sensación de ser un privilegiado que contempla un momento culminante de la humanidad. Con toda la pasión posible.
Subí Navacerrada con nieve y ventisca para ver en vivo a Perico Delgado y a Recio timando a Millar. Lo más curioso es que no me enteré de que el segoviano había ganado la Vuelta hasta que llegué a casa, helado de frío y descompuesto, tras muchas horas de pedalear bajo la lluvia y bajar por un puerto helado convertido en pista de patinaje. Y viajé cada verano a los Pirineos para animar a Gorospe, Marino Lejarreta o Indurain. Por pasión.
Y no concibo el deporte más que como una fábrica de acontecimientos imposibles, hechos milagrosos y momentos inolvidables. No soy aficionado a la NFL porque me guste el deporte en si mismo, sino por lo que me transmite. Nunca veré un partido como leo un cómic. Lo primero es una caja de sorpresas y lo segundo una lenta exploración en busca de la historia mejor contada. Ningún guionista inventaría jamás que la Liga se pudiera decidir con un penalty fallado en el último segundo por el Deportivo (corregido). Parecería una historia de serie B. Sin embargo, el deporte provoca que lo imposible se haga realidad y que no solo lo creamos, sino que lo vivamos como si nos fuera la vida en ello.
Este año, la temporada estaba siendo muy interesante, como un buen cómic, pero yo estaba echando de menos más instantes mágicos, más momentos en los que uno no se aguanta en el asiento y se pone de pie gritando incongruencias y señalando al monitor, levantando los brazos y dando vueltas alrededor de la mesa como un poseso. Momentos NFL. Y todos llegaron de golpe, en montonera, aplastándonos en una tarde inolvidable, como aquella canasta de Jordan o aquella etapa en el Tour de Pello Ruiz Cabestany, con el pelotón hambriento, pero incapaz de alcanzarle en dos kilómetros irrepetibles.
Primero era Yates el que, en un drive final memorable, culminaba la remontada y metía a los Texans en postemporada por primera vez en su historia, tras un partido taquicárdico y explosivo, en el que el joven QB nos hacía soñar con que la historia de Brady sí que es repetible. Inmediatamente, Jake Locker se quedaba sin tiempo, al borde de la end zone, para remontar a unos Saints que sufrieron como perros y, casi simultáneamente, Joe Webb era incapaz de conseguir un touchdown en la yarda uno de los Lions con el tiempo vencido, mientras los árbitros hacían la vista gorda ante el face mask más salvaje de la temporada. Tanto pañuelo amarillo por chorradas y no lo sacan cuando hay faltas flagrantes de verdad.
Mi mujer me miraba sin dar crédito a lo que veía. Mis hijos se levantaban de la cama y se asomaban a la puerta. El bebé lloraba desconsolado. Yo daba botes, saltaba como un poseso, perturbado, hablaba solo sin tener muy claro quién quería que ganara, qué era lo que estaba sucediendo. Simplemente era el acabose. Pasión destilada hasta su máxima pureza. Aullidos primigenios, amor al deporte. Football.
Pero lo mejor estaba por llegar. Sueñecito reparador durante tres cuartos del Broncos-Bears y, después, diarrea footbolística, multiplicación de los panes, cagadas de Marion Barber, fieldgoals imposibles, pases memorables, agujeros de gusano que comprimían el tiempo y otro atragantamiento de Tebow. Locura y nuevos aullidos. Enfado de mi mujer. Más niños asomados a la puerta. “Papá está loco”. “Mamá, tengo miedo ¿Quién es ese señor?” ¡¡¡¡¡Síííííííí!!!!!
Y yo sofocado, como tú. Agotado tras tanto grito histérico, tanto salto incontrolable, tanta pasión.
A la cama. No puedo más.
Pero aún quedaba la traca final. Vista en diferido, a primera hora de la mañana, y sin saber el resultado.
Cowboys-Giants a cara de perro, partido de los de antes. Ruleta rusa y muerte entre las flores. Dormir fue difícil, entre taquicardias, pero el cuerpo rápidamente reconoció las sensaciones que a punto estuvieron de provocarnos un síncope la noche anterior.
Otra vez de pie. No queda tiempo. Eli al mando. El balón vuela de lado a lado. Golpes en la mesa. Mi mujer se acerca. “¿Pero también hay NFL los lunes por la mañana?” ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Un touchdown, y otro. Y más gritos. Y mujeres tendiendo la ropa asomándose para ver que sucedía en la casa de enfrente. Y distancia de fieldgoal, y para dentro, pero no vale. ¡Y a la mieeeeeeeerda con todo!
Abrí la ventana y grité con todas mis fuerzas: ¡¡¡¡¡¡VIVA EL FOOTBALL!!!!!!
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