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El misterio del campamento de verano

Roberto Santiago

imagen portada capitulo futbolisimos el misterio del campamento de verano

Jolly, Polly, Dolly y Molly habían abierto la cremallera de la tienda de campaña y nos contemplaban fijamente.

—¡Vamos, arriba, que ya es hora! —bramó Dolly, enfurruñada.

—¡Hace un día precioso y tenemos una gran sorpresa! —dijo Jolly, sonriendo.

Me incorporé dentro del saco de dormir.

A mi alrededor estaban mis compañeros, con cara de sueño.

—¿¡Qué ocurre, ha pasado algo!? —preguntó Angustias, alarmado.

—¿Ya está el desayuno? —dijo Tomeo, levantándose de un salto.

—¡Está a punto de empezar la competición de fútbol! —dijo Jolly.

—¡Ay, qué pena, ya se acaba todo! —se lamentó Polly.

—¡Esperemos que no se lesione nadie el último día! —suspiró Molly.

—¿Cuál es la sorpresa? —preguntó Helena a las cuatrillizas.

Ellas cuatro se miraron, emocionadas.

—Esta noche hemos ido al pueblo en bicicleta… ¡y hemos conseguido un trofeo nuevo! —anunció Jolly.

Entre las cuatro sostenían… ¡una gran copa dorada!

Tenía más o menos el mismo tamaño que el Trébol de Oro, pero si te fijabas bien era muy distinta.

Habían tachado una inscripción en la base: Competición de Pesca. 1er Premio.

Y habían puesto a mano: El Trébol de Oro. Campeones.

La observamos un poco desilusionados.

Era bastante… fea.

Tenía dibujada por ambos lados la figura de un pescador lanzando una caña.

—Es lo mejor que hemos encontrado —se disculpó Polly.

—No queríamos que este año el equipo ganador se quedara sin premio —añadió Jolly—. Es una copa dorada, muy parecida a la original. ¿A que mola?

—Sí, sí… muy… chula… y lo de la pesca es muy… original —contestó Marilyn.

Jolly la levantó con las dos manos y dio unos saltitos.

—¡Ya tenemos trofeo! ¡Ya tenemos trofeo! —exclamó—. ¡Voy a enseñárselo a los demás!

Se alejó en dirección a las otras tiendas.

—Es feísimo, ya lo sé —dijo Dolly, malhumorada—. Pero a mi hermana le hace ilusión, así que no digáis nada.

—Nos ha costado toda la noche ir y volver al pueblo para encontrarlo —apuntó Polly.

—Casi nos perdemos en el bosque, estaba oscurísimo, y eso que conocemos muy bien estas montañas, y hemos pinchado las bicicletas dos veces, podría haber ocurrido una desgracia —añadió Molly.

—No os quedéis ahí alelados, venga, arriba —zanjó Dolly.

Y se fueron detrás de su hermana, mostrándole el trofeo de pesca a los otros equipos participantes.

En cuanto nos quedamos solos, nos miramos, escamados.

—No sé a quién quieren engañar —gruñó Toni—. Seguro que han aprovechado la noche para esconder el trofeo auténtico. Eso que han contado es una excusa.

—Pues a mí me ha gustado la copa esa, con la caña —dijo Ocho—. Me recuerda a mi tío Octavio, que siempre nos lleva de pesca al río...

—¡Eso es lo de menos! —le cortó Camuñas—. Tenemos que encontrar una prueba o se saldrán con la suya. Esas cuatrillizas son astutas y escurridizas.

—Quedan pocas horas y se acabará el campamento —recordó Anita—. Ha empezado la cuenta atrás.

—¿Jugamos al fútbol o a resolvemos el misterio? —preguntó Tomeo, dudoso—. ¡Yo dos cosas a la vez no puedo hacer!

—¡Sí que puedes! —aseguró Helena—. ¡Somos los Futbolísimos! ¡Tenemos que ganar ese partido! ¡Y encontrar una prueba definitiva! ¡A por ellos!

—¡A por ellos! —coreamos todos.

—Como Pakete no puede jugar, que se encargue de espiar a las cuatrillizas mientras nosotros nos centramos en el triangular —propuso Toni.

—Bien pensado —dijo Camuñas, mirándome—. Confiamos en ti, Pakete. Hala, a por ellos. Y… a por ellas. O sea, a por las cuatrillizas. Bueno, ya me entendéis.

—¡Y a por el desayuno! —recordó Tomeo.

Mis compañeros fueron saliendo de la tienda.

Yo resoplé, agobiado.

Seguía castigado.

No podría hacer lo que más me gustaba en el mundo: jugar al fútbol con mis amigos.

Helena con hache se acercó a mí.

—No te preocupes —dijo—. Seguro que te perdonan y al final puedes jugar.

—No sé yo…

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Un pitido nos interrumpió.

—¡Atención, participantes, tenéis quince minutos para desayunar! —avisó el comandante Corominas—. ¡Y después, a las diez en punto exactamente, empezará la prueba final de la competición: el triangular de fútbol!

Todos se dirigieron hacia la cabaña.

Al verme, el comandante me señaló.

—Como soy magnánimo, te permitiré desayunar con tus compañeros y pasar el último día en el campamento —dijo, rascándose la barba—. ¡Pero no podrás jugar al fútbol, ya lo sabes!

De remate, hizo sonar el silbato una vez más:

—¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!

En la cabaña, todo el mundo parecía ir a lo suyo.

Los guardias, las cuatrillizas y el propio Corominas desayunaban en la mesa principal, junto a las ventanas.

Los del Boca Juniors estaban en al fondo, con su entrenadora Rosaura, repasando algunas tácticas, muy concentrados.

Los del Manchester City comían fruta y cereales; mientras, su entrenador, el tipo bajito malencarado, pasaba a su lado de pie y les iba diciendo cosas del partido.

Nosotros, sin embargo, estábamos más pendientes de lo que ocurría alrededor que de preparar la competición.

—No os preocupéis —dijo Felipe—, en cuanto se confíen, las pillaremos por sorpresa y zas.

—¿Te refieres a las cuatrillizas… o al Boca Junior… o al Manchester City… o a quién? —preguntó Ocho—. Yo es que no me aclaro.

—Hay que centrarse en el partido —ordenó Alicia.

—Y en el robo —recordó mi padre, que también estaba allí con nosotros—. Tenemos la obligación moral de aclarar este misterio, solo nos falta una prueba sólida…

—Así nos vamos a liar, Emilio —dijo mi madre—. Los niños, al fútbol; nosotros al misterio.

—Bien dicho, Juana —apostilló Laura—. El Soto Alto unido saldrá victorioso de esta situación. O eso espero.

—Bobadas —negó el abuelo Benemérito—. Lo único que vais a conseguir es perder el partido y que esas cuatro granujillas se salgan con la suya. No digáis que no os he avisado.

Era la primera vez que compartíamos un misterio con todos los adultos del grupo.

Y, la verdad, en lugar de ayudar, nos estaban poniendo más nerviosos.

Observé a las cuatrillizas en su mesa, parecían tan contentas, como si no hubiera pasado nada. Compartían tostadas, leche, fruta y mermeladas como si tal cosa.

Desde luego, disimulaban muy bien.

Helena se levantó antes de terminar el desayuno y se acercó a Parker Parkenson. Cuchichearon algo. Y me miraron de reojo.

Ya estábamos.

—Qué maja es esta chica, hablando con los rivales antes del partido decisivo —señaló Felipe.

—Es un ejemplo de deportividad, desde luego —afirmó Laura—. Como alcaldesa del pueblo, yo también voy a saludar a nuestros rivales.

Laura se acercó a las otras mesas y fue estrechando las manos de unos y otros.

Incluso se hizo un selfi con Parker y otro con el comandante Corominas, que aceptó a regañadientes.

—Aquí, por lo visto, todo el mundo ha recuperado su móvil —protestó Toni—. Seguro que luego lo sube a sus redes, cómo le gusta el postureo.

—Pues anda que a ti —replicó Anita, guiñándole un ojo.

Antes de salir de la cabaña, le pregunté a Helena:

—¿Qué hablabas con Parker? ¿Por qué me mirabais?

—Por nada. Él también está preocupado por el robo, acuérdate.

—Pero…

No pude continuar, porque mi madre me pasó la mano por el pelo y me lo revolvió, como si fuera un niño pequeño.

—Ay, mi chiquitín, que está un poco mustio porque no puede jugar —dijo—. ¡Comandante, no sea aguafiestas y déjele jugar! ¡Que son niños!

—No, no y mil veces no —zanjó Corominas—. Tiene que aprender la lección.

Y movió la mano para que fuéramos saliendo todos de la cabaña.

—¡Piiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiii! ¡Vamos, vamos!

—Qué acelga es este tío —murmuró mi madre—. Pero tú no te agobies, Francisco, que yo te quiero muchísimo.

Y allí en medio, ¡me dio un beso en la mejilla de esos que se oyen desde muy lejos!

¡Muuuuuaaaaaaaaaaaaaaaaaaac!

Lo que faltaba.

Pude oír las risas de Toni, Camuñas y compañía, aunque en esos momentos, me dio igual.

Lo único que me importaba es que me iba a perder el partido.

Y que no encontrábamos una prueba definitiva del robo.

Habían colocado dos porterías en un prado detrás del campamento.

También habían llevado hasta allí el marcador electrónico.

Los tres equipos y acompañantes nos reunimos en el campo unos minutos antes de las diez de la mañana.

Empezamos a calentar.

Preparándonos para lo que se venía.

Yo también me había puesto la equipación del Soto Alto, como mis compañeros. Quería sentirme uno más.

Corominas se plantó en el centro del campo.

—¡Bienvenidos a la prueba final: un torneo de fútbol entre los tres equipos! —anunció.

Se oyeron algunos aplausos, sobre todo de los guardias, que le seguían a todas partes.

—Cada partido tendrá un solo tiempo de treinta minutos —informó Corominas—. Al igual que en las otras pruebas, el equipo ganador se llevará diez puntos, el segundo ocho puntos, y el tercero seis puntos, que se sumarán al cómputo global.

—Tenemos que ganar si queremos tener alguna oportunidad —dijo Anita.

—El equipo campeón del torneo se llevará esa copa tan bonita —añadió el comandante.

Y señaló a las cuatrillizas, que sostenían la copa de pesca.

—¿A que es preciosa? —dijo Jolly, orgullosa.

—Sí, una maravilla —asintió el comandante.

—Que sigan disimulando esas cuatro —susurró Camuñas—. Lo que no se imaginan es que sabemos que son las ladronas, que las estamos vigilando y que en cualquier momento encontraremos una prueba definitiva.

—La verdad es que yo tampoco me lo imagino —dijo Angustias.

Por una vez, Angustias tenía razón: no parecía que fuéramos a pillarlas ni a conseguir una prueba ni nada.

Teníamos que hacer algo ya mismo.

—¿Dónde duermen las cuatrillizas? —pregunté en voz baja.

—En la cabaña, me parece —dijo Marilyn.

—Hay que registrarla ahora, aprovechando que está aquí todo el mundo —propuse—. Yo me encargo.

Mis compañeros me miraron con una mezcla de admiración y sorpresa.

—Eres el héroe de los detectives, Pakete —dijo Camuñas, muy serio—. Buena suerte. Pensaremos en ti mientras jugamos al fútbol.

—No creo que guarden allí el Trébol de Oro —sugirió Helena.

—Yo tampoco, sería demasiado obvio —afirmé—. Pero algo hay que intentar.

—Adelante, buena suerte —me dijo ella.

Miré la cabaña detrás de los árboles y me encaminé hacia allí, disimulando.

No me gustaba investigar solo, sin mis compañeros, pero era la única opción que nos quedaba. A mí no me echarían de menos.

Mi padre me vio y me interrogó con la mirada: ¿adónde vas?

Le hice un gesto que significaba «tranquilo, yo me ocupo». Pero él debió de entenderlo mal, porque dio un respingo y caminó hacia mí.

—¡Yo seré el árbitro, por supuesto! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! —siguió Corominas, feliz de poder usar el silbato—. ¡Y ahora vamos a sortear quién jugará el primer partido! Los capitanes de los tres equipos, aquí, conmigo.

Mientras me alejaba, vi de reojo a Parker, Marilyn y una niña argentina acercándose al centro del campo.

Aceleré, aprovechando que nadie se fijaba en mí.

Llegué junto a la cabaña, seguido de mi padre.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A registrar la cabaña —respondí—. Tal vez haya algún indicio, alguna pista…

—Se nota que llevas mis genes, hijo —afirmó mi padre—. Vamos allá.

Capítulo 16 de El misterio del campamento de verano de los Futbolísimos

La puerta de la cabaña estaba abierta.

No sé si la cerrarían por la noche, pero yo creo que durante el día siempre permanecía abierta.

Mi padre y yo entramos con mucho sigilo, mirando a un lado y otro.

—Shhhhhhhhhhh —dijo él—. Yo voy a la cocina y despacho, tú sube al primer piso.

—¿Por qué hablas en voz baja si no hay nadie? —dije.

—Ya, bueno, es la costumbre, ejem —aclaró él—. Ánimo, Francisco, tenemos que encontrar una prueba. Y recuerda: un buen detective es aquel que mira donde nadie más miraría…

Subí al primer piso por los escalones de madera. Nunca había estado en esa parte de la cabaña.

Ni siquiera tenía claro qué buscaba exactamente.

Abrí una puerta que daba a un baño.

Seguí por un pasillo, había muchos armarios con sacos de dormir, mantas y cosas así.

Por fin, al fondo, una puerta comunicaba con un dormitorio abuhardillado, con ventanucos altos.

Era bastante amplio.

Apenas puse un pie en su interior, oí a lo lejos un grito:

—¡Goooooooooooooooooooooooooool!

Alguien había marcado.

Imposible saber de quién se trataba.

Me concentré en aquel cuarto.

Había dos literas, cuatro camas en total. Sobre cada una de ellas, una mochila.

No era difícil saber a quién pertenecían, de cada mochila, colgaba un balón de un color diferente: amarillo, azul, rojo y negro.

Estaba en la habitación de las cuatrillizas, lo había conseguido.

Ahora solo tenía que encontrar… algo.

Abrí varios cajones de una mesilla.

Eché un vistazo rápido al interior de las mochilas.

Busqué en unas estanterías que había con fotos y otros recuerdos.

No vi nada que me llamara la atención.

Era un cuarto muy grande, con muchos trastos.

Cualquier cosa podía ser una prueba.

O no significar nada.

En una esquina, estaban las cuatro bicicletas llenas de barro. Una de ellas parecía tener una rueda pinchada.

Resoplé.

Desde luego, no esperaba encontrar allí el Trébol de Oro, pero sí algo que pudiera servir.

De nuevo, se oyeron gritos que provenían del campo de fútbol:

—¡Goooooooooooool! ¡Goooooooool! ¡Goooool!

Alguien había vuelto a marcar.

Estaba deseando saber quién.

Volví a mirar en las mochilas.

Nada.

Registré deprisa las cajoneras, los armarios, los estantes.

Entonces me vinieron a la mente las palabras de mi padre: «un buen detective es aquel que mira donde nadie más miraría».

Me agaché y busqué debajo de las camas.

Luego me subí a una silla y registré la lámpara del techo.

A continuación, miré en el interior de una chimenea que había en una pared.

Todos los lugares donde no se me habría ocurrido buscar.

Descolgué los cuadros de la pared, eché un vistazo a un conducto de ventilación, levanté los colchones de las camas…

¡Un momento! ¡Allí por fin encontré algo!

Debajo del colchón de Dolly, había un gran sobre. Ponía: Cartas del fundador del campamento. Abrí el sobre, no eran cartas, eran postales.

Había una docena de distintos lugares: París, Londres, Barcelona, Nueva York, Pekín…

Y en todas ponía lo mismo, escrito a mano: Con cariño, B.

Un montón de preguntas me vinieron a la cabeza: ¿Qué significaba aquello? ¿Era una prueba de algo? ¿Por qué las escondía Dolly bajo el colchón?

Oí ruidos en la puerta de la habitación.

Era mi padre, que había subido corriendo.

—¡Francisco, salgamos, que vienen! —exclamó mi padre.

—¿Quién? —pregunté.

—Las cuatrillizas —dijo él.

Nos abalanzamos hacia una de las ventanas.

En la explanada, pudimos ver a las cuatrillizas, que venían directas hacia la cabaña.

Avanzaban a buen paso, decididas. ¿¡Qué hacían allí!? ¿¡Sabían que estábamos registrando sus cosas!?

—¡Ay, que vienen! —suspiré.

—¡Es lo que te acabo de decir! —respondió él—. ¡Rápido, hay que recoger todo y salir de aquí! ¿Has encontrado algo?

—Sí, no, no sé —dije—. Mira, estas postales las tenían escondidas debajo del colchón. Son del fundador del campamento, pero no dicen nada importante.

Mi padre las miró contrariado.

—Esto no sirve, Francisco, esto no tiene nada que ver con el robo —negó—. Yo tampoco he encontrado ninguna prueba abajo. Menudo desastre. Y ahora encima nos van a pillar…

A toda velocidad, colocamos los cuadros en su sitio. Intenté dejar las mochilas, las cajoneras y todo lo demás igual que estaba. Aunque ya no estaba seguro de nada.

Metí las postales en el sobre y las volví a poner bajo el colchón de Dolly.

Una idea se me pasó por la cabeza, seguramente era una tontería: ¿y si el fundador del campamento…?

—¡Pakeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeete!

¿¡Eh!?

Un rumor de voces se oía a lo lejos.

Estaban… coreando mi nombre.

Mi padre y yo nos asomamos por la ventana de nuevo.

Detrás de los árboles, desde el campo de fútbol, se podía oír con claridad:

—¡Pakeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeete!

Las cuatrillizas nos saludaron desde abajo al vernos en la ventana.

—¡Pakete, tienes que venir corriendo al campo de fútbol! ¡Ha pasado una cosa increíble! —dijo Jolly, emocionada.

—¿Por qué gritan mi nombre? —pregunté.

—¡Es súper emocionante, por favor, baja, tienes que verlo! —insistió Jolly.

—Por cierto, ¿¡qué haces con tu padre en nuestra habitación!? —preguntó Dolly, molesta.

—Ah, eso… no es… o sea… no es lo que parece… —contesté.

—Hola, chicas —dijo mi padre, intentando disimular—. Estamos aquí en vuestro cuarto, os habéis dado cuenta, eh, ja, ja, ja.

Las cuatrillizas nos miraron con los ojos muy abiertos, sin comprender.

—Perdón, es que como no me dejan jugar con mis amigos, he venido a la cabaña porque estaba muy triste —expliqué—. Y mi padre ha venido a consolarme. Y luego he oído esos gritos con mi nombre y hemos subido aquí para asomarnos a ver qué ocurría. Por eso hemos entrado en vuestra habitación, disculpad, je, je.

No sé si se lo tragaron, pero no dijeron nada más.

Los gritos seguían llegando desde el campo.

—¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeete!

—¡Venga, tienes que verlo con tus propios ojos! —exclamó Jolly.

—¡Date prisa, que estás ahí atontado! —dijo Dolly.

Bajé los escalones de dos en dos, seguido de mi padre, y salimos de la cabaña.

—¡Corre, Pakete, corre! —me animó Jolly.

—¡Es tan emocionante, creo que voy a llorar! —añadió Polly.

—¡Corre, pero ten cuidado no te caigas y te rompas algo! —dijo Molly.

Eché a correr campo a través, lo más rápido que pude, guiado por aquellos gritos que surcaban el valle.

—¡Pakeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeeete!

Me seguían mi padre y las cuatrillizas.

Atravesé la hilera de árboles hasta que llegué al campo de fútbol.

Lo que vi allí no lo olvidaré jamás.

Sentados en medio del campo estaban los jugadores de los tres equipos: Soto Alto, Boca Juniors y Manchester City.

Todos sin excepción entonaban mi nombre:

—¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeete!

Al verme llegar, mis entrenadores se acercaron a mí.

—Ay, ha sido precioso, súper emotivo —dijo Felipe—. Primero han jugado Manchester City contra Boca Juniors, han ganado los ingleses por dos a cero. Y cuando nos tocaba empezar nuestro partido, todos los jugadores sin excepción han dicho que, si no te dejaban jugar a ti, no jugaría nadie.

—Han hecho una sentada en mitad del campo —continuó Alicia—. Y dicen que no piensan moverse de ahí hasta que te levanten el castigo y te permitan jugar.

—Mi chiquitín, cómo te quieren —intervino mi madre—. Todo lo ha empezado el niño ese inglés, Parker. Ha dicho que tú le habías pedido perdón y que, si no jugabas, él tampoco jugaría. Después se han ido sumando los demás.

Me fijé en Helena, estaba sentada en la hierba. A su lado, se encontraba Parker Parkenson. Ambos me hicieron un gesto con el pulgar hacia arriba.

Eso era de lo que debían estar hablando esta mañana en el desayuno.

La verdad es que me emocioné.

No sé cómo sonará así dicho, pero fue increíble.

Allí estaban mis compañeros.

Y los integrantes de los otros equipos.

Una treintena de niños y niñas.

Algunos eran muy amigos míos, pero a otros apenas los conocía.

Todos defendiéndome.

Coreando mi nombre.

—¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeeete! ¡Pakeeeeeeeeeeeeeeeeete!

Noté que se me humedecieron los ojos. Jamás me habría esperado aquello.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

El comandante Corominas movió ambos brazos y exclamó:

—¡Está bien! ¡Hale, el niño Pakete puede jugar, vosotros lo habéis querido! Al fin y al cabo, es de sabios rectificar, y yo soy muy sabio.

—¡Bravooooooo! ¡Oleeeeeeeeeeeeeeeeeeee!

Todos los presentes gritaron y aplaudieron.

Me acerqué a Parker.

—No sé si ya te lo había dicho, pero por si acaso lo vuelvo a decir: perdón. No tendría que haberte empujado al río. Y gracias por todo…

—You are welcome! —contestó.

Y me dio un abrazo.

Nunca lo habría pensado: ¡Paker y yo abrazados delante de todos!

—Qué bonito, rivales en el campo, amigos en la vida —comentó Laura.

—¡Menudos moñas estáis hechos todos! —gruñó el abuelo Benemérito.

—Bueno, ya está bien, os habéis salido con la vuestra… ¡El triangular debe continuar! —avisó Corominas.

Sin más, nos preparamos para jugar.

En el primer partido, el Manchester había ganado por dos a cero.

Ahora nos tocaba jugar a nosotros con el Boca Juniors, y después con los ingleses. Dos de los mejores equipos del mundo.

Salimos con el equipo de gala del Soto Alto: Camuñas en portería. Angustias, Tomeo y Marilyn en defensa. Helena y Toni en el medio. Y yo en punta. Con Anita y Ocho en el banquillo.

Helena con hache chocó mi mano.

—Por fin, vamos a jugar al fútbol —me dijo, con una gran sonrisa.

Aunque el primer paso de la protesta lo hubiera dado Parker, estaba seguro de que Helena había tenido mucho que ver. Ella siempre tenía las mejores ideas.

Corominas hinchó los pulmones e hizo sonar el silbato:

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

El partido dio comienzo.

Helena sacó de centro para Toni.

Los dos delanteros del Boca Juniors se lanzaron sobre él.

—¡Presión, presión, presión! —gritó Rosaura, la entrenadora argentina.

Pillaron a Toni por sorpresa y le arrebataron el balón.

¡RAAAAAAAAAAAAAAAAAS!

¡Habían salido en tromba!

Hicieron una pared, directos hacia nuestra portería.

Dejaron atrás a Helena, Tomeo y Marilyn.

Solo quedaba Angustias, que intentó salir a cubrir el hueco.

—¡Vamos, Angustias, tú puedes! —gritó Alicia.

—¡No me hagáis daño, por favor! —suplicó Angustias, que se puso en medio y se tapó con las manos por si le daban un balonazo.

El número 10 del Boca disparó desde fuera del área.

Fue un chut muy potente.

El balón pasó rozando a Angustias.

Voló por encima de Camuñas, que se estiró sin llegar.

Y cuando estaba a punto de entrar en la portería…

¡CATACLONCK!

La pelota chocó en el larguero y salió rebotada con muchísima fuerza.

Del impacto, llegó hasta mi posición.

Una defensa argentina muy alta me empujaba para que yo no atrapara el balón.

En lugar de forcejear, me aparté y ella cayó al suelo por la inercia.

Según caía el balón, puse el pie blando y lo controlé a la primera.

—¡Guau, menudo control, Pakete, estás iluminado, dale, dale! —gritó Alicia.

Atravesé el campo contrario y enfilé su portería.

—¡Vamos, mi chiquitín, eres el mejor, y no querían dejarte jugar, ja! —exclamó mi madre.

Toni era el máximo goleador y Helena era la mejor del equipo. Pero yo… bueno, yo era muy feliz jugando con mis amigos. No había nada que me hiciera más feliz.

Sin pensar, regateé al central del Boca. Un quiebro a la derecha. Otro a la izquierda.

Y… me planté en el área con el balón controlado.

En menos de cinco minutos todo había cambiado muy deprisa. Había pasado de no poder jugar a… estar a punto de marcar un golazo.

—¡Chuta, chiquitín, chuta! —gritó mi madre.

Oí los gritos a mi alrededor. Miré al portero argentino. E hice lo que mejor sabía hacer…

Jugar en equipo.

En lugar de disparar, retrocedí el balón a mi derecha.

Era un pase definitivo.

Allí llegó Helena y disparó con el empeine.

¡El balón entró por la escuadra, imparable!

—¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!

—¡¡¡Golazo de Helena con hache!!! ¡¡¡Golazo del Soto Alto!!!