El agua caía en cascada desde lo alto de unas rocas.
Dentro del arroyo había dos personas en bañador riendo, salpicándose, dejando que el agua cayera sobre sus cabezas…
—¿¡Mamá!? ¿¡Papá!? —exclamé, atónito.
—¡Hola, cariño! —respondió mi madre, como si tal cosa.
—Está el agua muy fresquita, qué gusto, ¿os dais un bañito? —dijo mi padre.
—Pero… pero ¿¡qué hacéis aquí!? —pregunté—. ¿Cuándo habéis venido? ¿Por qué? ¿Cómo?
—Uy, cuántas preguntas, Francisco, parece que no te alegras de vernos —dijo mi madre—. Hola, Benemérito, ¿qué tal va todo?
El abuelo emitió algo parecido a un gruñido y dijo:
—Hola, Juana. Perdonad, pero en la asamblea quedó claro que Laura y yo acompañaríamos a los niños en el campamento. No deberíais estar aquí.
—Claro, claro, vosotros sois los tutores del Soto Alto este verano —replicó ella—. Nosotros no hemos venido a acompañar a nadie, estamos aquí de vacaciones, disfrutando de la naturaleza.
—Hemos venido en mi autocaravana, hacía tiempo que no le quitaba el polvo, ja, ja —añadió mi padre.
Y señaló unos metros más allá.
Junto al río se podía divisar una roulotte aparcada junto a unos árboles.
—Está prohibido el acceso al valle para los vehículos con motor —recordó Anita.
—Ya, bueno, pero nosotros solo hemos entrado un momentito —contestó mi madre, quitándole importancia—. ¿Es que no te alegras de vernos, hijo?
Mi madre salió del agua y me pegó un abrazo enorme, espachurrándome con todas sus fuerzas.
—Ay, ya te echaba de menos —dijo, dándome besos en la frente.
—Hemos hecho seiscientos cincuenta kilómetros del tirón para venir a verte —aclaró mi padre—. Bueno, y a los demás también. ¿Qué tal va todo por aquí?
—Fatal —suspiró Tomeo—. Casi no hemos podido ni desayunar.
—Vamos los últimos en la competición, y alguien ha robado el Trébol de Oro —explicó Anita—. Y ahora tenemos que encontrar un trébol de cuatro hojas antes de que se ponga el sol. Si no, nos expulsarán del campamento.
—Yo estaba muy a gusto en el equipo negro del miedo y la angustia, pero nos han castigado y nos han cambiado de equipo, y ahora estamos todos los de Soto Alto juntos otra vez —soltó Tomeo.
Mis padres se miraron, sin comprender.
—¿Equipo negro del miedo? ¿Castigados? ¿Un robo? —preguntó mi madre—. No entiendo qué está pasando aquí.
—Lo que está pasando es que estos malandrines se escaparon en plena noche sin permiso y ahora estamos pagando las consecuencias —sentenció Benemérito.
—¿Os habéis escapado otra vez? Qué manía —dijo mi madre.
—Ha sido sin querer —me defendí—, o sea, sin mala intención.
—Ya sabía yo que necesitabais nuestra ayuda —añadió mi padre—. Como detective, me pondré manos a la obra con ese robo, ya veréis qué rápido lo soluciono. ¿Cómo es el Trébol de Oro?
—Pues es un trofeo de oro con forma de trébol —aclaré—. Y tiene este tamaño aproximadamente.
Señalé con la mano hasta mi cintura.
—Debe pesar mucho, por lo visto es de oro macizo —dijo Anita.
—¡Y lo robaron mientras hacíamos la carrera de tirolinas! —exclamó Tomeo—. ¡Fue horrible! ¡Y el principal sospechoso del robo es el abuelo Benemérito!
—¿¡¡¡QUÉ!!!?
El abuelo fulminó a Tomeo con la mirada.
—¿¿¿Creéis que yo soy el ladrón??? —bramó.
—No, no, o sea… sí… no sé… ¡se me ha escapado, perdón! —sollozó Tomeo.
Y salió corriendo a esconderse detrás de un árbol.
—Esto es el colmo de los colmos —protestó el abuelo—. Estos críos necesitan disciplina.
—Estoy de acuerdo, Benemérito, pero no nos alteremos —intercedió mi padre—. ¿Por qué cree usted que le consideran sospechoso del robo?
—Vete tú a saber qué tienen en la cabeza —respondió el abuelo.
—Lo que quería decir Tomeo es que hay algunos indicios sospechosos —trató de explicar Anita—. Por ejemplo, el ladrón llevaba una capucha gris, como el abuelo Benemérito. Lo cual es muy raro porque unos minutos antes usted llevaba una capucha roja.
—¿Es que os dedicáis a espiarme? —se defendió el abuelo, indignado.
—Y luego, cuando llegamos a la base, Parker Parkenson le vio quitarse unos guantes y esconderlos —continuó Anita—. ¡Todo el mundo sabe que los ladrones usan guantes para no dejar huellas!
—¿Parker Parkenson, el portero del City? ¿El mejor portero infantil del mundo? ¿¡Está aquí!? —preguntó mi madre, entusiasmada—. ¡Si ya sabía yo que teníamos que venir, Emilio, ¿te lo dije o no te lo dije?!
—Sí, me lo dijiste, y aquí estamos —sonrió mi padre.
El abuelo Benemérito parecía muy enfadado.
—Sospecháis de mí por una capucha y unos guantes, qué disparate, de verdad —dijo, malhumorado—. ¿Y qué se supone que he hecho con el trofeo? ¿Me lo he comido? ¿Lo he guardado en una tienda de campaña? ¿Lo he enterrado en el bosque? ¿Eh?
—Eso no lo sabemos —prosiguió Anita—. Pero lo de enterrarlo en el bosque parece una buena idea.
—Ya que estamos siendo sinceros —intervine—. Perdone que se lo pregunte así directamente, abuelo Benemérito: ¿robó usted el Trébol de Oro?
Me miró muy pero que muy enfadado.
Sus ojos se pusieron colorados.
Empezó a echar aire por la nariz.
Y contestó:
—¡Estoy harto de vosotros, grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr! ¡Ahí os quedáis!
Dio media vuelta.
Y emprendió el camino de regreso al campamento.
—No te vayas, Benemérito, que acabamos de llegar —pidió mi madre.
Pero nada.
Él no respondió.
Ni se giró.
Bajó por aquella ladera con pasos cortos y rápidos.
Y desapareció de nuestra vista.
—No está bien acusar a alguien sin pruebas —nos dijo mi padre.
—Ya, papá, pero fíjate que se ha ido sin explicar lo de la capucha ni lo de los guantes —dije.
—Eso no demuestra nada —insistió mi padre.
—Es que hasta ayer todos íbamos vestidos de un mismo color —explicó Anita—. Yo por ejemplo iba de azul, el equipo de la tristeza, aunque no soy así, qué conste, pero bueno, esa es otra historia. El caso es que el abuelo Benemérito iba en el equipo rojo del enfado.
—¿Por qué será que no me extraña? —musitó mi madre.
—Y llevaba puesto un chubasquero rojo como todos los de su equipo —relató Anita—. Sin embargo, un rato después llevaba una capucha gris… como el ladrón. Es muy extraño.
—Qué bonito eso de los colores —dijo mi madre—. Y tú, cariño, ¿en qué equipo estabas?
—Yo en el amarillo de la alegría —dije.
—Claro que sí, en esta familia somos muy alegres —dijo mi madre, orgullosa—. Bueno, ¿os dais un bañito o qué?
—Tenemos que seguir buscando el trébol de cuatro hojas —afirmó Anita.
—Si no lo encontramos, esta noche nos echarán —recordé.
—Bueno, por un chapuzón no va a pasar nad…
Un grito interrumpió a mi madre.
Tomeo se asomó desde el árbol y exclamó:
—¡Aquí, aquí! ¡He encontrado un trébol de cuatro hojas! ¡Lo he encontrado! ¡He sido yo! ¡Toma, toma, toma!
Todos corrimos hasta Tomeo.
Él daba saltitos.
Se puso de rodillas y señaló una flor.
—¡Esta no es un oxalis ni nada! ¡Miradla! ¡Es una flor verde! ¡Y tiene cuatro hojas! —aseguró Tomeo, entusiasmado—. ¡Mirad qué bien huele!
Nos agachamos a su lado.
Efectivamente era verde.
Y tenía cuatro hojas.
Pero…
—Tomeo, ¿tú has visto un trébol alguna vez en tu vida? —preguntó Anita.
—No vayas de listilla conmigo —dijo Tomeo, muy digno—. ¿Qué pasa ahora, a ver?
—Pues pasa que esto no es un trébol —respondió ella—. Es… ¡un ajo de oso! ¡Estas hojas son enormes! ¡Muchísimo más grandes que las de un trébol!
La verdad es que aquella planta era enorme, más grande incluso que una lechuga. Era imposible confundirlo con un trébol.
—Y yo qué sé, no soy un experto —protestó Tomeo—. Solo intento colaborar.
—Claro que sí, cariño —intercedió mi madre—. Yo tampoco sabía cómo se llamaba esta planta, «ajo de oso», no lo había oído en mi vida. Ay, Emilio, ¡cuántas cosas vamos a aprender aquí en este valle tan bonito!
Después de aquello, mis padres nos ayudaron a buscar.
Estuvimos varias horas recorriendo la montaña arriba y abajo.
Ni rastro de ningún trébol de cuatro hojas.
Hicimos una parada a mediodía para comer.
En la autocaravana tenían cocina.
Mi padre preparó una de sus especialidades: pasta con verduras y patatas fritas. Y de postre, un bizcocho de limón casero.
Estaba todo riquísimo.
Charlamos sobre el campamento: las cuatrillizas, el misterioso fundador, las pruebas de la competición… y todas las cosas que habíamos vivido esos días.
Mi madre hizo una videollamada con Víctor para enseñarle qué bonito era todo aquello.
Mi hermano apenas le hizo caso, protestó como hacía siempre y colgó enseguida.
Luego nos echamos la siesta tumbados sobre la hierba.
Después nos dimos un baño en el arroyo.
Estuvimos chapoteando y haciendo ahogadillas.
Y más tarde seguimos buscando el trébol.
Nunca pensé que diría esto, pero me alegré mucho de que mis padres estuvieran allí.
Si nos expulsaban y aquel era el último día que pasábamos en el valle, no había estado nada mal.
A las nueve de la noche, decidimos suspender la búsqueda.
El sol se pondría pronto y teníamos que regresar.
Con las manos vacías.
Ojalá que nuestros compañeros hubieran encontrado un trébol de cuatro hojas.
Si no… nos mandarían a casa.
Mi padre se empeñó en llevarnos en la roulotte hasta el campamento.
—Me flipa la autocaravana, señor Emilio —dijo Tomeo—. Cuando sea mayor, me compraré una y recorreré el mundo entero.
—Buen plan —comentó mi padre al volante.
Mi madre me revolvió el pelo y me preguntó:
—¿Y Helena con hache?
Solo era una pregunta.
Pero me puse un poco nervioso.
—Bueno, pues… Helena, Camuñas y los demás están muy bien… vamos, estarán buscando el trébol, como nosotros…
Mi madre sonrió.
—Seguro que ella también estaba en el equipo amarillo —musitó.
No se le escapaba una a mi madre.
—Y Toni en el rojo con Benemérito… los gruñones, je, je —se rio Anita.
Llegamos frente a la cabaña central.
Allí se encontraban las cuatrillizas.
Y casi todos los participantes del campamento.
También estaban nuestros compañeros del Soto Alto, Alicia, Felipe y Laura.
—¡Piiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
Mi padre tocó el claxon al llegar y saludó con la mano.
Sin embargo, no recibió respuesta.
Las cuatrillizas estaban muy serias, sobre todo Dolly, claro.
Aparcó la roulotte en la explanada.
Y bajamos expectantes.
—¿Habéis encontrado un trébol de cuatro hojas? —pregunté, ansioso.
Mis compañeros negaron con la cabeza.
—Supongo que vosotros tampoco —dijo Marilyn.
—Tampoco —confirmó Anita.
Vaya chasco.
—Que no decaiga el ánimo, equipo —dijo mi madre, saludando—. Pues nada, nosotros estábamos de excursión por los Pirineos, y hemos venido a haceros una visita sorpresa. Qué bien, ¿verdad?
—Hola, Juana —respondió Laura—. Ya nos ha contado el abuelo Benemérito que estabais por aquí. Perdonad que no os recibamos con aplausos y saltos de alegría, pero hoy estamos un poco tristes. En un momentito, nos van a expulsar del campamento.
—Con todo merecimiento —certificó el abuelo.
—Al menos hemos pasado unos días inolvidables en la naturaleza —dijo Felipe.
—Nos vamos con cero puntos, pero con la cabeza muy alta, ejem —aseguró Alicia.
Las cuatrillizas se dirigieron a mis padres.
—Vosotros debéis ser Juana y Emilio, los padres del niño Pakete —dijo Jolly, intentando sonreír, aunque le costaba.
—Los mismos, encantada, buenas tardes —contestó mi madre—. Y vosotras sois las famosas cuatrillizas.
—Luego si queréis os puedo dar un paseo en la autocaravana —propuso mi padre.
—No será necesario, gracias —suspiró Molly—. Tenemos dos noticias que daros.
—En estos casos, lo mejor es primero la mala, y luego la buena —pidió mi madre.
—Son las dos malas —informó Polly—. Ay, lo siento.
—Ah, vaya, en ese caso, primero la mala, je, je —dijo mi madre.
Nadie más se rio.
Todo eran caras largas.
Detrás de las cuatrillizas estaban Parker Parkenson y todos los jugadores y entrenadores de los otros equipos.
Mi madre saludó a Parker.
—Soy una gran fan —le dijo—. No es el momento, pero luego nos hacemos un selfie, perdona, excuse me, sorry.
Él se encogió de hombros, desconcertado por la situación.
Yo crucé una mirada con Helena.
Ella también estaba muy seria.
—La primera noticia es que, dentro de un momento, exactamente a las nueve y cuarenta y un minutos, el Soto Alto al completo estará expulsado —dijo Dolly.
Hubo un murmullo general.
Laura comprobó su reloj.
—Aún queda un minuto y veinte segundos —dijo—. Es una lástima abandonar este sitio tan bonito, pero no debíais haberos escapado de las tiendas anoche.
—A mí me da mucha pena irme —suspiró Angustias, y miró a Molly—. Os echaré mucho de menos...
—Yo también —asintió Molly—. Es todo horrible.
—Sí, horrible y angustioso —corroboró Angustias.
—Vaya dos —dijo mi madre—. Bueno, vamos al grano: soltad ya la segunda noticia mala, que me estoy poniendo nerviosa.
Dolly dio un paso al frente.
Y se plantó delante de mis padres.
—La segunda noticia es que está prohibido el acceso con vehículos al valle, esto es un parque natural protegido —dijo—. Hemos informado a los guardias forestales. Van a incautar la autocaravana y os pondrán una multa gigantesca, la más alta que permite la ley.
—No, por favor, eso no —suplicó mi padre—. Que nos pongan la multa que sea, pero que no me quiten la autocaravana, le tengo mucho cariño…
—Te dije que no era buena idea subir la montaña en la roulotte —murmuró mi madre.
—Pero si fue idea tuya, Juana —replicó mi padre.
—Yo lo sugerí, Emilio, pero tú dijiste: «adelante, seguro que no pasa nada». No querías alejarte de la autocaravana —le recordó mi madre.
—Eso no fue así —protestó mi padre—. Tú estabas cansada y preferías no caminar, y me dijiste que por un momentito…
—¡Pamplinas! —le cortó mi madre.
Cuando mi madre decía pamplinas, todos sabíamos lo que eso significaba:
Se acabó la discusión.
—Muy bien —dijo mi madre muy digna—. Hemos venido con toda nuestra ilusión y este es el recibimiento. Genial. Pues si no quieren aquí al Soto Alto, nos vamos.
Nos miramos con una mezcla de decepción y resignación.
—La prueba de encontrar un trébol de cuatro hojas era muy difícil —protestó Ocho.
—A los jóvenes de hoy en día todo os parece difícil —gruñó el abuelo Benemérito—. En mis tiempos sí que eran difíciles las cosas. Hoy lo tenéis todo regalado. No sabéis lo que es esforzaros. ¡Un trébol de cuatro hojas! ¡Menuda bobada! ¡Mirad, ahí mismo tenemos uno!
Dio un paso.
Luego otro.
Y a un par de metros de donde nos encontrábamos, muy cerca de la cabaña, señaló algo entre la hierba.
—¡Ahí tenéis un dichoso trébol de cuatro hojas! —exclamó, sin darse cuenta.
Todos los presentes corrimos a su lado.
Y bajamos la vista.
Era…
—¡¡¡Un trébol de cuatro hojas!!! —gritó Jolly—. ¡¡¡Es auténtico!!! ¡¡¡Y estaba aquí mismo!!!
Jolly empezó a aplaudir y a dar brincos.
Todos la imitamos.
Y coreamos a pleno pulmón:
—¡Trébol de cuatro hojas! ¡Trébol de cuatro hojas! ¡¡¡Trébol de cuatro hojas!!!
—¡Faltan tres segundos para las nueve y cuarenta y uno! —anunció Laura—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Nos quedamos en el campamento gracias al abuelo Benemérito! ¡Yuhuuuuuuuuuuu!
—Ay, pero… ¿qué he hecho? —se lamentó el abuelo—. Yo no… o sea lo he dicho sin pensar, ha sido por puro instinto. ¡Maldito trébol! ¡Yo quería que nos expulsaran!
Y cayó de rodillas sobre la hierba.
Ocho le rodeó con sus brazos y le dio un beso en la mejilla.
¡Muuuuuuuaaaaac!
—¡Gracias, abuelo! —dijo—. En el fondo, eres bueno, yo sé que lo has hecho a propósito, aunque ahora disimules.
El abuelo Benemérito negó con la cabeza y gruñó.
—Que no, que no, que ha sido sin querer…
Todos bailamos a su alrededor, en círculo.
—¡El abuelo Benemérito es el mejor, oe, oe, oe! ¡El mejor! ¡Oe, oe, oe!
Mi madre daba saltitos, entusiasmada.
—Benemérito, los niños te quieren a tu pesar, ja, ja, ja —exclamó—. ¡Viva el abuelo Benemérito!
—¡Vivaaaaaaaaaaaaa! —respondimos.
Una ola de alegría se apoderó de todos.
—Vosotros bailad, pero de la multa no os libráis —advirtió Dolly, molesta.
En ese preciso instante, un ruido ensordecedor llegó del cielo.
Sobre nuestras cabezas, apareció…
¡Un enorme helicóptero!
El ruido de aquel aparato gigantesco hizo que nos tapásemos los oídos.
Además, provocaba una tremenda sacudida de viento.
Nos apartamos.
El helicóptero aterrizó un poco más allá, en la explanada.
La puerta lateral se abrió.
Y ante la atenta mirada de todos apareció una persona.