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LA INTRAHISTORIA

Quique le quitó los fotógrafos a Franco

Alfredo Relaño publicó en febrero de 2013 un artículo en El País sobre la final de Copa que le ganó el Valencia al Barcelona.

Actualizado a
Quique, portero del Valencia en la Copa ganada al Barcelona en el 54

Si mañana ganamos la final, me subo hasta lo alto del tercer anfiteatro”.

"Si mañana ganamos la final, te puedes subir al cielo si quieres".

Ese diálogo se produjo en vísperas de la final de Copa de 1954 entre Quique, portero del Valencia, y su entrenador, Jacinto Quincoces. Aquel mismo año había estrenado Chamartín una ampliación que elevaba sobre uno de sus laterales un tercer anfiteatro. Aquello entonces dio que hablar, porque aumentaba hasta más de 100.000 espectadores el aforo y elevaba el campo a una altura descomunal para la época. Aquel tercer anfiteatro era, por así decirlo, el Galibier del fútbol español. De ahí el desafío.

Quique era además un tipo singular y divertido. Había empezado a jugar de medio centro en el Villarreal, pero le gustaba ir a entrenarse como portero al Castellón. Un día a este equipo le faltó el portero, arrestado en la mili, y le pidieron que fuera con ellos a San Mamés. Jugó, paró muy bien y a los tres partidos se lo estaban rifando el Espanyol y el Barça. Escogió el Barça, claro, por el que firmó cinco años. Pero sufrió una grave lesión de rodilla que le tuvo dos temporadas parado. Una vez me comentó, entre bromas y veras:

"Si no llega a ser por eso, quizá ustedes nunca hubieran conocido a Ramallets".

Pero el caso es que salió Ramallets y aunque el Barça se portó bien con él y quiso renovarle cinco años, Quique prefirió aceptar una oferta del Valencia y acertó de lleno, porque allí hizo fortuna. Recuperada la rodilla, se convirtió en titular del equipo che y en un referente del fútbol nacional. Tenía un toque extravagante, sin pasarse, que le hacía singular. Un día, en el campo del Madrid, al Valencia le pitaron tres penaltis en contra. En el tercero, hizo como que se negaba a pararlo y se recostó contra un poste. Lo lanzó Molowny, un poco desconcertado, y él lo paró.

Pero estábamos en la final de 1954, que iba a enfrentar, el 20 de junio, en Chamartín, al Valencia y al Barça. El Valencia, que había sido tercero en la Liga, llegaba a la final invicto, tras eliminar en semifinales al Sevilla, otro grande de la época. El Barça había ganado las tres últimas ediciones de la Copa y ese año había sido segundo en la Liga, superado sólo por el Madrid, en la que fue la primera temporada de Di Stéfano. Las semifinales habían enfrentado precisamente al Madrid y el Barça. El Madrid, sin Di Stéfano, que por entonces todavía era extranjero y no podía jugar la Copa. Claro que el Barça tampoco pudo contar con Kubala, lesionado en cuartos de final, en San Mamés. Tampoco podría jugar la final.

La final se juega en un ambiente formidable, a gradas repletas. Tres culés, llamados Pedro Fusted, Juan y Abelardo Panadés, hacen de un tirón Barcelona-Madrid en Mobylette, a una media de 35 kilómetros por hora. Bueno, paran en Alcalá de Henares a dormir la noche del sábado para hacer una entrada triunfal en la capital la mañana del domingo, entre un recibimiento apasionado de moteros, que ya los había.

El Valencia tiene un gran equipo: Quique, Quincoces II (sobrino del entrenador), Monzó, Sócrates; Pasieguito, Puchades; Mañó, Fuertes, Badenes, Buqué y Seguí. El Barça sale con: Velasco; Seguer, Biosca, Segarra; Flotats, Bosch; Basora, Suárez, César, Moreno y Manchón. El puesto de Kubala en la clásica delantera del Barça (la que cantó Serrat) lo ocupa un jovencísimo Luis Suárez, revelación del Deportivo de la Coruña en esa Liga, y que ha sido fichado por el Barça justo para la Copa… después de que el Valencia, que se fijó antes, lo desestimase.

Luis Suárez no hace una buena final. Puchades le marca bien y le descentra. El Barça, que había partido como favorito, no da la talla y el Valencia va haciendo valer progresivamente su superioridad: 1-0, 2-0, 3-0… El segundo gol, por cierto, tuvo un desarrollo muy comentado. Nació en Quique, que en lugar de sacar largo, como se hacía siempre en la época, lanzó el balón a Fuertes, que avanzó, combinó con Seguí, recogió de nuevo y envió a Badenes, que hizo el gol.

El partido acaba con el 3-0 y hay una entusiasta invasión de campo de valencianistas, agobiando a sus jugadores. Monzó puede a duras penas abrirse paso hacia la escalera que subía al palco, para recoger la Copa de manos de Franco. Quique, para verlo todo mejor y evitar el sobeteo, se encaramó al larguero y se sentó ahí arriba, a disfrutar del atardecer, de la vista, del júbilo, de su juventud, de todo. Poco a poco los ojos se volvieron hacia él y el run-rún se convirtió en griterío. Los fotógrafos que habían acudido a captar la escena del palco se vuelven en tropel hacia la portería donde está Quique sentado, para captar esa imagen imposible.

Luego, cuando los guardias van despejando poco a poco el campo, Quique baja y da la vuelta olímpica junto a sus compañeros. Después, la ducha, la cena, la fiesta… El equipo duerme en Madrid, porque a la mañana siguiente hay recepción del Caudillo en El Pardo. Y allí acuden todos, bien peinaditos y vestiditos, y se ponen en fila en el salón esperando que aparezca Franco. Y cuando sale éste, lo primero que dice es:

"¿Dónde está el chico que ayer me quitó los fotógrafos?"

Quique quiso que se le tragara la tierra. Pensó que más le hubiera valido subirse al tercer anfiteatro. Como nadie decía nada, levantó la mano:

"Fui yo… Es que no veía bien con tanta gente…"

Pero Franco le dijo que le había parecido una escena muy simpática, le dio la mano como a todos y después fuese y no hubo nada. Y Quique respiró aliviado.